domingo, 27 de septiembre de 2009

La douce memoire de Michelle

García Márquez dice en sus memorias que uno de los secretos de su estilo es haber evitado (yo iba a decir minuciosamente) el uso de los adverbios que terminan en “mente”. Traté de imitarlo pero recordé una excepción que cuestiona ese escrúpulo. Recuerdo a Michelle, una pintora belga con quien viví un tórrido romance. Como yo era impetuoso y torpe, Michelle me decía al oído un bello adverbio terminado en “mente”: Doucement. No he encontrado en otro idioma palabra más propicia al entendimiento sereno que esa. Y dicha en francés por una mujer, es una palabra douce que hoy me sirve como mantra y amuleto para conjurar las amenazas del futuro. Mucho tiempo después conocí a Miguel, un amigo navarro, poeta, novelista, periodista con quien tenemos vidas paralelas. La primera vez que lo frecuenté lo notaba angustiado, y cuando no tenía motivos se prestaba desgracias del futuro. Recuerdo que le dije que no se anticipe, que no sea heraldo negro de su futuro, que no se vaticine una vida penosa. Hoy añadiría la palabra de Michelle: Doucement. Espera el futuro doucement y que las cosas se acomoden en orden de aparición.

A Michelle la conocí por delegación. Se había citado con un amigo poeta cuando su matrimonio se iba a pique, y era una cita decisiva que mi amigo quiso conjurar llevándome a que terciara. Nos fuimos al Café El Horno, de grata memoria, ubicado en la acera este de la Plaza 14 de septiembre, donde servían además truchas deliciosas. El dueño era don Miguel Soria, el del salón de fiestas Don Miguel, y su esposa, una santa señora beniana. Dios tenga a ambos en su santa gloria. Nos fuimos los tres al café. Mi amigo le decía: Ma belle, y Michelle le contestaba: Ma bete; yo estaba demás. Pero a la hora de los quiúbos, mi amigo propuso que yo la llevara a pasear en moto y se escabulló. Yo había alquilado una casita perdida en las faldas del cerro de San Pedro para encontrarme con otra muchacha, y allí conocí el odio de los vecinos, que me recordó los ambientes opresivos de las novelas de Onetti, como ese pueblo de Los Adioses, donde iban a morir los tuberculosos. Ese afán por el chisme y la conjetura maliciosa se convirtió en una agresión cuando la puerta de la casita apareció pintada con grandes letras que nos invitaban a irnos a otra parte con nuestras cochinadas. Allí enfilé y pronto yacíamos en el colchón que tanto había trajinado con la otra muchacha. Michelle era muy sensible y tenía las palmas de las manos mojadas, los sobacos mojados, todo mojado; nunca pude saber si de excitación o de nervios.

Pocas veces conocí una mujer tan graciosa, porque una es la belleza y otra la gracia, y al mismo tiempo tan angustiada, pues su frase favorita era: J’ai peur, tengo miedo, que repetía cuando fumaba, y fumaba mucho. Un día nos mudamos a vivir juntos y entonces me ocurrió una confusión que hoy recuerdo con nostalgia. Michelle tenía sueños angustiosos y repetía mi nombre entre sueños: Ramón, Ramón… Yo le decía: Aquí estoy y se tranquilizaba. Por supuesto que su queja me hacía subir la autoestima a límites inconcebibles. Esa mujer me necesitaba tanto que yo había invadido sus sueños y sus angustias. Pero una noche me desengañé porque mi sentido del oído se estaba habituando al francés, y entonces pude percibir que no decía Ramón, sino Maman. ¡Llamaba a su mamá! ¡Qué cojudo me sentí!

Tuvimos un amor tormentoso, bañado en vino y en episodios de celos o de angustias, y sin embargo era un ser dulce y leal, como me lo demostró con un episodio trágico.

Habíamos ido a la premiación del concurso de cuento de la revista Vientos Nuevos, que dirigía Roberto Laserna, por entonces cuentista, y de los buenos, hoy doctor en Economía. Tomábamos un vino y Michelle quería irse. La subí a la moto, la llevé a casa y me dispuse a volver al festejo, pero ella me dijo: Si pasas esa puerta, no vuelvas más. Eso hice, no volví; aquella noche me recogí a mi casa, donde me esperaban Yolita y mis hijos.

Un par de semanas después me inquietó saber de ella y me dirigí a la casa que habíamos alquilado. Como tenía llave, ingresé y la encontré recostada y con el edredón que la cubría hasta la nariz. Le pregunté cómo estaba y me respondió con monosílabos; si necesitaba algo, y me dijo que no. Me despedí. Habría avanzado unas diez cuadras cuando decidí volver. No tenía motivo especial para hacerlo, pero volví. Entonces vi un espectáculo que me sumió en un ataque de nervios: Michelle ya no estaba y el lecho rezumaba sangre, que se esparcía en un charco en el piso. Había un frasco de tranquilizantes vacío y una carta escrita por ella. Se dirigía a su esposo, con quien estaba en divorcio, y le decía que siempre lo había amado y que cuidara al hijo que tuvieron. Al final había escrito una post data muy clara: le encargaba al esposo que me entregara toda su obra pictórica. Rara vez he visto obra más atormentada, silenciosa, triste y confusa. Algunos lienzos habían sido pintados en forma precaria, pues a falta de aceite había usado aceite de comer, pero era una obra sólida y por demás infrecuente en estas latitudes.

Recuerdo que llamé a una amiga suya, que todavía tiene su casa muy cerca de donde vivíamos, y ella me tranquilizó: por pura casualidad había ido a verla, comprobó el intento de suicidio y la llevó a una clínica.

Corrí a verla y tenía una bolsa de transfusión de sangre y otra de suero. Con un hilo de voz pidió que la escuchara y me dijo: Hazme el amor. Un año después festejamos ese corte en sus venas que cubría con pulseras.

Cuando me fui a Oruro, me di modos para visitarla en Cochabamba. La última vez que la visité la sentí radiante y feliz, pero yo tenía que irme. Recuerdo que me rogó pero yo no podía dejar el trabajo. Se quedó desconsolada y nunca más la vi.

En enero de 1980 viajé a Bruselas sólo para visitarla. Llegué en tren a medianoche y la llamé a su casa. Me contestó un hombre y todavía recuerdo su helada cortesía: Un petit instant. Luego me habló Michelle con voz sombría y se negó a alojarme. Recuerdo que me sumergí en una cervecería y allí estaba tan bien que decidí esperar el amanecer para irme a París, pues ya había comprado boleto. De rato en rato miraba el exterior por la ventana y seguía oscuro; entonces pedía otra pinta de cerveza y me sumergía en la contemplación de los belgas borrachos, unos personajes que veía por primera vez en mi vida, como si me hubiera colado en el lienzo de un pintor flamenco. Por fin pregunté la hora y eran las once de la mañana. Yo cojudo buscaba un asomo de luz para saber que había amanecido, y no sabía que allí, en enero, el día era un parpadeo de luz a mediodía, entre dos largas noches. Apenas pude visitar la plaza de Bruselas y me asombró que aquel año festejara sus mil años de vida. Los edificios parecían de encaje negro y en la nieve uniforme habían brotes de sangre en los tulipanes que vendían las floristas. Volví a la Gare du Nord, pedí un tremendo vaso de cerveza oscura y recuerdo que al beberla se me cruzaron los ojos: me volví bizco. Era una cerveza de 11 grados, una deliciosa puñalada. Luego abordé el tren y dormí hasta París. Pero antes la llamé por teléfono y ya pudo hablarme sin el control del hombre que me había atendido. No quiso verme y argumentó que yo le hacía daño. Le dije su vida en verso, ciego de ira porque había viajado en vano tan lejos para verla. Sólo después comprendí mi indiscreción de llamar a media noche. Al parecer vivía con un viejo banquero que le bancaba su pintura y yo había metido la pata buscando hablar con ella. ¡El lío que habría tenido!

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