domingo, 27 de septiembre de 2009

ISABEL

Las cosas estallaron a poco de dar examen de competencia para Filosofía del Derecho y convertirme en el sucesor del Dr. José Antonio Olguín, que había dado esa cátedra por décadas. Allí conocí a Isabel y mi vida se complicó. No sé si lo dije ya, pero hablé hace un par de meses con ella y se estaba muriendo. Jamás había bebido ni había cometido excesos en su alimentación, pero tiene cáncer en el hígado, y ya le han suspendido todo tratamiento. Se puso a llorar al hablarme por teléfono, me dijo que no la podía ver así, que estaba en La Paz y no en Santa Cruz, donde ha vivido por lo menos los últimos veinte años, y por último me pidió que escribiera la historia de nuestro amor.

Me gustaría hacerlo: revivir la pasión, el romanticismo desmedido que me hacía escalar paredes para darlo todo por esa relación, y mi desengaño creciente al comprobar que los lazos que la unían a su esposo eran sólidos porque en el fondo de la locura hay un atisbo de sensatez que le sugería no dejar lo cierto por lo dudoso, más aún si tenía dos hijas pequeñas y un hogar estable, mientras que conmigo no encontraría la menor seguridad. Estoy seguro de que luchaba por echarlo todo por la borda, pero le faltaba locura, y eso nos salvó, pues lo nuestro no hubiera durado mucho, nada en realidad.

Nos separaban muchas cosas, entre ellas, la peor, su sentido aristocrático de la vida, que se manifestó del peor modo cierta vez que la vi en el cine con su esposo –yo había ido con mi mujer. Coincidimos luego en una pizzería y ella no me hizo el menor gesto, como si no me hubiera visto, pero al día siguiente me esperó en la universidad y la noté indignada, furiosa al punto de perder el color de sus labios. Por fin estalló y me dijo que me había visto y que mi mujer y yo hacíamos una pareja insignificante, menuda, una nada para sus brincos de mujer de alcurnia. Lo curioso es que era una mujer de izquierda, pero esa era la tónica de entonces: ser elegante y fino y ser de izquierda.

En otra ocasión me había encontrado con ella, también en el cine, y deliberadamente se sentó justo detrás de mí; metió el pie desnudo por un resquicio junto a la butaca, y mientras corría la película yo le acariciaba los dedos, el empeine, la planta, y subía hasta el tobillo, máximo, mientras imaginaba el rostro de su marido concentrado en la película. Luego nos veíamos y festejábamos la anécdota como una hazaña mayor mientras nos desnudábamos y hacíamos el amor.

En algún momento me pidió que viviéramos juntos y yo me precipité en dejar mi casa y tomé un pequeño departamento en Cala Cala. Pero ella no dejó su casa; cuando más aparecía muy temprano a despertarme, como si estuviera en clases, y se quedaba conmigo hasta bien entrada la mañana, retozando una y otra vez. Yo tenía un viejo tocadiscos y esperando su llegada escuchaba un LP de Piero, en particular un tema que decía: Te estoy esperando, no demores mucho… Eran días confusos pero de gran intensidad. Yo tenía una motocicleta por todo patrimonio y me desentendía de mi casa, de mis hijos, de la cátedra, de todo, hasta de mi trabajo como Notario de Minas, que me daba unos billetes para gastarlos con ella.

En eso salió una noticia que venía por cable: un encuentro de escritores en Tingo María, Perú, un pueblo que conocía de oídas por la lectura de Vargas Llosa. El cable decía que los escritores más afamados del boom habían comprometido su asistencia y eso nos animó a intentar viajar. Le sugerí a Roberto Laserna que visitáramos a Antonio Terán Cavero, Oficial Mayor de la Alcaldía, para proponerle que viajáramos juntos y que consiguiera algún apoyo del alcalde. Antonio se animó, consiguió el dinero y nos fuimos. En Lima nos alojamos con el papá de Roberto, que vivía allí, y luego volamos a Tingo María en un avión de Fawcett, una compañía aérea. Allí comprobamos que éramos los únicos extranjeros, pues el resto eran poetas peruanos. La idea del cable había sido de Juan Valcárcel, Subprefecto de la provincia y poeta, que nos recibió con mucho cariño y hospitalidad. Nos alojaron en un hotel de cabañas. Tingo María era muy parecido a Villa Tunari. Tenía una montaña verde que se llamaba La Mujer Dormida, porque era eso que más tarde vería en el Ixtacíhuatl, la mujer dormida de nieve que separa el valle de México del valle de Puebla, dormida junto al volcán Popocatépetl.

Como la moneda boliviana era fuerte todo nos parecía barato. Pagábamos fuentes enormes de mariscos y pedíamos cajas de cerveza para invitar a los poetas peruanos. Al traernos la cuenta, la factura decía: Señores Poetas. Así nos saludaba el personal del hotel. Allí conocí a Winston Orrillo y a César Toro, un tipo estrambótico, vestido con ostentación de payaso, mestizo, pero nos deslumbró al mostrarnos un mapa del cielo que había dibujado con caligramas. Seguramente su nombre artístico venía del recuerdo del también peruano César Moro. Había también un tío rarísimo, que parecía un gorila con corte firpo, que me regaló su poemario en el cual comparaba a Manco Cápac con Hitler y a Mama Ocllo con Eva Braun, elogiando a los cuatro, por supuesto. Hablaba también de un héroe boliviano, a quien lo llamaba Requetebruto, con una llamada al pie donde aclaraba que se refería al coronel Luis Reque Terán, comandante de las fuerzas antiguerrilleras que lucharon contra el Che en Ñancahuazú. Qué se haría ese libro.

Visitamos una cueva gigantesca y llena de murciélagos, ubicada a unos kilómetros de Tingo María, detrás de La Mujer Dormida. Con Antonio bautizamos la cueva como La Vagina de la Mujer Dormida. No se podía ingresar sino unos pasos en su interior, porque te ahogabas con el denso olor de toneladas de excremento de murciélago. Allí todos los poetas peruanos improvisaron versos revolucionarios, pues su vena poética corría por esos rumbos, mientras Antonio, Roberto y yo escribimos un cadáver exquisito que creo que conservo en el reverso de un diploma de asistencia que me dieron con auspicios de la Subprefectura y de la Cervecería San Juan.

Recuerdo que visitamos una población vecina que se llama Pucallpa, cuna de mujeres sensuales, selváticas. Allí comprendí por qué el avión de Fawcett estaba colmado de tipos extraños, vestidos de todos los colores, con un aire uniforme de matones de provincia. El vientre de la nave iba lleno de jaulas multicolores con gallos de pelea. Ocurre que la cita era en Pucallpa, donde concurrían los más conspicuos galleros de Perú, Colombia y Brasil. Vaya, vaya, me dije, porque todos tenían pinta de narcos y probablemente lo eran. Los vi en Pucallpa cuando visitamos un palenque gigantesco como un embudo, donde hice tal metida de pata que me hubiera costado la vida. Ocurre que al entrar vi a dos hermosos gallos midiéndose para pelear y disparé sin asco mi cámara. Uno de ellos se encandiló con el flash y el otro aprovechó para rematarlo de un cachazo. Se hizo un silencio sepulcral y esos tipos siniestros se volvieron para buscar al culpable. Veía en sus manos grandes cantidades de dólares y moneda peruana, que me confirmaban en mis sospechas de tráfico de droga y aumentaron mi aprensión. Felizmente iba con el Subprefecto y él pidió disculpas y me salvó del linchamiento. Con todo pude seducir a una bella pucallpina que me acompañó a mi hotel en Tingo María y durmió conmigo. Pasé una noche divina con ella y al amanecer se fue.

Al retorno me atacó la melancolía. En todas partes escribía su nombre: Isabel, Isabel, Isabel. Repetía su nombre y no podía dominar mis sentimientos. Para colmo, al hacer escala en Huanuco probé por primera vez un jale y recuerdo que me quedé en el baño, frente al espejo, con el grifo abierto y el agua que lo inundaba todo, y yo completamente ausente. Me rescató Antonio y me llevó a dormir, pero al día siguiente me atacó una melancolía irredenta, y comencé a llorar recordando a mis hijos. Esos sentimientos encontrados me embargaban en Cochabamba, pero el ritmo vertiginoso de mi vida me impedía prestarles atención. En cambio durante ese largo viaje se me agolparon y rompí en llanto.

Cuando volví le había comprado a Isabel un vestido muy fino y otro de tocuyo bordado. Se probó uno por uno y le hice el amor así vestida. La dueña de casa se puso furiosa por un incidente: había echado llave a la reja de entrada y no podíamos ingresar con todo y maleta. Como éramos jóvenes entramos trepando la reja, maleta incluida, y cuando llegó la pinche hija de la dueña me increpó por haber ingresado a su casa de esa manera. Total, que tuvimos que dejar el departamento y creo que allí se registró el principio del fin.

Las cosas se complicaban y ella apareció embarazada. Yo soñaba con tener ese niño y le había escogido el nombre de Pedro. Soñaba con Pedrito y que tuviera los ojos de su padre y la belleza de su madre. Pero Isabel optó por la prudencia y pudo inventar una costosa operación que le dejó una cicatriz en el vientre, como si le hubieran extirpado un tumor. Recuerdo que me presté el coche de Arnoldo Bayá, un gran amigo, y que fui a verla al Hospital Seton. Ella se levantó de cama y se ocultó en mi auto, con el respaldo inclinado horizontal. Luego recuerdo que, apenas la dieron de alta, me visitó todavía en ese departamentito y me urgió que le hiciera el amor. Como tenía escrúpulos de hacerlo por la vía normal, opté por el atajo. Su vientre todavía estaba vendado. Ese es el origen de la dedicatoria que puse en mi novela Allá Lejos: A una cicatriz. Esos originales los copió ella y los encuadernó con tapas rojas y lomo amarillo para presentarla al Premio Erich Guttentag, donde me dieron una mención honrosa. Estuve hace un par de semanas con Antonio Terán Cavero, quien fue jurado, y después de tantos años me dijo que era mi mejor novela. Recuerdo que la escribí alrededor de 1975 o la publiqué en 1977; tal vez fue en 1974, cuando tenía 24 años. Por entonces me seducían dos autores: Borges y Lezama Lima, como que escribí un pequeño ensayo que se publicó en la revista Canata, en el cual comparaba a Borges con un diamante pulido, geométrico, y a Lezama con un diamante en bruto, con abundantes citas y fusiladas de escritores memorables que leí en la revista Mundo Nuevo, entre ellos Severo Sarduy, cuya prosa barroca intenté reproducir pues me sirvió de modelo más que la de Lezama, que también tuvo su historia. Recuerdo que partí de un chiste criollo: un viejo socio del Club Social tenía amores con una cholita, y al preguntarle por qué lo hacía contestó: De vez en cuando hay que cascarle una lagüita. Esa anécdota la inflé como si escribiera con inflador (ya conocía a Botero, es decir, su pintura) y resultó la novela. Recuerdo que tenía vacaciones pagas y que escribía en rollos de teletipo, y arrancaba un rollo que era un capítulo y lo ponía en una maceta. Tengo el original por ahí. Recuerdo además que escribía con el lado rojo de la cinta, porque el otro, el negro, me serviría para el limpio. No eran tiempos de derroche. Vivíamos con mi mujer y mis tres hijos en Incacollo, en un pasaje junto al Cerro de San Pedro donde también vivían los Baldivieso, entre ellos Julio César, el crack de fútbol. O sea que era el año 1976 o 1977 porque mi tercera hija, Raquelita, nació en 1976. Conservo una foto del lugar exacto donde escribí la novela: una sala con techo de calamina plástica, llena de luz, donde posan mis padres con los tres niños. Raquelita es todavía bebé, quizá recién nacida. O sea que la foto es de 1976.

En fin, un día le conté a Isabel que me había inscrito en un plan para comprar una casita en la Urbanización El Castillo, y ella de inmediato se compró otra, según dijo para vivir junto a mí. Lástima que mi mujer se enteró de estas cosas y un buen día le dio una tunda justo a la entrada del barrio, y eso fue el acabóse, aunque tardamos años en separarnos del todo. Yo ya me había mudado a mi casa y ella alquiló la casa contigua mientras terminaban la suya. Una noche me aproximé a la ventana de su dormitorio y escuché voces. Ella reía y hablaba con su esposo; él la acariciaba y por fin la montó. Ella gimió casi por compromiso, mientras escuchaba los mugidos de él. Pasaron las efusiones y ella volvió a hablar como le gustaba, hasta por los codos.

Al día siguiente me recogió en su coche y me dijo que la llevara lejos, de paseo. La llevé a la Angostura y reclinó el respaldo porque decía morirse de sueño. No pude aguantar más. Claro, le dije, cómo no vas a estar cansada después de la noche de amor que has debido pasar. Me dijo que estaba equivocado y que hacía tiempo que no tenía relaciones con su esposo. Frené el coche y le conté que lo había escuchado todo. Me pidió que me bajara y recuerdo que arrancó y me dejó allí, como a 20 kilómetros de Cochabamba, esperando algún transporte en un camino de tierra que iba a Tarata. ¡Cómo moría de rabia!

Antes que nos mudáramos al Castillo ocurrió el incidente en el cual mi mujer le dio una tunda, y eso derivó en un episodio intenso, no tengo otra palabra.

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