domingo, 27 de septiembre de 2009

CON LA BOLSA A CUESTAS

Me quedan algunas bolsas a dos cuadras de este nuevo cubículo que conseguí en un segundo piso, encima de otro peor que ocupé hace dos años. Recuerdo la cara del dueño de casa cuando le dije que me mudaba, porque apenas habían transcurrido dos meses del contrato de un año que hicimos, pero más aún revivo mi propio rostro de hace dos semanas, cuando volví a verlo para pedir que nuevamente confiara en mí. Felizmente nos reímos juntos y acabé acá, donde escribo, entre ominosas bolsas que contienen libros y estantes de fierro con las patas arriba, los más maltrechos luego de tantos traslados.

Este es mi domicilio número 69 y lo ocupo a mis 56 años y algunos meses. Lo rumié una vez más anoche, cuando caminaba bajo el peso de una bolsa, seguido por las miradas de la dueña de la tienda y de su esposo, que abren y miran al vecindario hasta tarde. Trasladarse, en mi caso, no es una maldición, es un destino. Destino de linyera, de clochard, de buscón, de Diógenes, de vago de la legua. Cada vez tengo menos cosas porque en cada traslado boto las inútiles, aunque sospecho que nada hay útil ni importante en esta vida sino la vida misma. ¿Qué jerarquía pueden tener mis trastos, incluidos mis libros, comparados con las bolsas que acarrea esa mendiga afanosa con quien me topo en la plazuela Cobija cuando salgo en bicicleta? Se me viene a la memoria la imagen del loquito de Chacapata, loco de desvelados ojos claros que se llenaba los bolsillos y luego los resquicios de la ropa con cientos de bolsas de plástico. ¿Era acaso un genio de la mudanza? ¿Un santo patrono de los traslados?

Dije Diógenes porque sospecho que acabaré viviendo en un wirki, que es la forma local de nombrar una tinaja; y acaso el wirki me parezca inútil en mi hora postrera, cuando disfrute del gozo ancestral de echarse en la hierba, en el piso duro de tierra sin barrer.

Rumiando mientras cargaba una bolsa de trastos pensé que una buenísima orden cruel sería decir: Vaya usted a barrer el desierto y no regrese hasta dejarlo limpio de arena. O, en su versión nacional: Andate a la mierda o a barrer el salar de Uyuni, tú escoges. Variantes pueden ser mandar a barrer la playa o el altiplano; igual que mandar a ver si está lloviendo en la esquina.

De madrugada, cuando me levanto, disfruto del dolorcillo en los músculos y en la planta de los pies, acaso porque me remiten a mi forma preferida de tortura: cargar bolsas y trasladarme de domicilio. Los ricos jamás hacen un esfuerzo útil, pero abundan en esfuerzos inútiles. No levantan pesos sino pesas; no caminan, hacen footing; no corren, hacen jogging; no traspiran si no hacen deporte; y, cumplido el esfuerzo inútil, se duchan, visten bien, calzan zapatos que sólo pisan aceleradores o alfombras y evitan caminar usando coches propios, taxis, de ninguna manera transportes colectivos como no sean aviones. Leí alguna vez que sólo los pobres exhiben sus miserias en los traslados. Yo me complazco en interceptar la mirada burlona de los vecinos. ¿Por qué lleva sus cosas como una hormiga? ¿Por tacaño? ¿No le alcanza para contratar un servicio de traslados? ¿Qué lleva en esas bolsas horribles? ¿Por qué carga tantas bolsas? ¿Por qué no suena lo que lleva en su interior?

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