domingo, 27 de septiembre de 2009

EN MEMORIA DEL CRISTO

Cierto día me invitaron otros universitarios a dar una conferencia en la Universidad Técnica de Oruro. Como era el centenario de la Guerra del Pacífico, hablé sobre el problema marítimo, y al término se me aproximaron dos personajes inolvidables: Xavier Martínez, el Wawa, y Jorge Baldivieso, el Cristo. A poco y a instancias de ambos ingresé al Movimiento de la Izquierda Revolucionaria / MIR, el único partido en el cual milité hasta su extinción, pues ahora soy dueño de mi pase y quizá no vuelva a militar nunca más. Lo tomé muy en serio porque yo era heredero espiritual del marxismo leninismo de mis primeras lecturas y me encantaba la idea de pertenecer a una organización revolucionaria y ser un militante disciplinado. Lo mío era la comunicación, la propaganda, el aparato; nunca fui dirigente ni orador ni agitador ni intenté convener personalmente a nadie. Era bastante farolero, pues cierta vez se cortó la luz cuando iniciaba la redacción de un voto resolutivo en una máquina de escribir, y escribí a oscuras, y no me equivoqué una sola letra. Es que leí en alguna parte que la dactilografía se había inventado para que escribieran los ciegos. Por eso las máquinas tenían una campanilla que anunciaba el fin del renglón cinco golpes antes, y si uno contaba 26, 27, 28 renglones, llegaba al final y cambiaba papel. Si uno hace la prueba se da cuenta: la máquina de escribir es ante todo táctil, por eso las teclas guías tienen una saliente donde uno debe acomodar los dedos índices.

A Jorge le decían el Cristo porque repartía dos tipos de boletines desde los tiempos de la Democracia Cristiana revolucionaria, que fue uno de los orígenes del MIR. Los boletines se llamaban Cristo Obrero y Cristo Universitario. Jorge era ingeniero. No he vuelto a conocer una persona tan frugal, tan mística, tan austera. Cierta vez viajamos a Sucre, de donde era oriundo, y su mamá me mostró un álbum familiar donde se lo veía lavando su ropa, cocinando, ayudando en todo, cosas nuevas para mí que me había criado invariablemente con empleada, y cuando no la tuvimos, al cuidado de mi madre que jamás permitió, hasta su muerte, que yo entrara a la cocina o lavara nada. Cuando me brindaba a lavar el servicio, volvía a lavarlo. Era a la antigua y no le gustaba que los hombres cumplieran labores “de mujeres”. El Wawa era también ingeniero y había estudiado en Alemania. Era gerente de la Empresa de Fundición de Vinto y construyó la chimenea más grande en tiempo récord y ahorrando presupuesto. Para ello dirigía cuadrillas que trabajaban día y noche, y les recomendaba que a cualquier hora lo llamaran si había alguna emergencia. Era casado con Martha Barba, una compañera chilena. Ambos fueron mis amigos más próximos, diarios, sumamente cariñosos.

Para las elecciones del 79 nos habían conseguido una vieja camioneta Chevrolet “sapito”, que fuimos a recoger a La Paz con el Cristo. Nos la entregaron llena de material electoral de la UDP y nos fuimos a Oruro. Yo iba conduciendo. Íbamos sin novedad cuando paramos en Caracollo, ya de noche, para tomar un café, y entonces comprobé que el motor estaba humeando. El agua del radiador no sólo hervía sino que se había evaporado y a poco la máquina fundió bielas en pleno altiplano. Yo me quedé y Cristo se fue a Oruro en busca de auxilio. Allí era jefe del MNRI, el partido de Siles Zuazo, un viejo minero, don Juan Pereira. Él nos rescató con un pequeño camión, aunque renegaba porque hubiéramos perdido una camioneta tan importante. La atamos al camión y nos arrastró a gran velocidad. Nunca sentí mayor tensión porque iba con el pie en el freno, a ver si de pronto el camioncito se detenía y yo me estrellaba por detrás, como que de pronto frenó al cruzar la vía férrea y yo frené a tiempo y la soga se reventó.

Aquella noche dejamos la camioneta en casa de don Juanito y nos fuimos a pie completamente ateridos de frío. Pasábamos por el cuarto del Cristo y me dijo que a esa hora era mejor que me quedara a dormir en su casa. Entramos y tenía una cuja de madera para una sola persona y sin colchón. Allí dormía sobre la tabla desnuda tapándose con una frazada eléctrica. Todo eso le había prestado el Wawa. Nos hacía mucho frío y entonces comprobamos que habían cortado la energía, de modo que no podíamos enchufar la frazada. No quedaba otro remedio que abrazarnos, y así dormimos, como dos camaradas. Esta escena me impactó porque el Cristo fue uno de los ocho compañeros asesinados el 15 de enero de 1981 en la casa de la calle Harrington. Había sido mi amigo y yo había dormido con él en esas condiciones precarias. En 1984 me alojé en casa del Wawa, ya en La Paz, y volví a dormir en la misma cuja. No pude conciliar el sueño pensando en mi amigo Cristo.

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