lunes, 28 de septiembre de 2009

EL INOLVIDABLE SIXTO




El niño de la izquierda es, al parecer, Sixto, mi padre. La abuela Vicenta Vergara Chávez, según mi papá, era de origen tucumano.Tenía letra muy cuidada. Murió casi 2 décadas antes de mi nacimiento, durante la guerra del Chaco.
En este punto quiero que entre en escena mi padre, Sixto Rocha Vergara. Su vida me duele más que su muerte. Lo persiguió desde chico eso que René Zavaleta llamaba La Musa de la Mala Pata. Hace poco me sobrecogió una ceremonia en la cual vi en toda su magnitud el drama que vivió junto a mi madre. Se trataba de una terapia que llaman constelación familiar. La busqué porque me angustiaba un mensaje que al parecer me hizo mi madre cinco años después de su muerte. Yo conservo un altarcito con las fotos de mis mayores, todos difuntos, entre los cuales se entremezclan almas benditas como la de Antonio José de Sucre, de Julio Cortázar, de José Martí, del Che, de Alfredo Medrano, de don Franklin Anaya y últimamente de Emilio Lanza. Entre las fotos había una que logré ampliar, y que muestra a mis padres en Riberalta, él con uniforme de gala, guerra blanca, y ella luciendo el sexto mes de embarazo. Allí en su vientre estoy yo, a tres meses de mi nacimiento. A principios del 2008 les puse una vela, usualmente bien encajada en un candelero, pero inexplicablemente la vela cedió y se inclinó hacia la fotografía. Cuando la vi, no se había apagado y sólo consumía la imagen de mi madre, que se esfumó de la fotografía dejando un ominoso rombo oscuro. Me pareció un mensaje de mi madre que no supe descifrar y entonces acudí a la constelación familiar. Se trata de una terapia de grupo en la cual los participantes asumen papeles de otros. Así una mujer escogida por mí representó a mi madre, y otra mujer, a mi padre, y otra persona a mí. Carmencita, la conductora, me preguntó si tenía hermanos muertos y entonces me acordé que mi madre perdió seis hijos y tuvo sólo dos: mi hermano Enrique y yo. Decía mi madre que después de mí tuvo gemelos, que igual murieron. Seis personas entre los asistentes representaron a los seis hermanos muertos, todos varones, y se recostaron en el piso. Luego Carmencita me preguntó si mi padre había ido a la guerra. Eso aumentaba la presencia de la muerte alrededor de la pareja. O sea que mi madre y mi padre vivían rodeados por los fantasmas de seis hijos muertos, a los cuales había que agregar dos hijas extras que tuvo mi padre y que también murieron. Demasiada muerte junta en la memoria de una familia. Con todo, uno de los circunstantes representó a la vida, y cuando me puse enfrente, resulta que a la vida le dio un ataque de risa tan contagiosa que los seis que yacían en el piso, representando a mis hermanos muertos, comenzaron a desternillarse de la risa. Carmencita me dijo que esa era una buena señal, que pese a tanta muerte yo acataba a la vida y tenía muy buena relación con ella. ¡Cómo no!, pensé recordando las circunstancias de mi nacimiento, que contaré más adelante.
Mi padre se llamaba Sixto César Rocha Vergara. Era hijo de José Rocha Chávez y de Vicenta Vergara, al parecer de ascendencia tucumana. José Rocha era hijo del coronel José Rocha Rodríguez, autor de los planos de la Catedral de La Paz, tal como consta en el Libro del Cuarto Centenario de la fundación de esa ciudad, donde dice que viajó al Vaticano con una suscripción del presidente Aniceto Arce, y que allí hizo visar los planos con el Conde Vespigniani, arquitecto oficial del Sumo Pontífice, quien corrigió ligeramente los planos que al final sirvieron para construir la Catedral actual. El comentario marginal es que no hay ni un callejón meado en La Paz que lleve el nombre del coronel José Rocha Rodríguez, mi bisabuelo; y adicionalmente, él fundó un linaje militar que dio carne de cañón a tres guerras, pues él asistió a la guerra del Pacífico; sus hijos, también militares, fueron a la guerra del Acre, y mi padre y sus dos hermanos, Jorge y Luis, todos militares, fueron a la guerra del Chaco.
El abuelo José tenía una herrería en la calle Oruro esquina Murillo, en una vieja casa que al parecer inspiró a Jaime Saenz para escribir Los Cuartos, un libro de relatos. En la herrería del abuelo se construyeron las verjas de las casas modernas del Centenario de la República, pues en 1925, el presidente Bautista Saavedra alentó la construcción de esas casas en Sopocachi, una zona agrícola que se convirtió en barrio residencial. Mi padre decía que el abuelo José tenía allí numerosas chacras, y que todavía se pueden reconocer algunas verjas que él hizo, como la que circunda la plaza de Obrajes, donde hay un monumento a la Loba que amamantó a Rómulo y Remo.
El tío Jorge, hermano de mi padre, tuvo un hijo, a quien le decimos el Pili Rocha. El Pili contaba, si vamos a creerle, que el abuelo se costeaba viajes a Europa en barco, que viajaba junto a la abuela y que en tercera clase se llevaba tres putas chilenas para pasar la travesía, las cuales se perdían luego en las calles de París. En uno de esos viajes, que resultó el último, dejó un poder general a su abogado, y volvió a morir. El abogado aprovechó para quedarse con todos los bienes del abuelo. Años después, la abuela Vicente vivía sola, porque sus tres hijos habían ido a la guerra, y allí la sorprendió la muerte. Cuando regresaron los hermanos, se encontraron con que habían sido despojados de toda su heredad.
Mi padre tuvo un talento temprano para la música y tocaba piano. Pero cierta vez vio que el abuelo José agredía a la abuela Vicenta y se interpuso. El abuelo lo castigó enviándolo al Colegio Militar, que por entonces funcionaba en lo que hoy es la Universidad de San Andrés. Detrás del monoblock todavía se reconoce el viejo edificio militar. Allí mi padre fue un cadete distinguido por el comandante Hans Kundt. Dicen que era un gran atleta y que inventó La Vuelta del Cóndor, una serie de acrobacias que culminaban en lo alto de un mástil, simulando con una plancha la bandera boliviana.
Quizá tuvo una afición temprana a la bebida, porque mi padre contaba que se recogía tarde al Colegio Militar y que trepaba las paredes hasta su habitación como una lagartija. Cierta vez lo quiso castigar el coronel Melitón Brito y para ello desenvainó la espada, con intenciones de darle un planazo. Mi padre recordaba que le dijo: Mi coronel, la espada se ha hecho para defender a la patria, no para humillar a un subalterno. Y le dio un puñete, y luego se atrincheró en el calabozo para que no lo masacren.
Qué influencias tendría que no lo dieron de baja. Ya era oficial cuando conoció a mi madre. Al parecer estaba destinado en el regimiento asentado en el distrito minero de Coro Coro, departamento de La Paz, donde era corregidor, o jefe de policía, mi tío Rafael, hermano de mi madre. Por entonces, mi madre tendría nada más catorce años y fue a visitar a su hermano. Se conoció con mi padre e inició un romance del cual habrían perdido un hijo antes que naciera mi hermano Enrique justo el 6 de junio de 1932, dos días después de que estalló la guerra del Chaco. Mi padre fue movilizado o ya se encontraba en el Chaco, como teniente, y permaneció en el frente los tres años de la guerra, con excepción de una temporada en el hospital de Villamontes, a raíz de una herida. Esa estancia en el hospital le complicó la vida, porque se enamoró de una enfermera de apellido Vargas, y cuando lo dieron de alta y volvió al frente, para volver a hacerse cargo del mando de su Compañía, ocurrió algo insólito. Contaba mi padre que ingresó a su tienda de campaña, cuando vio a un soldado lampiño allí adentro. Pronto se dio cuenta de que era la enfermera, que lo había seguido al frente disfrazada de soldado. El viejo agregaba, muy divertido, que aquella noche tuvo que montar guardia y defender el honor de su dama metralleta en mano contra sus propios soldados que habrían olido a hembra. Amaneció y la evacuó, como se dice, a La Paz, encomendándola al cuidado de su madre, la abuela Vicenta. Probablemente ya estaba embarazada porque nació mi hermana Lenny.
Dije que mi padre permaneció en el frente los tres años de la guerra, y al final dirigió los trabajos de fortificación de Villa Montes, que detuvieron la ofensiva de los paraguayos, al punto que mereció una felicitación del Alto Mando. El día del cese de fuego, ambas tropas salieron de sus trincheras y se confundieron en un abrazo. Mi padre recordaba que había colgado su hamaca a la sombra de un quebracho, y que durmió una siesta después de tres años de sobresaltos, incluida la última mañana en la cual ambos ejércitos trataban de agotar el parque con furiosas descargas de fusilería que cobraron muchas víctimas.
Ya se aprestaba a retornar a La Paz, cuando apareció el inefable coronel Melitón Brito, aquel que quiso vejarlo con el sable de la patria en el Colegio Militar, y para joderlo, lo nombró comandante de la zona de operaciones para que se quedara un año más a recoger el parque no utilizado. Mi padre le dijo entonces una frase histórica: Mi coronel, usted es el anhídrido carbónico que envenena mi vida. Esa misma noche, tomaba unos alcoholes con su tropa, cosa prohibida pero corriente, cuando reapareció Brito y aprovechó el incidente para hacerlo dar de baja. Entonces comenzaron las desgracias de mi padre. Para empezar, su madre había muerto en La Paz mientras se desarrollaba la guerra, y mi madre estaba muy resentida porque la abuela Vicenta había acogido a la enfermera que fue enviada por mi padre. Qué pasaría, que a su retorno la enfermera volvió a embarazarse, y nació mi hermana Brenda; y luego mi padre, seguramente al enterarse de que había sido despojado de todos sus bienes heredados, se fue a Sucre. Allí trabajó de amanuense, porque no sabía otra cosa que ser militar. Entonces la enfermera tuvo mellizas o gemelas que murieron al nacer junto con la madre. Tiempo después, mi padre deambulaba las calles sin saber qué hacer con sus dos hijas, Lenny y Brenda. A esta última se la encomendó a un hermano suyo, hijo del abuelo José al parecer no reconocido, que apellidaba Ordóñez. Emilio Ordóñez se casó con una inglesa de apellido Madison y criaron a mi hermana Brenda con esmero. Hasta ahora lleva el apellido Ordóñez y cuenta que sufrió un soponcio cuando se enteró de que su verdadero padre era mi padre. Cuando la conocí, muchos años después, tenía un parecido inconfundible con mi padre, aunque la buena crianza la hacía más fina y cuidada que Lenny, su hermana mayor. Llevaba en la cartera el recorte de una columna mía, y me contó que la mostraba a sus amigos identificándome como su hermano menor.
Por entonces, mi hermano Enrique crecía al cuidado de sus tíos maternos, que eran como sus padres. Germán ya era diputado y la familia Monroy vivía en la bonanza, cuando un buen día, a la salida del Congreso, se le aproximó mi padre, muy venido a menos. No bien llegó a la casa, mi tío Germán tocó el timbre de su estudio, señal de que precisaba algo urgente. Mi madre trabajaba por entonces como su secretaria encargada de clasificar la información de los periódicos, oficio en el cual se desempeñaba tan bien que hasta sus últimos días tenía la costumbre de estar bien informada. Mi tío le anunció que había invitado a almorzar a mi padre, y luego le exigió que se casara con él. De ese modo nací yo, y suelo decir en broma que mi hermano es hijo de otro matrimonio, pero entre los mismos contrayentes, mis padres.

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