lunes, 28 de septiembre de 2009

CRISIS DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Un día me visitó mi buen amigo Carlos Quiroga Rocha para advertirme que se vencía el plazo para presentar solicitudes de defensa de la tesis de grado. Lo buscamos a José Nogales Nogales, Chechi Nogales, y juntos presentamos las solicitudes. Habían pasado dos años desde mi egreso y yo me resistía a cumplir mi propósito inicial, de enfocar el tema de la rearticulación de la economía agraria tras la Reforma de 1953, que había sido el tema de mi cuento El Padrino. No eran tiempos propicios para abordar temas sociales y entonces escogí algo que me pareció lo más alejado de la problemática boliviana, incluso latinoamericana: la crisis de la Civilización Occidental. En eso me guió la lectura de Hombres y Engranajes, y de Uno y el Universo, ambas obras de Ernesto Sábato. Hice pues un esquema, lo presenté y lo aprobaron. Entonces decidí estudiar a los filósofos de la Escuela de Frankfurt, mientras, por otro lado, me seducía cada vez más la obra de Albert Camus, en especial la lectura de El Hombre Rebelde, que me marcó para siempre. Para mi sorpresa, era fácil conseguir libros de Marcuse, de Horkheimer, de Teodoro W.Adorno (tocayo del gato de Cortázar, je), y de otros autores a quienes conocí gracias a la lectura de El Hombre Unidimensional, de Marcuse, particularmente los pioneros que releyeron el legado de Marx y de Freud, marxismo y psicoanálisis.

Escogí como tutor a un catedrático de Criminología, viejo amigo, debido a que algo me decía que sólo él conocía la Escuela de Frankfurt, y entonces era mejor tomar el toro por las astas.

Cuando inicié mis reuniones con él, para mi sorpresa no conocía nada de la bendita Escuela. Yo le llevaba los primeros esbozos de mi tesis y él me daba consejos oportunos. En principio notó que yo hablaba indistintamente de cultura y de civilización, y entonces me preguntó qué querían decir esas palabras. ¡Menudo problema! Otro favor que le debo se originó en su percepción sobre la falta de capacidad de los alumnos para formular conceptos, no importa que fueran equivocados. Me decía que se iban por las ramas o daban ejemplos, sin atreverse a definir en abstracto lo que se les preguntaba. “Cultura es, porjemplo…”. Ese fue un consejo que hasta hoy me sirve y procuro repetirlo a mis ocasionales alumnos.

Cuando resumí las críticas de Marcuse sobre el Sistema en un capítulo que titulé “Crítica de la Sociedad Capitalista”, mi tutor me dijo que lo que yo había escrito parecía una lagua espesa en la cual una cuchara se paraba sin esfuerzo. Al mismo tiempo me pedía que pusiera los pies en la tierra y apuntara a algo concreto. ¡Menuda lección! Yo intuía a dónde quería llegar, pero todavía no hallaba el camino. Esta es otra lección que no me abandonó jamás, en especial cuando escribo mis columnas periodísticas, pero incluso en mis narraciones: buscar la claridad, la nitidez, uno de mis mayores y más difíciles empeños.

Mi examen de tesis parecía una conferencia, porque los miembros del jurado no conocían el tema y me hacían preguntas por curiosidad, que yo desarrollaba con aplomo. Al final, me dieron la nota más alta de todo el sistema universitario, e incluso se olvidaron ponderarla, de modo que tenía 95 sobre 100, esto porque uno de ellos no quiso calificarme 100 y me quitó unos puntos. Mi tutor mocionó que se me diera una mención, y que se recomendara la publicación de la tesis. De ese modo culminó exitosamente la redacción, gracias a sus consejos. Por eso puedo decir su nombre: es el Dr. Alberto Quiroga García, el Gordo Quiroga, viejo y noble amigo.

Recuerdo que yo escribía mi tesis en la Plazuela Virrey Toledo, a media cuadra de mi casa en Villa Galindo. Me sentaba en el césped, apoyado a un árbol, con los libros de Marcuse alrededor, y redactaba en un cuaderno, con una pluma fuente de tinta color sepia. Un día, mientras almorzaba, descubrí que había olvidado el cuaderno en la plazuela. Fui a buscarlo y no encontré nada. Era una tragedia, porque había terminado de sintetizar un tema arduo, que me tomaría semanas en volver a hacerlo. Para colmo no había puesto mi nombre ni señal alguna en el cuaderno, pues en esos días aciagos de la dictadura era peligroso poner tu nombre en un libro. Por cualquiera de esos pretextos podían acusarte de extremista.

Para mi sorpresa, un muchacho del barrio tocó el timbre de mi casa, salí y me preguntó si el cuaderno que me mostraba era mío. ¡Era mi cuaderno! Le pregunté cómo se le había ocurrido que era mío y me dijo: Es que tú eres el único en el barrio que escribe. Quizá no era el único, pero me conmovió que mis vecinos tuvieran conciencia de mi oficio. Yo no lo vislumbraba con tanta claridad, pero ellos ya lo habían detectado.

Mi hermano se llevó la tesis a La Paz, la hizo copiar de nuevo y la presentó al concurso Franz Tamayo, convocado por la Alcaldía de La Paz para conmemorar el Sesquicentenario. Gané el concurso que se llamaba pomposamente “Gran Premio Nacional del Sesquicentenario”, y cuando la obra se publicó, merecí un comentario de Augusto Céspedes que quisiera transcribir para que no se pierda. Ahí va.

(COPIAR EL ARTÍCULO DE CÉSPEDES)

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