domingo, 27 de septiembre de 2009

BLANCA PALOMA LEVE SOBRE LA TIERRA



Blanca era una mujer bella, gallarda, distante como una institutriz alemana. Tenía hermosos rasgos que recordaban a los de Marilyn y peinaba una melena parecida. Era extremadamente racional pero quizá era sólo para combatir su naturaleza indómita, descendiente de cristianos viejos, la madre cruceña, el padre, trinitario. Cuando conocí a sus papás comprendí la naturaleza íntima de Blanca. Su mami era una viejita menuda que sufría de insomnio y descabezaba el sueño echada en un banco muy estrecho junto a las brasas que removía para que no se apagaran por la noche. Era el antiguo concepto del jenecherú, el fuego que nunca debe apagarse, heredado de la información cultural de la especie. El padre era un hombre corpulento cuya espalda no lograba abarcar con mi brazo. Los visitamos en Villa Tunari, donde vivían en un pahuichi. Fue en una feria del pescado y por instrucción del alcalde había un funcionario que atendía todos mis deseos. Con una y otra cerveza, el viejo me dijo que si yo le hacía algún daño a su hija, él me mataría. Lo decía alguien que sabía cuántas rayas tiene el tigre y cuántos dientes el caimán, pues era diestro en la caza y en la pesca. No sé si él o su esposa me contaron el origen de su relación, que era una historia bíblica. Los padres de ella eran cruceños de clase media y menospreciaban al pretendiente. Se armaron de valor y ambos huyeron hacia el Beni. A medio viaje se encontraron con una tremenda inundación, y ella tendió un cuero para que ambos durmieran en el suelo. Al amanecer, el cuero tendido amaneció a varios metros del sitio original. La respuesta estaba debajo del cuero: las víboras habían buscado el calor y al moverse habían desplazado a la pareja. El islote donde se refugiaron estaba lleno de animales de monte y alimañas, pero ninguna atacaba al resto pues a todos amenazaba el caudal del agua. Cuando la inundación bajó, volvió la ley de la selva, que se había interrumpido sólo ante el peligro común.

Me encantó alojarme en el pahuichi de los viejos porque allí uno estaba realmente en el Chapare, a diferencia de los amigos de la ciudad que se alojan en unas cabañas de lujo y se reúnen a hablar los viejos temas urbanos y sólo se relacionan entre ellos sin conocer realmente el pueblo. En esa casa de tablones mal unidos, donde se dormía en hamaca y con mosquitero, el desayuno era un té de hojas de palta con masaco de plátano. A mediodía se comía un cheruje, que es una especie de lagua de harina de plátano, y como guarnición había plátano cocido, que tiene su nombre. Los niños tomaban mamaderas de jugo de plátano, pero plátano puro, sin leche, por eso eran desnutridos y amarillos. Así crece la gente de esos lugares; por eso son presa fácil de la tuberculosis.

Blanca fue un bálsamo para mí porque vivía una vida correcta y era puntual y cumplida con su trabajo. Era empleada eventual del Lloyd y aspiraba a ser empleada de planta, de modo que cumplía sus deberes a cabalidad. Pero volvía a la casa y hacíamos el amor como locos. Y sin beber nada, o casi nada, salvo una que otra copa de vino. Dormía desnuda. Era una fuerza de la naturaleza. Una caricia y perdía el control y se entregaba. Y pensar que parecía tan distante…

Sin embargo, un día todo cambió. De pronto me dijo que ella era cristiana, y entonces comenzó el acoso de su iglesia para obligarme a que me convirtiera. Yo argumentaba que era católico y seguía la religión heredada de mi madre, y que no me veía predicando porque mis amigos dirían que yo era el diablo predicando el evangelio. Pero ella y sus hermanos de religión argüían que Pablo decía que la yunta debe ser de bueyes iguales, que una yunta de bueyes desiguales no tira parejo. Yo le contestaba con sorna que nosotros sí tirábamos parejo, y vaya que tirábamos.

Con todo, ella me había sacado del pozo y yo le tenía gratitud. Aun más, me había enseñado a guardar y a no dilapidar mi dinero. Yo llegaba del trabajo y literalmente me paraba de manos para que ella tomara todo lo que había ganado. Por instrucciones mías lo depositaba en su cuenta, porque abrir una cuenta a mi nombre sería para que igual me lo gastara. Pronto tuvimos quince mil dólares y entonces decidí comprar una casa. Para que viera mis intenciones, la compré a su nombre, nos trasladamos e incluso nos posesionamos el martes de Carnaval con una challa estupenda. Cuando le entregué los papeles comenzó el acoso cristiano. Hasta cuando terminaba me decía: ¿Sentiste a Jesús en tu corazón? Yo recordaba la confidencia de Carlos Fuentes sobre sus abuelos, sobre un camisón bordado con florecitas ahí, donde se producía la unión, y la mujer que al acercarse el orgasmo decía: Kirye Eleison, y el hombre que contestaba: Christie eleyson. Y Blanca seguía con el televisor en el canal cristiano y la radio cristiana y ella misma cantando salmos mientras arreglaba la casa.

Sin embargo tuve dos señas de su naturaleza íntima. La primera vino cuando todavía no nos habíamos trasladado a la casa propia, y la segunda, ya cuando nos trasladamos. En la casita que alquilaba, donde yo me quedé a vivir, había una sobrinita sencilla y humilde que cumplía tremendos ayunos por instrucción del pastor. Una noche llegué a la casa y escuché y pude ver un problema mayor, porque Blanca quería pegarle a su sobrina con un palo de escoba, y la niña se había escondido bajo la cama. Salió Blanca a recibirme y me pidió que no entrara a su casa. Recuerdo que había perdido el color en los labios y, lo que me sobrecogió, que sus pupilas se habían reducido al mínimo y había crecido el verde intenso de sus iris. Era como si me mirara una serpiente, un ave de presa o una fiera.

La segunda epifanía fue inolvidable. No había amanecido pero ya se filtraba una luz tenue por la ventana del dormitorio. A esa luz incierta comprobé que ella se había incorporado de través sobre mi cuerpo, apoyada en rodillas y brazos, y que se balanceaba como hipnotizada por algo que atraía su atención. Abrí más los ojos y descubrí que otra vez habían desaparecido sus pupilas. Ocurría que días antes se había escapado un hamster que criaba su hijita, y el animalito jodía que daba miedo royendo todas las noches, pero sin que pudiéramos dar con su paradero. Aquella madrugada el hamster se había colado al dormitorio y eso era lo que Blanca acechaba de través sobre mi cuerpo. De pronto dio un brinco y luego se incorporó, de rodillas en el piso, con el animalito entre sus manos, mirándolo con esos iris de un verde maligno.

Blanca fue la única mujer a la cual le tuve miedo. Recuerdo que una vez Rosy me dio de puñetes en el pecho y el vientre para calmar su enojo. No me hacía daño y no le di importancia, pero al día siguiente, mientras me duchaba, sentí que había puntos en el pecho que me dolían. Me vi en el espejo y tenía como sarampión: eran puntos morados de los golpes que me había dado. Pero miedo miedo, ¿cómo podía sentir? Más bien me reí de la ocurrencia. Pero con Blanca sentí un miedo cerval que se repitió en dos ocasiones. La primera fue en la casa que alquilaba, cuando tuvimos una discusión y yo decidí irme y dar por terminada nuestra relación. Se opuso a que saliera y cuando traté de salir por la puerta de servicio, se interpuso y estaba pálida y con los iris revueltos que miraban un cuchillo de cocina próximo a su mano. Juro que sentí un temor de muerte, pero de pronto se resignó y permitió que yo saliera. Era temprano en la mañana pero me compré una botella de singan y bebí la mitad de golpe para recuperar el control. Recuerdo que me temblaba la barbilla, pero al calor del aguardiente la magnifiqué y no tardé en llamarla por teléfono para decirle que no había pasado nada.

La segunda fue cuando nos trasladamos a la nueva casa. Yo me había perdido con mis amigos, pues estábamos seriamente peleados, y me había recogido tarde y había despertado solo, pues ella se mudó al dormitorio de su hijita. De pronto la vi que entró a la habitación con las manos atrás, y se me vino a la mente el cuchillo de cocina de la escena anterior. Me levanté de un salto y aparecí de pie sobre la cama en actitud de apronte. Un espejo me permitió ver que no llevaba nada en las manos y me tranquilicé, pero juro que me morí de miedo.

Quizá contribuyó a ello un episodio que vivimos en Villa Tunari. Ocurre que llegamos y había allí una pareja que molía maíz en el tacú. Habían sido un matrimonio y se encontraban luego de diez años de separación. Él se había vuelto alcohólico y bebía alcohol medicinal de una botellita de plástico, pero a ella parecía no importarle. Yo tenía la idea de criar un par de chanchos, como que luego me gustó decir que cierta vez había tenido una granja porcina en el Chapare y que en un solo día había perdido el cincuenta por ciento de la inversión. Esto era porque compré dos chanchos y la primera noche me robaron uno, justo la hembra. Se me ocurrió de inmediato que fue la pareja. La cosa es que, ya en Cochabamba, nos llegó la noticia de que la mujer lo había cosido a puñaladas al ex marido. Habían ido juntos a una fiesta y cuando se recogían ella empuñó el cuchillo de cortar torta y le dio diez puñaladas. La mamá de Blanca descabezaba un sueño en su lugar habitual, removiendo los tizones, cuando sintió que el hombre se quejaba. Fue a verlo al baño y comprobó que vomitaba, y que el esfuerzo de las arcadas le hacía botar chorros de sangre por los orificios de las puñaladas. Para sorpresa mía, el hombre sobrevivió una semana y murió cuando fue trasladado a la capital.

Se me agolpó todo, en particular la facilidad con que la gente muere en el trópico, donde es fácil descerrajar un tiro o pescar un surubí o cazar una fiera. Todo eso se me agolpó para sentir miedo en presencia de Blanca.

Pero ella tramaba otra cosa. Un día me dijo que nuestra relación se había terminado y que ella podía darme una habitación en el primer piso de la casa. Le recordé que yo la había comprado y me dijo fríamente que los papeles estaban a su nombre y que así habían sido inscritos en
Derechos Reales.

Fui de inmediato a ver a Arnoldo Bayá, un gran amigo abogado, hoy difunto, y él me dijo de inmediato que yo estaba fundido. Sin embargo, le pedí que leyera la minuta. Quizá por hacerle un cumplido a Blanca o porque al fin y al cabo yo soy abogado, incluí una cláusula que decía que la compra la hacía a nombre de Blanca como contribución al matrimonio que pronto nos uniría. Era una cláusula condicional que me salvó, pues no nos habíamos casado. Con un escrito, Arnoldo consiguió que el juez ordenara la rectificación de la inscripción en Derechos Reales, y la casa quedó a mi nombre. Pero ¿cómo iba a conseguir que desocupara la casa? Blanca me desafiaba a que me atreviera a botarla.

Pero un día llegó la ocasión. Yo salía a manejar bicicleta por la carretera a Sacaba y solía pasar por la casita, que quedaba a medio camino hacia El Castillo, donde me había mudado para vivir con mi mamá. Recuerdo que en broma daba la dirección real de esa casita: Calle innominada sin número entre lechugal y maizal. Es que la casa estaba flanqueada por sembradíos. Una mañana pasaba yo en la bicicleta a toda velocidad porque era de bajada, cuando vi que Blanca salía y que se percató de mi paso. La acompañaba su ex marido y padre de su hijita, en una escena conyugal enternecedora. Di una vuelta la manzana y como tenía llave ingresé a la casa. El espectáculo no podía ser más desagradable: la cama conyugal estaba revuelta y el señor había usado mi pijama. La llamé de inmediato para reprocharle el asunto y me dijo que tenía derecho porque era una mujer libre y además el señor era padre de su hijita.

Esa misma noche, con unos tragos encima, le rompí todos los vidrios. Al día siguiente la llamé por teléfono para pedirle disculpas y me dijo llorando que se iba de la casa y que no me preocupara.

Todavía la vi varias veces y tuve una relación discontinua con ella, incluido un episodio confuso que hasta hoy no me lo explico. Una noche que estaba con tragos me fui a su casa. Con paciencia había detectado dónde vivía y no pude más: era medianoche, estacioné mi vagoneta en una calle transversal y me acerqué a la reja de su casa para silbarle. Para mi sorpresa apareció en el segundo piso un tipo corpulento, joven, y detrás de él, el rostro y el cuerpo inconfundibles de ella, vestida con el babydoll que yo le había regalado. Ellos no me veían, de modo que me escabullí, subí a mi vagoneta y me fui.

Al día siguiente me levanté arrepentido y la llamé a su oficina. Le pedí disculpas por haberla buscado y por silbarle, pues no me sentía con derecho de afectarla en su nueva relación. No vaciló un segundo en decirme que yo estaba loco, que me inventaba cosas, que jamás había subido ella al departamento de su vecino, y menos vestida con el babydoll que yo le regalé porque lo había quemado. No sé, hasta hoy me impresiona su seguridad en contraste con la idea confusa que tengo del episodio. Pero ¿podía yo llegar a ese grado de confusión? ¿Podía inventarme tantos detalles? Y sin embargo ella se negó con tanta convicción que todavía hoy pienso si no aluciné el episodio.

Pasó un tiempo y un buen amigo me detuvo en la calle para decirme que hiciera algo porque Blanca se iba a casar con un tipo que no estaba a su altura, algo así, pero se refería a cuestiones raciales. Incluso me dibujó un plano para dar con su casa, pero ni intenté hacerlo.

Un día mi madre dio un grito porque, según su costumbre, revisaba los avisos necrológicos y se encontró con el aviso de una misa por el alma de la hija mayor de Blanca, que había muerto en los Estados Unidos. Era una muchacha de una belleza sobrenatural y muy crecida para su edad. Creo que a sus trece años ya parecía una mujer en toda su plenitud. Era además dulce como un ángel y mi madre la veía como a una aparición de la Virgen. A instancia suya la llamé a Blanca para darle el pésame pero me dijeron en su oficina que estaba con baja prenatal. Averigüé dónde se internaría, fui a la clínica, y me dijeron que ya se había retirado y que el parto había sido normal y tenía ahora un varoncito, un milagro de Dios que le compensaba por la muerte de su hija mayor. Al parecer un psicópata la había matado a puñaladas.

Un día la encontré a Blanca en la calle. Detuve mi vagoneta y le pedí que me mostrara al niño. Era hermoso y dormía plácidamente. La felicité, se sonrojó, mantuvo bajos los ojos y luego no volví a verla. Sé que vive en los Estados Unidos. Al final me dejó muy buenos recuerdos, algunos de los cuales se convirtieron en una novela.

A esa relación le siguió un tiempo de disolución creciente, y lo peor, con chicas increíblemente jóvenes, ninguna de mi número acaso porque no me tomaban en serio o no les inspiraba confianza, mientras que las más jóvenes veían en mí una figura paterna. Una de ellas tenía 22 años y la otra apenas 15, pero ambas habían vivido experiencias que las maduraron de golpe. Las veces que hacía un alto en el camino me asustaba de esa tendencia que no me deparaba nada bueno, y entonces apareció una mujer, esa sí, de mi número y completo agrado, y logré estabilizarme con ella por varios años. Aún no había terminado su divorcio pero no había la menor posibilidad de que volviera con su esposo; sin embargo, él vivía obsesionado por recuperarla y entonces me tocó ver en sus ojos esa mirada extraviada por un ataque de celos. Ocurrió en el aeropuerto de El Alto, cuando yo la despedía luego de pasar un fin de semana que incluyó un viaje al Lago. Ella hacía fila para chequear su vuelo cuando me sentí rodeado por dos matones mestizos y un hombre corpulento que me miraba con ojos siniestros mientras me preguntaba cómo habíamos pasado el fin de semana. ¿Bien? ¿La pasaron bomba? ¿Se divirtieron mucho? Al mismo tiempo me instaba a salir con él fuera de la Terminal. En eso ella volvió y me aclaró que no tenía nada que ver con el señor. Él se indignó y dijo que seguía siendo su esposo. Aproveché una vacilación y me colé al otro lado del mostrador, ingresé por una puerta y, luego de transitar por un corredor largo aparecí en la pista de aterrizaje. Caminé como un kilómetro y logré salir por una pequeña puerta que daba a unos hangares. Aquella mirada de celos me persiguió durante mucho tiempo, y me inspiró el personaje principal de Ladies Night. Claro, el prototipo del hombre celoso era Otelo, pero su mujer era honesta. En cambio, ¿qué pasaba en nuestros días cuando una mujer efectivamente le ponía cuernos a su marido? Eso traté de dilucidar en la novela, comenzando con la imagen de esos ojos de mirada extraviada y perversa, donde yo sentí que se condensaba todo el odio del mundo.

Muchos años después, ya viviendo solo, tuve que frecuentar de algún modo a una señora que se había casado entretanto con el hombre celoso. Yo le hacía visitas breves, un tanto incómodas por las preguntas de pura cortesía con las cuales vacilábamos antes de ir al grano y cumplir con una remesa que yo enviaba a mi hija que estudiaba en el exterior. La señora me invitaba un café, unos pastelillos, lo que fuera, y dirigía la conversación al punto que más le intrigaba: cómo había sido mi relación con esa mujer que su esposo también había amado, por qué me había separado, seguro que me hizo algo y yo no quería confesarlo. Ah, si ella me revelaba todo lo que sabía… Le aclaré con la mayor cortesía que esa mujer jamás me había hecho daño y que simplemente nos separamos por razones que ella no entendería. ¿Cómo explicarle que las cosas se deterioraron cuando le pregunté su opinión sobre el atentado del 11 de septiembre y ella se desató en denuestos contra los árabes, calificándolos como una raza maldita que debía desaparecer de la faz de la tierra? ¿Cómo comunicarle mi comprobación de que es imposible vivir con una mujer que piensa distinto que uno? Tanto me insistía en revelarme el secreto que un día le insté a que lo hiciera. Entonces tomó un tocacintas y me hizo escuchar una. De inmediato reconocí la voz de ella. Eran varias conversaciones telefónicas grabadas en secreto, y varias de ellas eran llamadas de su amante, con frases explícitas que comentaban citas anteriores y planes para verse y amarse, mezcladas con suspiros y expresiones de excitación. Seguramente me puse sombrío porque la señora apagó el aparato y me dijo que sentía haberme hecho escuchar algo que visiblemente me había afectado. Entonces le aclaré que sí me había afectado, pero no por mí sino por ese pobre hombre cuya vida íntima me dolía imaginar. En efecto: ese hombre dormía junto a la mujer que amaba, conociendo con detalle los sitios y ocasiones en que lo traicionaba, y sin embargo actuaba como si no supiera nada. ¿Por qué? ¿Tanto la quería? ¿Qué lo unía a ella, una pasión enfermiza? Le dije que yo hubiera reaccionado por mucho menos para poner las cosas en claro y cortar por lo sano; pero ese hombre había aguantado meses y meses guardando veneno en el fondo de su corazón tan sólo porque esa mujer no lo dejara. La señora me aclaró que como esa cinta tenía al menos una docena que el hombre le había hecho escuchar y luego las botó a la basura sin saber que su nueva mujer las conservaría.

Viviendo solo tuve una última relación inesperada. Era una muchacha de unos 25 años, sentada del lado interior de una barra, que me hizo una pregunta: Don Ramón, ¿conoce algún remedio para el mal de amores? Ay, hija, le contesté, esa es una enfermedad más antigua que la Edad Media. ¿Y con qué se cura? Y, me imagino que con una penicilina. ¿Pero qué penicilina? La miré y le dije que cualquier penicilina sirve; lo importante es quién te la pincha. Una semana después me habló por teléfono y me dijo que había comprado la inyección y si la podía pinchar. No me resistí y tuvimos un mes de relaciones intensas y tensas, pues yo ya estaba marcado irremisiblemente por la soledad. Al cabo de mes se curó, la vi otra vez con su novio y dejó de verme. Un día resulté sentado a la mesa de un bar frente a su novio, y me dice que su novia le hablaba mucho de mí, que ella me quería mucho, y lo decía con orgullo mientras yo no sabía dónde poner los ojos.

Ella suele aparecer en los momentos más impensados. A veces me sorprende con una llamada a las dos o tres de la mañana, luego aparece, se queda hasta el amanecer y se va. La última vez se había operado de los senos y quería mostrarme el resultado. Eran bellísimos, grandes y turgentes, pero no cedían a la caricia de mi mano ni al beso: parecían inertes. ¡Cómo extrañé sus senos originales aunque fueran más pequeños! En fin, son para mirar, no para tocar. Se los ve maravillosos, como lo compruebo al entrar al Facebook, pero al tocarlos se nota la materia inerte de que están hechos.

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