domingo, 27 de septiembre de 2009

VIVO EN DOS HABITACIONES



Actualmente vivo en dos habitaciones que tomé en alquiler. Ya no sé cómo ordenar los restos de tantos naufragios, pero a tal punto que esto parece una sentina de escombros, con una vegetación de tela, madera, papel y alimentos que invade todos los resquicios. Alguien me dijo que parece la casa de un monrrero, o peor, de un alberto, desarreglada y caótica pero con un stock de aparatos eléctricos dignos de un mejor ambiente. Yo tengo un lema mejor: La casa es chica pero… ni así puedo ordenarla.

No tengo muebles linajudos pero puedo decir, como Jaime Saenz, que a lo largo de los años, tus cosas y tus muebles se envejecen, / y se desgastan insensiblemente." Un verso que igual aflige al lector que no se mueve que al lector en constante mudanza, como este servidor cuyo destino es mudarse como un linyera o como el judío errante.
Miro los despojos de 69 traslados, los lomos de los libros despellejados -- algunos de ellos descoyuntados. Se me adhieren a la memoria cosas que ya no existen: ese batán de la abuela que fue su única herencia, al paso del tiempo tan valiosa que, a la muerte de mi madre, fue objeto de disputa con mi único hermano. Se quedó temporalmente conmigo pero ahora no lo encuentro. ¿Dónde habrá quedado?
Pasó lo mismo con la máquina de coser, de la misma y única abuela que conocí, esa Singer forrada en roble inglés que, hasta hace poco me sirvió de escritorio pero no aguantó mi última mudanza y quedó como un trasto en casa de uno de mis hijos.
Las vajillas de mi madre, de las cuales fui único heredero, no aguantaron cuatro mudanzas. Yacían encajonadas ¡y cómo estorbaban! Un domingo triste seleccioné dos piezas de cada plato y cada cubierto y cada copa, y el resto se lo regalé a mi primera esposa, de quien no sabría decir actualmente si era mi hermana o mi condiscípula; en todo caso, alguien afectivamente próxima más allá de la carne.
No sé cómo lograron sobrevivir estos estantes tan feos, tan frágiles que tienen hoy las patas roscas porque se doblaron. Se doblaron a tal extremo que hoy los instalé patas arriba.
Este sofá cama duro como el lecho de un fakir duerme la siesta en el suelo, ya bastante despanzurrado. ¡Cómo me duele el cuello cuando descabezo en él un insomnio! Pero mi cama no es más cómoda. ¡Si hablara este colchón de resortes subversivos, sería mi mayor testigo de cargo! Pero, a estas alturas, ya ha perdonado mis aventuras y acepta, resignado, la talla de mi cuerpo.
De tantos comedores que tuve me quedó esta mesa coja e inerte como los restos de un animal prehistórico, y estas sillas mustias que padecen de reumatismo.
Me visitaron, hace poco, unos jóvenes periodistas, y pasearon la cámara por estos dos cuartos donde, hoy por hoy, habito. Para mi sorpresa, cómo les gustó mi desorden. ¡Cómo festejaron esos calcetines arrumbados junto al zócalo y esos restos de comida sobre una tabla de cocina que parece la paleta de un pintor impresionista!
Quizá sea ya tiempo de romper el último vaso y beber, a partir de hoy, en el cuenco de mis manos.
Salvo estos libros que arrastro como un costal de pecados irredentos, podría irme ahorita con un pequeño k'epi: una sábana de colores con dos mudas de ropa, un cuaderno y una tiza. La tiza, para dibujar otro cuarto y una silla y una mesa y una cama donde tender este cuerpo que va siendo mi último equipaje.
Vuelvo a la lectura de Jaime Saenz y encuentro esta joya que resume todo lo que quisiera haber dicho:
¿Cuánto valdrán estos muebles? –me pregunto yo.
Pues en realidad, no valen nada; y, en el mejor de los casos,
Capaz que su valor total no alcance para una ranga-ranga.
Según Eduardo Mitre, "escribir es revivir en el doble sentido del término: rememorar y resucitar al objeto del deseo".
Rito melancólico, sin duda, el de resucitar fantasmas con veintiocho precarios caracteres. ¿Cómo revivir ese aroma de salmón y nuez moscada que desprendía su más profunda piel? ¿Cómo describir ese mohín tan gracioso o ese estertor sirio con el que iniciaba el goce de la pequeña muerte? ¿Cómo volver a oír el runrún de esa voz felina y desgarrada por el abuso de la vida?
No hay otra fórmula que intentarlo en la más espesa soledad, pues cualquier interferencia espanta a los fantasmas de la memoria. "La escritura, rito genésico, comporta el mismo régimen del duelo: la soledad, el rechazo de la diversión, el ensimismamiento melancólico, la preferencia por lo crepuscular y nocturno", vuelve a apuntar Mitre, y tiene razón: la escritura es una invocación, un velorio, una misa de nueve días o de cabo de mes.
"Poesía y fantasma, ambos hijos de la memoria, son una sola y misma cosa. Pero el fantasma y la poesía no son la obra sino la sombra de la obra", sugiere Mitre.
Quizá este libro debiera titularse Encomio de la memoria. De mi memoria brota un verso de Costa du Rels que quisiera me sirva de quimba:
“Piadosamente yo debería haber dejado / Pasar al olvido esta trágica historia… / ¿mas qué Dios se dignará arrancarnos / Del implacable infierno de la memoria?”

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