domingo, 27 de septiembre de 2009

AL EXILIO



En la Plaza Garibaldi o en el enorme Zócalo, de México, en uno de los muchos días de soledad. Allí viví casi dos años con Yolita y Raquelita; luego ACNUR consiguió que viajaran mis hijos Ariel y Manuel a fines de los 80.
El día fijado para el viaje era el 13 de septiembre de 1980 por Aeroperú, la única aerolínea que cubría esa ruta. Conservo fotocopia de los pasajes. Nos llevaron en bus y, al pasar por Sopocachi, abordaron los compañeros y compañeras que se habían asilado en las oficinas de la Embajada. Entonces noté que se habían puesto una escarapela boliviana con cintillo negro, en señal de duelo, que nos dieron también a nosotros. Llegamos al aeropuerto de El Alto junto con el embajador Plutarco Albarrán, y nos metieron a una oficina pequeña. De pronto irrumpieron los suboficiales de la Fuerza Aérea y se encararon con las compañeras, preguntándoles de mal modo por qué llevaban esas escarapelas. Una de ellas les contestó que era porque estaban de luto; y uno de los suboficiales se puso a vociferar: Putas de mierda, ahora mismo se sacan esas huevadas. Tuve que intervenir para reclamarles por su trato con ellas, incluida Marisol Quiroga, la hija de Marcelo Quiroga, y los tíos se agarraron conmigo a tal punto que las compañeras abordaron la nave y el avión no salía porque no me dejaban y querían llevarme preso. El embajador Plutarco se portó muy sereno y les advirtió que yo estaba bajo la protección de México y que él no permitiría ningún atropello a mi persona, y me llevó del brazo hasta la escalerilla del avión en medio de los insultos de los suboficiales.

Pero en la emergencia hubo un elemento que fue el que más me puso nervioso, y es que, en medio de los atropellos, inspeccionaron nuestro equipaje de mano, los bolsos de las compañeras y hasta mis bolsillos. Cuando los vi venir me acordé del buhíto que me había entregado Costa Arduz y sobre todo de su advertencia: Si me pierdes, me pierdo, si me rompes, me rompo… Lo tenía en el bolsillo del abrigo, y recuerdo que presioné en el forro hasta lograr hundirlo al fondo del abrigo. Ya en pleno vuelo, me acordé del buhíto y me di a buscarlo en el forro del abrigo y no lo encontraba. Lo buscaba y lo buscaba y nada, pero se había confundido con una de las costuras y acabé por romper el forro para rescatarlo. De pura satisfacción le pedí a la azafata dos whiskies dobles, uno para el buhíto y otro para mí, y le mojaba el piquito y tomaba con él durante el viaje a la primera escala, que fue en Lima.

Me acompañaban Yolita y mi hija Raquel, que tenía cuatro años. Yolita se había dado modos para comprar los pasajes y para llevar mis papeles de licenciado, junto con otros que le encargaron los compañeros.

Al llegar a Lima, me visitaron Roberto Laserna y Beba Fernández, su esposa, que se hallaban en Lima visitando al papá de Roberto. Luego recuerdo que me fui solo al Café Cordano, ubicado a un costado del Palacio de Gobierno, viejo café que había conocido en 1977 cuando viajé a Tingo María precisamente con Roberto y con el poeta Antonio Terán Cavero, un episodio que merece capítulo aparte. Allí, en sus viejas mesas de mármol, servían jamón del país y vino, que pedí para mí y para el buhíto. Me tomé varias copas, y cuando pedí la cuenta, el dueño, que estaba de buen humor, me dijo: Su consumo es tanto; el buhíto es nuestro invitado. Una gentileza que agradecí como un buen augurio. En fin, cuando llegamos a México, lo primero que hice fue entregar al buhíto a una muchacha que lo aguardaba, y sólo entonces me di cuenta de la importancia que tiene ese animalillo en la cultura azteca, donde es un animal sagrado que se llama tecolote.

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