lunes, 28 de septiembre de 2009

ENCOMIO DE LA VILLA GALINDO


Los muchachos del barrio. El dueño del Chiqui chiqui bum bum era el Chino Caero, hoy dueño de La Barca, en Santa Cruz. A su lado mi primo Freddy Gumucio Aguila, el Loro, hoy médico, nuestro gurú y director de travesuras.
La Villa Galindo fue mi verdadera escuela, donde completé mi educación o reformé las costumbres cojudas que me enseñaban los curas franquistas, y que tendían a convertirme en un corcho. Me acuerdo que nos premiaban con barras de regaliz. En el fondo, no nos gustaba nada el regaliz, particularmente a mí, pero con qué orgullo juntaba las barras, que eran testimonio de mis éxitos como el primer corcho del curso. A tal punto era estudioso en sexto de primaria, que cierta vez di un salto y me clavé una púa de rastrillo en un costado de la planta del pie. No podía caminar y recuerdo que la empleada me llevaba cargado a la espalda varias cuadras, para que pase clases. Aun así salí primero del curso, y el profesor Alfredo Cárdenas ofrecía notas y eximiciones a quien me sacara del primer puesto, pero nadie podía. Pero esa vacación aprendí ciertas cositas, en especial a masturbarme, y bajé de puesto entre otras cosas porque saltó de curso Johnny Ferrel y no aflojó más el primer puesto. Su padre, el mítico jugador del Aurora Leonardo Ferrel, que le había metido un golazo al arquero chileno Livingstone desde media cancha, como se contaba, lo tenía con la rienda tan corta que lo castigaba si sacaba un 6 (7 era la nota mayor). Cuando salimos bachilleres, le dieron un premio especial porque durante 11 años (se ahorró uno saltando a primero de secundaria) jamás se había faltado, pero ni siquiera llegado atrasado al colegio.

De esos récords estúpidos me redimí en mi nuevo barrio, en el cual a los jóvenes no se les notaba que estudiaran, ni siquiera que tuvieran alguna vida intelectual. Yo ya leía buenos libros y tenía otras inquietudes, pero me encantaba confundirme con esos amigos sencillos, cuyos juegos y habilidades eran atrozmente primitivos. Recuerdo, por ejemplo, que nos reuníamos en la Plazuela Virrey Toledo después de comer, comprábamos cigarrillos sueltos, fumábamos en colectivo, y así aflojábamos la tripa. Cuando todos estábamos listos, nos dirigíamos al río, hacíamos una fogata, y allí cagábamos en círculo. Recuerdo que una vez alguien llenó una lata con wacawacas, que son unos coleópteros con cuerno, morochos que les dicen en Tarija. Total que pusimos la lata en el fuego, luego la destapamos y las wacawacas saltaban como chispas de un incendio. Sin embargo era una ceremonia de paz cagar bajo la Vía Láctea, que todavía podía verse, no como ahora, y escuchando el croar de los cientos de sapos del río Rocha. Hoy muchos de esos amigos son profesionales exitosos, algunos con fortuna, bien acomodados, pero por entonces éramos increíblemente sencillos y pobres. Teníamos para comer en casa, pero ni un puto duro en el bolsillo.

Eran todavía tiempos de las seriales cinematográficas que llegaban a los cines Rex y Aguirre, este último junto al mercado 25 de mayo y el Rex en la General Achá, donde hoy es el edificio de ENTEL o el Pasaje Zenteno Anaya. Las seriales eran numeradas y tenían cada episodio tenía una estructura de suspenso, es decir que terminaba en un clímax y allí se congelaba la imagen, y había que esperar el siguiente episodio, que era el desenlace y el inicio de un nuevo clímax. Todavía recuerdo una imagen muy antigua de un vaquero del oeste que se agarra a puñetes en una vía férrea y se le traba la bota en las rieles, y se acerca resoplando a toda velocidad un tren. Ya lo iba a pisar y la imagen se congeló hasta la próxima semana. Era desesperante.
Mi primo Freddy Gumucio Aguila, que hoy es un connotado médico y dueño de una clínica, nos contaba lo que había visto por 10 centavos. Pero en lo mejor gritaba: ¡Episodio!, y se callaba hasta que le pagáramos otros 10 centavos para contarnos el desenlace. Nos hacía vivir, era un redomado pícaro y tal vez el amigo más simpático que jamás tuve en la vida, un poco mayor que yo, lo cual era una ventaja para mí porque me enseñaba algunas de sus mañas.
En esa casa me casé a los 19 años, pocos días antes de cumplir los 20. Allí nació Ariel, mi hijo primogénito. Pero éramos tan de barrio, que ya casado iba al río a jugar carreras con autitos. Claro que a veces hacíamos apuestas por dinero, pero igual era insólito que todavía jugáramos con autitos.

1 comentario:

  1. Hola, me llamo Marjorie. Conozco su primo Dr. Freddy, me gustaria entrar em contato com el. Poderias me ayudar? Gracias.

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