lunes, 28 de septiembre de 2009

CÓMO ME SECUESTRÓ GARY ALARCÓN

Recuerdo que aquel 18 de agosto ya se sabía que el golpe estaba en marcha y que era de extrema derecha. Se convocó a una asamblea en el Aula Magna de Derecho y entonces vi que en la testera estaba un buen amigo de apellido Arze, quien había intervenido la FUL a nombre de la CUB, pero estaba flanqueado por paramilitares de la temible organización Fascista Legión Boliviana Social Nacionalista. Uno de ellos era Gary Alarcón. Nada más al verlo con su sonrisa socarrona y sus extraños ojos de camaleón, pedía y pedía la palabra, pero el amigo Arze no quería concedérmela. Entonces hice algo que marcó mi vida durante más de una década: me paré en una silla y grité a todo pulmón: ¡Alarcón al paredón! Los compañeros adoptaron el slogan y comenzaron a gritar a coro ¡Alarcón al paredón! ¡Alarcón al paredón! Así nos formamos en dos filas, bajando las gradas, para hacerle un callejón oscuro, como se decía, pero entonces el amigo Arze bajó despavorido y nos dijo que escapáramos porque los tipos estaban armados con metralletas. Nos hicimos gas y ni siquiera vimos cómo bajaban del Aula Magna.

Se dio el golpe y este Gary Alarcón, junto a su hermano Guido, eran líderes de uno de los grupos de paramilitares que actuaron; otro grupo se llamaba Célula Óscar Únzala de la Vega, de falangistas dirigidos por el paramilitar Mario Jordán, y por fin un tercer grupo, de militares, que se llamaba Célula Gral. Joaquín Zenteno Anaya. Entre los tres grupos cometieron mil atrocidades y cada uno de ellos tenía su propia prisión. Con el tiempo, llegué a caer en la prisión de Gary Alarcón.

Todo transcurrió como si no hubiera ocurrido el golpe, pues seguía trabajando aunque la universidad había sido clausurada, pero meses después se abrió y recurrí al director para que su hermano obispo mediara y pidiera garantías para volver a los estudios. El director me dijo que no había ningún problema y que me inscribiera nomás. Cuando fui a inscribirme, resulta que los encargados del registro eran puros paramilitares. Inocentemente me reenganché en Derecho y al poco tiempo convocaron a exámenes finales, o sea que el cierre no nos perjudicaba. Me presenté, recuerdo, al examen de Derecho Comercial, pero cuando salía, un par de paramilitares de Gary Alarcón se me acercaron y me ordenaron que los siguiera sin chistar. Traté de ganar tiempo pidiendo ir al baño y allí escribí rápidamente en un papel que Gary Alarcón me estaba secuestrando. A mi lado había un compañero de curso y le pasé el papel, pero hizo un escándalo de puro miedo de comprometerse. Hoy creo que es decano de Derecho de una universidad privada y apenas lo veo, pero quizá hasta hoy él también, como yo, recuerda ese momento infeliz en el cual no quiso darme una mano. Total, que me sacaron del baño, me metieron en un gangocho y me llevaron en un jeep para dar vueltas y vueltas, seguramente para que no supiera adónde me llevaban. Llegamos, ingresé a una casa y recuerdo que aterricé en una feroz patada, y entonces me dieron tal tunda que de puros nervios rompí las amarras y salí del gangocho. Me hice un ovillo y recuerdo que rezaba el Padre Nuestro mientras me golpeaban. Es curioso, pero en general los golpes no duelen mientras te los dan, seguramente por la adrenalina que segregas, pero luego sientes los efectos. Así me ocurrió porque me dieron duro y me encerraron en un placard. Allí estuve un tiempo indefinido hasta que llegó el propio Gary Alarcón a interrogarme. Alarcón recordaba muy bien aquella asamblea del 18 de agosto en la cual yo había instigado a los compañeros para que gritaran Alarcón al paredón. Así se complacía en preguntarme: ¿Cómo gritabas en la asamblea? Yo repetía y un cabrón desdentado me agarraba a patadas. Volvía a repetir y otro, a quien llamaban Atila, me daba golpes duros. Recuerdo que un puntazo que me dio el desdentado en el mero hígado me hizo trastabillar y temer por mi vida, porque fue un golpe muy fuerte, pero no se repitió.

El cabrón de Alarcón me preguntó luego quiénes gritaban junto a mí. Usé el viejo recurso de mencionar a quienes sabía que estaban a buen recaudo, en realidad puras intuiciones mías. Así íbamos registrando nombres y nombres, hasta que Alarcón me preguntó si también gritaba Jorge Núñez Vela, un compañero de curso de origen beniano o cruceño, un buen tipo. Le dije la verdad, que no tenía seguridad alguna de haberlo visto, pero entonces Alarcón ordenó que me refrescaran la memoria y volvió la andanada de golpes. Volvió a preguntarme y como me negaba a admitir, me cayó una nueva tunda, hasta que no pude más y grité: Sí, estaba, él también gritaba, Núñez Vela gritaba Alarcón al paredón.

Entonces registré la mayor de las humillaciones, muy superior a los golpes que me dieron: Alarcón ordenó que abrieran la puerta corrediza del ropero y entonces apareció Jorge Núñez Vela, que había escuchado toda la sesión. Alarcón le preguntó si él había gritado y Núñez Vela se negó y dijo que a Alarcón le constaba porque él se había parado a su lado. Alarcón me miró con su sonrisa de hiena y me dijo: Estás mintiendo, cabrón. ¿Por qué calumnias a tu compañero? Me consta que él estaba parado junto a mí y tengo seguridad de que no gritó. Eres un traidor con tus propios compañeros.

Me habían roto y el golpe fue increíblemente duro, pero luego se fue Alarcón con sus hombres y por un momento se me acercaron Núñez Vela y Betty Tames, dos presos como yo, y me dijeron que no me preocupara, que así hacían con todos, que incluso así había caído Betty, porque Alarcón detuvo primero a Núñez Vela y le obligó a citar a Betty en la Plazuela Cobija, muy cerca de donde estábamos, y de ese modo la detuvieron. Así nos rompían estos cabrones. Consigno sus nombres para que sepan con qué alimañas teníamos que lidiar entonces. Quizás la justicia no les cayó encima, pero al menos que conste quiénes eran: uno se llamaba Alberto Zeballos, desdentado y sucio, a quien le debo un puntazo en el hígado que me hizo temer por mi vida; a otro le llamaban Atila y una vez lo vi, ya en plena democracia, de vuelta en Cochabamba y ocupando una casa lujosa en la esquina Tumusla y Ecuador, en la Plazuela Cobija. Llevaba el cabello teñido y luego se perdió. Al otro lo llamaban Jack y su nombre verdadero es Alberto Montaño. Este trabajaba en la oficina de Espectáculos Públicos, de la Alcaldía, donde estuvo de jefe Gary Alarcón durante muchos años. Allí acomodó a muchos de sus esbirros. Este se jubiló y alguna vez vi en la calle Sucre, frente al cine Astor, su foto de familia: un patriarca con hijos y nietos que nos debe numerosas pateaduras, torturas y seguramente muertes.

A continuación pasaron horas y horas sin ningún ruido, pero luego se escucharon unos ronquidos. Abrí con cautela la puerta de mi ropero alojamiento, cuando vi a un muchacho que seguramente había salido la noche de vísperas en algún operativo y que dormía como un bendito. Salí con extremo cuidado, me acerqué y cuando despertó le rogué que me permitiera entrar al baño. En ese trayecto pasaron dos cosas importantes. La primera, que allí en la ventana del baño, que había sido velada con pintura blanca, había un pequeño punto que permitía ver la casa de enfrente, donde registré con una instantánea los adornos de un balcón. Memoricé la imagen y pensé a gran velocidad dónde había visto esas conchas marinas dibujadas en bajorrelieve. Vino en mi auxilio otra conjetura que hice en el ropero: que de rato en rato pasaba a buena velocidad un motorizado que sólo podía ser un colectivo. Pero ¿por dónde pasaba que no se detenía?
Tenía que ser por un lugar que no tuviera mucho tráfico. Entonces se me ocurrió que era por la calle Tumusla, y que era de la línea 4, que yo frecuentaba, de modo que ya tenía esa pista. De pronto, pero hablo de segundos, recordé que en ese balcón vivía mi prima Luli, hija de mi tío Julio, y entonces precisé que estaba en la esquina Tumusla y Reza.

Con ese dato retornaba al ropero cuando se me ocurrió acercarme a una baranda que permitía ver la planta baja. Un hombre dormía en el sofá y nada más al asomar yo la cabeza abrió los ojos y quedó petrificado: era mi amigo Edgar, a quien había conocido haciendo la Premilitar, en 1967. Aun más, él me siguió buscando porque yo tocaba guitarra. Cierta vez quería llevarle serenata a una dama muy guapa que vivía allí, en Villa Galindo, y era su chica. Hicimos hora en mi casa, tomando unos vinos, y luego nos fuimos nada más los dos a casa de la dama. Pronto escuchamos una orquesta que tocaba el Happy Birthday, y el sonido venía precisamente de esa casa. Allí en la calle oscura esperaba una vagoneta Chevrolet grande y fea, pero noté que allí estaba el chofer y que fumaba. Me le acerqué y le pregunté: ¿A qué hora se van, maestrito? Sin mirarme, contestó: Qué maestrito ni qué maestrito. Siga su camino, carajo. Mi amigo se había adelantado. Lo alcancé y le dije: Cuando grite vas a correr. Me di la vuelta y le dije: Andá a la mierda, cabrón hijo de puta. Y echamos a correr al trote. En eso escuchamos la puerta del vehículo, y cuando me volví para ver quién había salido, me sorprendió el fogonazo de un revólver. Ambos amigos nos pegamos a la pared y nos agachábamos, como nos habían instruido en la Premilitar, y las balas nos pasaron silbando. Dimos una gran vuelta por el barrio oscuro y volvimos cuando ya no había nadie. Dimos nuestra serenata y la dama nos abrió y nos recibió muy cariñosa. Entonces aclaró que la pretendía un tipo de apellido Baptista, y que el hombre que nos disparó era su hermano mayor, nada menos que Abraham Baptista, jefe de la temible policía política de entonces, a quien los narcotraficantes ejecutaron más tarde, cuando gobernaba Banzer. Esos eran mis lazos con el hombre que dormía la siesta en la prisión de Gary Alarcón.

Subió a verme, por supuesto, y me preguntó qué necesitaba. Era obvio que se había enganchado con Alarcón porque no conseguía trabajo, pues es y sigue siendo un buen hombre. Le pedí con urgencia un teléfono, llamé a casa y nadie me contestó, pero luego me comuniqué con alguien que no recuerdo, y pude decir que me había secuestrado Gary Alarcón y que estaba en una casa ubicada en la esquina Tumusla y Reza. Era la casa del general Ovando, ex Presidente, que había sido incautada y ocupada por los paramilitares de Alarcón.

Al anochecer me sacaron nuevamente del ropero y yo me apresté a recibir una nueva tunda, pero me esperaba un tipo que cumplía el consabido papel de quien se hace el buenito para convencerte y alternar con los matones. Éste me dijo que yo me dejaba engañar por los comunistas que se aprovechaban de mi edad. Luego apareció el propio Gary Alarcón y me habló en el mismo tono. Me preguntó si había comido algo y ordenó que me dieran un jarro de café con un pan. Luego me dictó una nota en la cual me comprometía a no seguir nunca más la prédica de los comunistas y a no meterme más en política, que redacté cumplidamente y la firmé de inmediato. Entonces me vendaron los ojos y me sacaron en camioneta hasta mi casa. Recuerdo que al llegar, el cabrón de Alarcón quiso cerciorarse de que era mi casa e ingresó a ella conmigo. Recuerdo que le acarició la mejilla a mi madre, le sonrió a mi padre y se fue con sus hombres.

Las cosas se habían desarrollado así: alguien avisó a la familia que me habían detenido y mi madre y mi mujer fueron a buscar al Prefecto y luego al jefe de la policía política, que era el temible Abraham Baptista. Éste se extrañó porque yo no figuraba en ninguna lista, cosa que era cierta, porque era muy joven e intrascendente como para figurar en una lista del gobierno. Mi único pecado era haber gritado Alarcón al paredón, o sea que mi secuestro era una venganza personal. Al parecer, Baptista lo increpó a Alarcón por tener sus propios presos y le ordenó que me pusiera en libertad. Por eso cambió de actitud en la hora previa a mi liberación.

En esos días de confusión y encierro, decidí consagrar mi tiempo a la lectura de la Biblioteca Espasa, una colección de 300 obras de literatura clásica que me había enviado mi hermano y que, después de treinta años, le devolví. Antes, en previsión de un allanamiento, habíamos fondeado en la casa de mi suegro los libros de marxismo que en su mayoría me había comprado no obstante mis escasos recursos, y entonces ya no obró en mí la advertencia de Konstantinov de que leería literatura burguesa.

Fue una fiesta y también una borrachera porque pasaba tantas horas leyendo y saltando de un libro al otro que pronto se me hicieron una confusión y quizá hasta hoy todavía confundo unos personajes y textos con otros. A tal extremo llegó esa trama intertextual que me asusté y decidí no leer más. Creo que esas fueron horas serenas e inolvidables porque yo me limitaba a mirar por la ventana de mi escritorio y seguir el contorno de la cordillera del Tunari para luego reconstruirlo con los ojos cerrados. Quizá hasta hoy podría dibujarlo de memoria, con cumbres y abismos.

Pero no todo era serenidad porque me asaltaba una pesadilla recurrente: cada vez que pasaba un carro mientras dormía, esperaba que se abrieran y cerraran con violencia todas sus puertas, porque ese es el estilo de los esbirros que allanan una casa, que todos salen al mismo tiempo y sin mayores cortesías. Al mismo tiempo, al ruido de los carros yo superponía la imagen del carro fúnebre de Drácula, tantas veces visto en el cine, y claro, despertaba sudando frío.

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