domingo, 27 de septiembre de 2009

EL LEGADO DE MIS CUMPAS

El Wawa me enseñó cosas inolvidables que nunca más dejé de practicar. No eran hábitos políticos ni consignas ni discursos, sino actitudes como la de alzar la garrafa, cargar los fardos más pesados, lavar los platos, brindarse a cualquier esfuerzo, estar siempre listo a servir, ser voluntario antes que otro compañero, anticiparse a cualquier servicio. Esa fue para mí una escuela inolvidable porque venía de haber sido criado con costumbres de niño rico, de hijo único, y hasta ahora, cuando lavo mi ropa o cocino o lavo los platos o ayudo a llevar una garrafa o soy el primero en ir a la tienda, me acuerdo de mi amigo Wawa. Los Martínez eran hijos de don Eloy, un ingeniero que educó ingenieros a todos sus hijos en Alemania. Uno de ellos se casó allí, volvió con su esposa a conocer a la familia Martínez, estuvo un tiempo, retornó a Alemania y la próxima vez que tuvieron noticia de ella fue cuando salió su fotografía en la prensa, porque era Tania, la guerrillera, y la habían matado en la guerrilla del Che, en el Vado del Yeso.

Como el 79 era año de elecciones, salíamos a pintar con Yolita, mi esposa, y los compañeros hasta muy entrada la noche, y volvíamos helados de frío. Una noche de junio particularmente helada, los compañeros dejaron todos los potes de pintura en mi patio y se fueron. Nos acostamos con mucho frío y dormimos casi hasta el mediodía. Nos visitaban de vacaciones mis dos hijos mayores, Ariel y Manuel, de 9 y 7 años. Cuando me levanté no podía creer lo que habían hecho: tomaron la pintura, vieron las siglas y consignas de los afiches, y pintaron todo el muro interior del patio. Me quedé helado pensando en cuánta plata necesitaríamos para borrar todo aquello, pero afortunadamente la dueña de casa, Silvia Mercedes, era camarada y festejó la ocurrencia y todo quedó en una travesura inolvidable.

Una noche insté a mis compañeros a pintar las siglas del MIR en un gigantesco tanque de agua que dominaba la ciudad desde una colina. Subimos de noche allí armados de unas cañahuecas largas que tenían amarrada una brocha en la punta. Era ridículo pintar con eso porque apenas trazaba una lengua de gato, y teníamos que hacer unas letras con un ancho de línea de un metro. Así y todo terminamos la hazaña como en cinco horas. Al amanecer salí al patio a ver y el resultado era magnífico, porque la sigla dominaba la ciudad.

Faltaban pocos días para el día de elecciones y yo me levantaba cada madrugada a ver si las letras seguían. Llegó el día, me levanté y casi me caigo de espaldas, porque los del MNR le habían agregado una línea oblicua y ya no decía MIR sino MNR. Como que ellos ganaron las elecciones en Oruro. Siles Zuazo tenía apoyo fundamentalmente en La Paz, como que así ganó las elecciones del 79 y del 80, y cuando fue Presidente en 1982 eso lo perjudicó, porque tenía el poder ejecutivo, pero el Legislativo, particularmente el Senado, le era adverso y trabó toda su obra de gobierno, al punto de obligarlo a acortar su mandato un año, de modo que sólo gobernó tres años y convocó a elecciones generales.

Pero aquel 1979 ocurrieron algunas aventuras más, una de ellas peligrosa, casi letal. Ocurre que salimos a pintar y nos fuimos hacia el Politécnico, que quedaba al norte de la ciudad en unas calles oscuras. Poco antes habían pasado por allí los de ADN, que propugnaban la candidatura del ex dictador Hugo Banzer Suárez y habían dejado profusas pintas y afiches pegados. Nos dimos a la tarea de borrar la pintura fresca y de despegar los afiches cuando vimos que una camioneta se aproximaba lentamente, y que de ella bajaron unos tipos. Enseguida reconocimos a los matones de ADN, entre ellos un par de argentinos que portaban cadenas y que luego serían torturadores tras el golpe de García Meza un año después, en 1980. Mis compañeros eran jóvenes y petisos, al punto que yo parecía el matón del grupo. Me habían dado una pistolita calibre 22 y la empuñaba en el bolsillo de la chamarra, pero la amenaza era muy seria. Para colmo apareció otra camioneta que nos alumbraba por la espalda, de modo que parecíamos cercados. En eso bajaron unos hombres a nuestras espaldas, y nos dimos la vuelta para ver quiénes eran. A la cabeza apareció don Juan Pereira, el viejo minero, un tipo tan enérgico y decidido que, pese a sus setenta años, se acercó al argentino más alto y lo derribó de un puñete. Del resto dieron cuenta sus hombres y nosotros apenas festejamos gritando a todo pulmón: El pueblo unido jamás será vencido. Si no aparecía don Juanito, tal vez no hubiera contado el cuento.

En aquel tiempo yo decía: Como dicen en Oruro, la vida es duro, pero para Galindo, la vida es lindo. Era duro soportar el frío y trabajar en una oficina perdida en la Prefectura, donde sólo entraban cooperativistas mineros o empresarios pobres a regatear el precio de un poder o una escritura. Se hacían muy pocos títulos ejecutoriales, de modo que casi nos morimos de hambre. La cosa comenzó en términos equívocos, pues yo no tenía idea de vivir en Oruro, y cuando me fui, busqué el mejor hotel, que estaba en la Plaza 10 de febrero. El primer día ya había agotado prácticamente mis reservas, de modo que no me quedaba otra que pedir en el comedor y firmar. Como me hice amigas y amigos casi de inmediato, los invitaba al hotel, donde servían platos caros y buenos vinos. Así mi cuenta iba creciendo irremisiblemente y no tenía forma de pagarla, porque la Notaría desde el principio fue un fiasco. Entonces la llamé a Yolita y ella dio en anticrético nuestra casita del Castillo y se vino a rescatarme pagando la cuenta del hotel. Nos fuimos a vivir a un residencial, que era de un buen amigo a quien lo apodaban Manguera, porque era largo y flaco, un gran tipo. Allí llegaron mis hijos mayores, en vacaciones de invierno, y nuestro tormento era ya otro, porque el restaurante estaba alquilado a unos chinos, y como no ganaba casi nada en la Notaría comíamos a crédito y ya se nos rasgaban los ojos y se nos ponía amarilla la piel de tanto comer chifa. Entonces conseguimos la casita de la Belzu y Vásquez y allí vivimos en paz, siempre en busca de amigos que nos amenizaran la soledad orureña. Entre ellos, Alberto Guerra Gutiérrez solía visitarnos a la hora de almuerzo y poníamos la mesa donde el sol caía a plomo, y luego íbamos huyendo de la sombra helada hasta dar con la mesa en el muro opuesto, pegados a la pared hasta el último rayo de sol. El vino chileno en damajuana era barato y lo bebíamos en grandes cantidades.

Recuerdo que a media mañana me iba al Bar Huari a comer dos salteñas con llajua, que para mí eran una novedad, rociadas con un par de cocteles, que me ponían los ánimos de punta y me ayudaban a controlar el frío. Cuando llegó el invierno, aprendí a usar calzón de diablo, es decir, de mangas largas; Carlos Rocha me enseñó a usar algo más práctico: unas panties de mujer que abrigaban muy bien, pero ofrecían un espectáculo patético cuando chupábamos y entrábamos al urinario, pues teníamos que bajarnos las panties como chicas del strip tease.

A veces íbamos a noche popular triple, es decir, tres películas desde las 9:30 de la noche. Hacía tanto frío en la sala que llevábamos frazadas y termos con té con té.

Una mañana visité a mi amigo Wawa que tenía en su casa un balcón soleado cubierto con calamina plástica. De pronto vi allí a la mujer más bella del mundo tomando sol en bikini. Era una perfecta leona de piel y majestad, que miraba un punto fijo con la majestad de un felino. Ya me iba a aventar a saludarla cuando el Wawa me tomó del cuello y me pidió silencio. Luego me contó una historia terrible. La muchacha era una amiga alemana que había llegado a Oruro justamente para visitar a Martita y al Wawa. Llegó de inicio a un alojamiento y el administrador la vería tan bella que no tuvo empacho en colarse a su cuarto acompañado por un ayudante para tratar de violarla, pero la muchacha les dio una tunda porque era cinturón negro de karate. Los canallas la denunciaron a la policía y dos guardias se la llevaron presa, y cuando estuvo sola en la celda intentaron lo mismo, y recibieron otra tunda. La muchacha había pasado la noche en vigilia para protegerse. A la mañana siguiente le permitieron hacer una llamada y el Wawa y Martita fueron a buscarla. Cuando yo la vi, se reponía de la mala noche aunque no se le disipaba el mal humor. ¡Imagínense si yo me acercaba hecho el galán!

El frío y la crisis comenzaron a cansarme. Yo tenía un pariente muy cordial, un tipo extraordinario, Eduardo Dehne, que había combatido en la revolución del 52 y contaba que luego se fue a hacerse lustrar los zapatos en la Plaza, y que una multitud lo llevó asiento y todo a la Alcaldía y lo nombró alcalde. Llamó a La Paz para contarle todo al flamante Presidente Paz Estenssoro y éste lo confirmó en el cargo. En su gestión compró un inmueble para los canillitas y me contó su motivación. Ocurre que su padre, Antonio Dehne, era químico ensayador y vivía en las minas, donde certificaba la ley de los minerales. Un día ocurrió lo imprevisto, un accidente en el laboratorio que lo dejó ciego. Allí comenzaron sus pesares, y para dar sustento a sus hijos, que eran cinco, todos varones, visitó a don Enrique Miralles, director y dueño del periódico La Patria, para pedirle que le diera periódicos para trabajar como canillita o voceador. El pequeño Eduardo era su lazarillo y Antonio le pedía que lo llevara al pie de la casa de la tía Carmen, una señora orgullosa al parecer, que se moría de vergüenza al ver a su primo voceando La Patria al pie de su balcón. En homenaje a su padre, Eduardo había donado la casa comprada a los canillitas.

Cierta vez me convocó para que lo acompañara como abogado, pues tenía que hacer una transacción con una señora y con su ex esposa, que era la hermana del dirigente sindical Juan Lechín Oquendo, o sea que Eduardo era cuñado de éste. Fuimos a una hermosa casa ubicada en una esquina de la Plaza 10 de febrero y allí, para mi sorpresa, nos recibió una señora vieja, muy guapa, majestuosa diría yo, que tenía una voz marinada en tabaco y usaba bastón para disimular una tenue cojera. Era la famosa Piquirina, una señora de Vallegrande que había sido amante de Mr. Pickering, gerente de la Patiño Mines, la empresa del magnate Simón I. Patiño. Cuando Pickering se fue tras la nacionalización de las minas, le dejó una fortuna a la dama, a quien la malicia popular le decía La Piquirina o Pickirina. Para mi sorpresa, en una de las paredes de su casa vi una fotografía de la cual tenía una copia en mi casa. Era una vista de la Intendencia de Uncía, ubicada en el mismo valle andino que Llallagua, Catavi y Siglo XX, en cuya puerta aparecía Mr. Pickering, la Pickirina y el Intendente, un militar con colán y botas de montar que era mi padre. La Pickirina se encaró con mi pariente y le dijo que iba a redimir una deuda suya, pero que no lo hacía por él sino por su ex esposa, que era su comadre, llamada Juanita Delgadillo, una señora muy cariñosa. Mi pariente había sido un minero rico, un potentado; la gente en Oruro lo quería y recordaba mucho.
Alguna vez me había instado a que escribiera la historia de la minería chica, es decir, de esos pioneros llegados de todas partes, particularmente de lo que hoy es Croacia, que se confundieron a tal punto con las sociedades locales que muchos tenemos parientes. Yo mismo tengo un sobrino que se llama Yerko Garafulic, sí, sobrino carnal por Barrón, nieto de mi tío Julio, hermano de mi madre. Hubiera sido una historia apasionante pero demasiado tenía yo con la urgencia de sobrevivir y al mismo tiempo de divertirme con mis amigos como para un proyecto tan serio. Todavía recuerdo que, años después, pasé por Oruro y visité el legendario Bar Huari, por entonces venido a menos. De entre las brumas del bar y de mi memoria emergió un mozo a quien yo conocía. Casi no había cambiado nada de fisonomía, excepto el color rojo acentuado de la nariz, debido a lo que yo sospechaba. Me saludó con afecto, hurgó en su billetera y desdobló un papel donde estaba mi firma. Era un vale que me había concedido por una cuenta que no pagué. Quise honrarlo pero no aceptó: prefería guardarlo como recuerdo.

Aún no salíamos de lo más crudo del invierno cuando me encontré con Eduardo y me lo llevé a casa. Tenía media botella de singan que desagotamos, como decía mi carnal Alfredo, en un santiamén. Salimos en busca de nueva provisión pero yo apenas tenía diez bolivianos y mi pariente se había vuelto pobre de solemnidad. Vio mis diez y me propuso lo más sano y frecuente en Oruro: comprar alcohol, y todavía nos alcanzaría para coca y cigarrillos. Así retornamos a casa y reanudamos la tenida. Llegó la hora de las noticias y encendí el televisor. Eran tiempos de cambio: el Dr. Walter Guevara Arze había sido elegido por el Congreso Presidente interino, el primer presidente demócrata luego de ocho años de dictadura, y el locutor anunciaba que en cualquier momento juraría el primer gabinete ministerial. La cámara fue enfocando uno a uno a los ministros, casi todos de estatura uniforme, y de pronto baja un tanto y aparece mi hermano, jurando como ministro de Informaciones. Era más de lo que yo esperaba, la única puerta posible para salir de Oruro, donde ya no daba más de soledad, de pobreza y de frío. Como que al amanecer vestí un traje con corbata, como buen provinciano que va a la capital, y no encontré otros zapatos presentables que unas botas con frisa interna, que me había prestado un amigo antropólogo francés, Gilles Riviére, que se hacía llamar Gilberto Rivera por los pobladores de Sabaya, una pequeña y helada población al pie del volcán del mismo nombre, próximo a la frontera con Chile, donde mi amigo estudiaba esa cultura para su tesis de doctorado en tercer ciclo de la Sorbona.

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