lunes, 28 de septiembre de 2009

CÓMO DERRUYERON LA CASITA


Carmiña Nogales abraza a su mamá, Olguita Oviedo, en las gradas del kiosco de La Casita. Carmiña vivió un año con nosotros; estudió en el Colegio Irlandés. La foto debe ser del año 62, 63.
Un fantasma rondaba la Casita donde vivíamos: en 1961, cuando yo tenía 11 años, el arquitecto Jorge Urquidi hizo el plano regulador de la ciudad y mi casa resultó sobrepuesta a la actual Avenida Calancha, que es perpendicular a la avenida Humboldt. Así vivimos bajo la amenaza de demolición que al final se cumplió, pero cuando la Casita ya no era nuestra porque se la había comprado mi prima Teresa. Recuerdo que yo tenía pesadillas en las que veía a las palas mecánicas amarillas que aparecían y echaban los muros por tierra. Esta era una pesadilla recurrente. Años después pude visitar la casa cuando ya estaba abandonada, justo en vísperas de que la hicieran desaparecer para convertirla en avenida. Lo contaré después.

Antes, la casa había sido vendida. Mi abuela murió en 1959 y nosotros vivimos todavía hasta 1966 en la Casita, pero en 1964 se dio el golpe de Estado del general René Barrientos Ortuño, que echó del gobierno al MNR, partido al cual pertenecíamos desde su fundación. Mi madre no figura entre los fundadores tan sólo porque era mujer y porque entonces las mujeres no tenían derechos civiles, pero ella contaba que en su casa se celebraban las reuniones, como se repitieron semanas antes de la revolución del 52, pues en mi casa se reunían los conspiradores al amparo de mi madre y bajo la total ignorancia de mi padre, que en materia de política e historia era despistado, como que un día me dice: Vieras ese 21 de julio, qué terrible, había una balacera tremenda y no lo encontrábamos a tu hermano Enrique porque se había ido a combatir. Mi madre lo escuchaba y le decía: Zonzo, eso ha sido el 9 de abril. Tremenda confusión, casi como confundir la revolución francesa con la revolución rusa, pero así era el viejo.

Total, que en 1964 cayó el MNR y mi tío quedó sin trabajo. El general Barrientos lo quería mucho y le ofreció un empleo a su nivel, pues lo había conocido en Montevideo, cuando mi tío era embajador y Barrientos era candidato a Vicepresidente. Eso fue en 1963, pero un año después dio el golpe y se hizo de la Presidencia. Mi tío era firme en sus convicciones y prefirió dejar de trabajar a abjurar de su partido; desde entonces su casa pasó penurias, pues su esposa, Anita, tenía que solventar los gastos dando clases de guitarra a las mujeres más bellas de La Paz. Una vez al año daba un recital en el Teatro Municipal que se llamaba Guitarreando, y era un acontecimiento, no sólo por la calidad musical de la velada, sino por la belleza de sus alumnas.

Ellos tenían la costumbre europea y argentina de viajar en vacaciones. Como mi tío había quedado sin recursos, se hizo un préstamo para viajar a Santiago del Estero e hipotecó la casita. Luego no pudo pagar y tuvo que venderla. Mi prima Teresa había juntado sus pesitos y se la compró. A nosotros nos dio el tío unos pesos para que tomáramos un anticrético, y resultamos viviendo en unas medias aguas al fondo de la casa en construcción del tío Jorge Gumucio y de la tía Sofía Aguila. Era como mudarse de un palacio a un gallinero, signo de nuestra verdadera situación económica, sujeta únicamente al sueldo de militar de mi padre. La cosa podía haberme deprimido para siempre, pero encontré que allí, en la Villa Galindo, la vida era más animada. La Villa Montenegro era muy solitaria y mis amigos, muy apáticos. Cuando yo tomaba la guitarra y quería cantar algo, me hacían callar. Eran tipos muy desanimados, grandes amigos pero desprovistos de entusiasmo para nada. En cambio la Villa Galindo era un hervidero de jóvenes, entre ellos varios primos míos. Yo salía a la puerta de mi casa, encendía una fogata, mateaba como un gaucho y me ponía a cantar zambas argentinas. Por entonces éramos tan cojudos que ignorábamos deliberadamente la música nacional y preferíamos la música argentina, pero a tal grado que en el colegio, los compañeros me decían Tucumán, de bronca de escucharme esas zambas de Chango Rodríguez en las cuales se repite Tucumán hasta el asco. Así salía yo a cantar y de pronto la fogata se llenaba de muchachos curiosos, en especial unos primos míos, hijos del tío Hipólito, que eran menores que yo y muy sencillos, grandes tipos. Entre ellos recuerdo con especial cariño a mi primo Lalo, menor que yo, hoy militar y luego abogado, pero sobre todo un charanguista de lujo, dotado de un vozarrón que raja los focos. Yo sentía que Lalo me admiraba y no se perdía compás de lo que yo cantaba, aunque fueran zambas argentinas.

Al margen anoto que en mi curso apareció un compañero muy talentoso, Benjamín Gómez, quien luego armó la banda 50 de marzo, pionera del rock. Este Benjamín se hizo de la admiración del curso por sus canciones bolivianas. Mientras yo cojudo cantaba a Tucumán o quería gorjear Granada, de Agustín Lara, Benjamín cantaba una cueca picaresca que hacía las delicias hasta de los profesores: En mi casa voy notando / que las cuentas van sumando / la muchacha sustrayendo / mi mujer multiplicando / y mi suegra dividiendo / la paz del hogar de vez en cuando. / Ay, chicapushquita / pataj pollerita / ch’ica buena moza, vidita / k’aspichakisita. Como se dice, me hacía cagar en milagros.

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