lunes, 28 de septiembre de 2009

CARMELITA o MI PRIMERA MUDANZA


Esta foto tiene una inscripción: Riberalta, noviembre de 1949. En febrero de 1950 nació el Ojo, que ya estaba en el vientre de Carmelita, al lado de Sixto.
No sé cuál será mi última mudanza porque tengo la pretensión de que jamás me entierren, pero sí sé con certeza cuál fue la primera: cuando salí del vientre de mi madre. No tendría nada de original si el trabajo de parto hubiera sido rutinario, pero no lo fue.

Mi vida estuvo ligada a mi madre desde antes de nacer. Parece algo obvio pero sé a qué me refiero. Casi nazco en Riberalta y también a bordo de un avión Junker. Ocurre que el 49 hubo una guerra civil que sorprendió a mi madre en Riberalta, tan al norte del país, donde estaba destinado mi padre. Me referí a una fotografía que se quemó, donde aparece mi padre con uniforme tropical, blanco, de gala y mi madre panzonita, a tres meses de parirme. Contaba mi madre que no se avenía a la idea de que yo naciera en esa población tan alejada, y entonces ocurrió que un día llegó un avión con confinados políticos, y mi madre no lo pensó dos veces para abordar y viajar a Cochabamba. Durante el viaje se puso mal y casi nací entre nubes, pero el destino me había reservado una escena aun más dramática.
Un 19 de febrero, domingo de carnaval de 1950, mi madre despertó sobresaltada porque había tenido un sueño premonitorio: la Virgen de Copacabana le alcanzaba al Niño, y cuando mi madre quería recibirlo en sus brazos, notó que el Niño estaba hecho pedazos. Despertó y comenzó a sentir los primeros dolores. Así la trasladaron a la Clínica Terán, que funcionó mucho tiempo en la calle 16 de julio casi Bolívar, no sé si funcionaba allí cuando yo nací.
Ya era lunes de carnaval y las enfermeras festejaban ruidosamente, de modo que no había médico ni personal que atendiera seriamente a mi madre. Una enfermera borracha se había montado encima de ella y empujaba a la criatura para que de una vez naciera. Llegó por fin el Dr. Terán y me sacó con forceps. Tenía el cráneo hecho cisco y una cortadura importante en la región izquierda de mi cuello, casi en mi pescuezo. Mi madre había perdido el sentido pero recordaba la voz del médico que decía: Hay que salvar a la madre, la criatura ya está muerta. Y me depositaron en una cubeta, en el suelo, junto al basurero.
Felizmente llegó mi tía Maruja y se echó de menos del recién nacido. Me alzó en brazos y notó que mi corazón latía. Me envolvió y se hizo cargo de mí. No sé qué haría para darme de mamar, pero mi madre estuvo en coma no sé, horas, días. El caso es que la violencia de mi nacimiento me había provocado una hinchazón en el cráneo, que a mi hermano Enrique le arrancó comentarios ominosos. Mi madre recordaba que Enrique le decía: Mami, que se muriera este monstruito… El Dr. Terán había comentado: Este niño va a ser o un loco o muy inteligente. Yo saco la conclusión de que si en mi momento de mayor inermidad me enfrenté a la muerte y le gané mi vida por nocaut, ¿qué cosa más grave me puede pasar? Comencé la vida en total desventaja, pero me sobrepuse, y aquí estoy. Muchos años después leí El Perfume, de Patrick Süskind y me sobrecogió el comentario de Grenouille: que se prendió a la vida como una garrapata, y así sobrevivió. Era como el capítulo inicial de mi vida.
La cicatriz de mi nacimiento ocupaba buena parte de mi cuello y me causó problemas cuando era adolescente, porque las chicas me miraban con horror. De ahí me quedó la costumbre de mirar de perfil, de buscar mi perfil derecho, y quizá por eso nunca pude yacer a la izquierda de una mujer. Siempre me acomodé a la derecha, porque si no lo hacía, me sentía inseguro.
Año que pasaba, mi madre me repetía el mismo comentario, sólo que cambiaba el año como un odómetro: Veinte años que tú y yo hubiéramos estado enterrados. Treinta años que tú y yo. Cuarenta años que tú y yo. Así me dijo hasta su muerte, de modo que la muerte, la Ñatita que yo le digo, ha sido una presencia familiar y constante aquí a mi lado, como el dragón chino del mito que siempre está a tu izquierda, y si quieres verlo basta que te des la vuelta lo suficientemente rápido para sorprenderlo antes que escape. Como que escribí El run run de la calavera, que es una novela festiva sobre la muerte. La escribí en circunstancias que no olvidaré contar.
Como mi madre tuvo dos hijos vivos, pero con diecisiete años de diferencia, mi hermano y yo crecimos como hijos únicos, con todos los defectos. De niño yo era una porquería de tipo, un verdadero demonio con mi madre, un monstruo de exigencias y caprichos. En cambio salía a la calle y saludaba cumplidamente a las señoras del barrio: Buenos días, señora Lolita, Buenas tardes, señora Hortensia… No sería frecuente tanta amabilidad en un niño, porque las señoras me contestaban extasiadas por mi buena educación. Sólo mi madre me miraba con rencor y me decía: Hipócrita, si supieran lo demonio que eres… Esa dualidad de comportamiento me acompaña para siempre: puedo ser sumamente amable pero también sumamente torpe y descortés. Lo curioso es que me encanta ganarme el afecto de la gente, pero cuando ya los convencí y me dan muestras de que me quieren incondicionalmente, me alejo, no me gusta. A veces procuro luego equilibrar el trato, para que no se entusiasmen mucho pero tampoco me congelen para siempre, pero no siempre es oportuno, y así pierdo amigos.
El peor recuerdo de mi niñez gira en torno a la dura relación de mi madre con mi padre, cargada de improperios y rabietas olímpicas; pero también me duele todavía la soledad de mi madre. En vida de la abuela Concha, la casa siempre estaba llena. En vacaciones, venía tanta gente a visitarla de La Paz, incluso de Tarija, que la casa parecía un hospital. Qué hermosas navidades pasé por ese tiempo con mis primas hijas de mi tío Lalo, Charito, Maricarmen y Mapi. Escribí un cuento titulado El Péndulo sobre esos días felices. Lo mismo ocurría cuando llegaban las mellizas hijas de doña Elenita, hermana de mi tía Lola, la mamá de mis primas. O cuando llegaba mi tío Germán con sus tres hijos: Cristina, Germán y Manuel, el actual Papirri. O cuando jugaba con mi prima Carmela, la hija de mi tía Maruja, o cuando visitaba la casa de mi primo José Ernesto, hijo de mi tío Julio, hermano mayor de mi madre. O cuando vivió con nosotros mi prima María Eugenia, hija de mi tío Germán y de doña Berthita, una señora de Rurrenabaque. Pero cuando murió la abuela y ya nadie nos visitó, me dolía salir los domingos a la matinée, con mis amigos, porque mi madre se quedaba sola en la casa oscura y solariega.

Recuerdo que una tarde, cuando ya anochecía y yo volvía a casa luego de la matinée, mi mamá me esperaba al borde de la histeria. Qué le habría ocurrido que me pidió a gritos que la llevara a pasear a alguna parte, que no quería estar un minuto más en esa casa. Jugaba, me acuerdo, Bolívar con Oriente Petrolero una final en cancha neutral. No se me ocurrió otra cosa que llevarla al fútbol, y me tranquilicé al ver que de inmediato recuperó el ánimo y alentó a su equipo, pues hasta la muerte fue hincha del Bolívar, a diferencia de sus dos hermanos, o de su hijo Enrique, que eran estronguistas.

Mi madre era una mujer fuerte y no se amilanaba ante nadie. Recuerdo que años después la llevé a la misma final, con los mismos equipos, y mi madre alentó de tal manera al Bolívar, que al término del partido un muchacho de Santa Cruz, que se sentaba una fila abajo, se volvió y le tiró el almohadón a la cara. De inmediato vi el rostro del cambinga como puesto en trípode, cabalito para tirarle un célebre puñete que lo hizo rodar varias filas abajo. Fue un momento épico en el cual me sentí muy feliz.

Pero años antes, íbamos en un colectivo de la línea 3 hacia la Plaza 14 de septiembre cuando yo tuve un roce con el cobrador, que era un muchacho de mi edad. Cuando salía, el chofer se incorporó y me dio un sopapo. Ya iba a defenderme cuando mi madre se adelantó y le tiró tal puñete que el tipo se quedó mudo y luego le pidió perdón. Para defender a sus hijos, mi madre era una fiera.

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