lunes, 28 de septiembre de 2009

CRETINISMO CLERICAL


Carmelita en su casa de la Urbanización El Castillo en un día feliz.
Ya creciditos y a punto de salir bachilleres, el curso se había dividido en dos barrios: el que daba a la entrada era el más claro y estaba poblado por los compañeros más pudientes y “de las mejores familias”. Muchos de ellos habían sido mis amigos desde la primaria, pero yo decidí trasladarme al rincón más oscuro, donde uno podía encontrar cualquier apellido extraño. Los primeros, los más pijos, eran miembros de una Fraternidad, la pasaban bomba en los carnavales y tenían enamoradas. Se citaban para llevarlas los domingos a la matinée, y el lunes comentaban cuántas veces las habían besado, y discutían y hacían una especie de competencia. Yo me sentía un tanto superior porque había tenido hasta entonces experiencias eróticas equívocas, que se resolvían en pura franela. Recuerdo en especial a una mujer mayor que yo, comadre de mi mamá, guapa a tal punto que nos parecía una versión de Jackeline Kennedy, que estaba de moda incluso por sus rodillas cuadradas, que los modistos destacaban porque quedaban muy bien con minifalda. Ella tenía un hijo bebé y una noche que estábamos de visita con mi mami me pidió que la ayudara a acostarlo subiendo a su dormitorio en el segundo piso. Abrí las cobijas de la cama y ella se agachó para acomodar al niño. Entonces sentiría que yo estaba detrás de ella y me aprisionó contra la pared con sus generosas nalgas, y antes que yo reaccionara me dijo ¿Cuándo vas a crecer? A poco me di modos para hacer una cita con ella para el día siguiente por la tarde, me falté del colegio y deambulé esperando la hora, y cuando le toqué el timbre no me abrió, no me atendió nadie. Así se frustró una aventura que me tuvo en vilo toda la tarde.
Días después me di modos para besarla, para estrujarla contra la pared, incluso para acariciarle el pubis por encima de la falda, maniobras que ella soportaba con una sonrisa de indulgencia; pero una vez que hablaba por teléfono y aproveché para llevar su mano a mi miembro, que lo tenía al aire, se volvió y me dio un sopapo.
Experiencias más concretas había tenido con Shirley. Esos sí que eran franeleos y metidas de mano sin cuento, pero cuando cierta vez logré llevarla a mi casa tuve un fiasco que luego contaré.
En los carnavales llenábamos la piscina de casa con agua y capturábamos a las muchachas que pasaban por la calle; entonces yo aprovechaba para tomarlas por la espalda y acariciarles los senos, y juraba que nadie se daba cuenta, pero hace poco alguien se acordó precisamente de ese detalle. A eso se reducían mis aventuras, sin una relación sexual en regla, pero me bastaban para sentirme superior a los amigos pijos del curso. Éstos se citaban ruidosamente para los sábados por la noche y anunciaban su intención de irse de putas. Luego el lunes comentaban entre risas sus polvos, mientras el resto del curso los mirábamos con envidia y en silencio.
Con esas experiencias, era de lo más anacrónico escuchar las clases de Apologética, un engendro teológico que debíamos zamparnos porque el colegio era católico y quería probar con la razón la existencia de Dios en una versión sobada y triste de la teología tomística. Un tercer nos enseñaba sandeces, y cuando llegó el turno de referirse a Darwin, recuerdo que nos dijo: Los que creen que descendemos de los monos son hijos de mona. Textual. ¡Hazme fabrón cabor! Y un cuarto cura, que venía al curso a distraernos cuando algún otro profesor se faltaba, nos decía que el diablo existía y que era fácil reconocerlo, porque al tiro se le notaban las pezuñas. Bizarra teoría lombrosiana para las criaturas del Más Allá. Este cura, que ya era anciano, se dio a llamarnos uno por uno para decirnos cómo debían ser nuestras firmas. Por supuesto que todas se parecían y tenían el estilo de las firmas de curas, al punto que sólo les faltaba una cruz o alguna sigla de su Orden. No sé si mis compañeros firman como les dijo el cura, pero sé al menos de dos que nos rebelamos: mi amigo Luis hasta hoy escribe simplemente nombre y apellido de derecha a izquierda, al revés, y yo hago una especie de electrocardiograma que me criticó duramente el cura, pero hasta hoy lo mantengo como mi firma oficial. Y vaya que he firmado documentos importantes con ese diagrama.
Sobre mi vida erótica de entonces debo añadir algunas precisiones: como invadían nuestro tiempo y nunca nos dejaban solos, me bastaba sentirme solo para sentir una excitación irrefrenable, que ahora ya no la siento, y es una pena. Mi madre, como todas las madres de entonces, cooperaba de muy buen grado con ese control clerical. Si por algún motivo me mantenía en silencio, me decía: Ramón, qué avería estarás haciendo. Yo tendría catorce años y leía Lolita, de Nabokov, para excitarme. De pronto sentía los pasos sigilosos de mi madre, siempre dispuesta a sorprenderme, y entonces guardaba presuroso el libro en un cajón del escritorio, y tomaba el policopiado de Geografía. Desde entonces me quedó la costumbre de no señalar donde me quedo, sino recordar el número de página.
Ah, los reproches contra los curas eran inagotables. Es que eran franquistas y ejercían la misma política del Generalísimo para controlar a su pueblo estudiantil: invadir cada resquicio de nuestro tiempo libre con ceremonias religiosas.
A la caída del Generalísimo era demasiado evidente el uso que hizo de curas y monjas como los ojos de un dios omnisciente que se colaba en el último resquicio de la vida privada con fines de control político. Una estética ramplona, corcha y trasnochada tenía sus principales exponentes en Joselito, Marisol y Pablito Calvo, el protagonista de Marcelino Pan y Vino, ese film delicuescente y dulzón al borde del coma diabético que los curas nos refregaban como la quintaesencia del séptimo arte: haber visto a Dios.

Como esos curas eran no sólo españoles sino también franquistas, se solazaban invadiendo el último resquicio de nuestra intimidad de adolescentes. Para empezar, no teníamos un solo día de la semana, ni siquiera el domingo, para quedarnos hasta tarde en cama, con lo delicioso que es dormir cuando se es joven. Los sábados había clases igual que los cinco días anteriores, y el domingo teníamos obligación de vestir traje y corbata y asistir a la misa, que era obligatoria pues el cura tomaba lista.
La confesión era un rito colectivo y también obligatorio. De pronto nos convocaban a la capilla y teníamos que confesarnos todos para comulgar al día siguiente. Ay del que no comulgaba, porque su omisión era captada de inmediato por el cura, que no era propiamente un director espiritual sino un inquisidor, y entonces comenzaban los interrogatorios más acosadores e incómodos. La única arma para zafarse de ellos era la simulación: si no habíamos comulgado era sólo por el descuido de no estar en ayunas, pero jamás se nos hubiera ocurrido confesar los tocamientos que de pronto nos provocaba aquello que los curas llamaban poluciones nocturnas. ¡Y la mar de paja que nos hacíamos!
Asistir a un colegio de un solo género es la cosa más malsana que he vivido, a tal punto que me ha costado años de reeducación aceptar a las mujeres como amigas y no como posibles monturas. En esa frecuentación de jóvenes de tu sexo, bastaba ver a una mujer para querer cogérsela, lo cual nos llevó a protagonizar los papelones más inconfesables, aunque algunas veces surtía. Pero algo más: teníamos un compañero italiano de rostro sonrosado y sonrisa femenina, y resolvimos que era mujer y se llamaba Rosita, y le hablábamos las cosas más estúpidas y provocativas. No supe más de él, pero era un muchacho inteligente y seguro que reaccionó bien, a juzgar por una salida suya: cierta vez yo lo molestaba como si se llamara Rosita, y me dio una respuesta inesperada: me llamó maula. Claro, maula porque me resistía a hacer gimnasia, porque era abúlico, porque no participaba en los esfuerzos físicos de mis compañeros. Con eso me sosegó para siempre.
Aun así, los curas no saben, ni se imaginan siquiera, dónde radica el erotismo. Este fue mi caso, que paso a contar. Un buen día leía el Pato Donald y se registró una escena inquietante: por un descuido, Donald le quema la cola a la Pata Daisy, que arranca despavorida en busca de un charco de agua y apaga allí el incendio. Luego muestra la cola humeante y chamuscada en primerísimo plano y dice: Donald, mira lo que me hiciste. No necesité sustituir la imagen de la Pata por la de Brigitte Bardot para sentir un ataque de la excitación más irredenta, que acabó naturalmente en una enérgica masturbación. Nadie sospecharía jamás que esa historieta infantil se convirtiera en un estímulo para mi yo rijoso más útil que Playboy, Hustler, Penthouse u otra revista de mujeres desnudas.
En resumen, puedo decir que nada de lo que aprendí en doce años de colegio me sirvió en la vida, con excepción de las primeras letras y las operaciones de aritmética. Todo lo demás tuve que fabricármelo de cero a partir de mi ingreso a la universidad.

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