domingo, 27 de septiembre de 2009

LA Iª FERIA DE LA COCINA REGIONAL


Le doy de comer torta a Alfredo. Detrás de él, Alfonso Vargas. Sentado a la mesa, Demetrio Villegas, compañeros de LOS TIEMPOS, todos muertos.
Mi carnal Alfredo usaba las páginas del Viernes de Soltero para promocionar dos de sus ideas magistrales, las que más influyeron en el imaginario de los cochabambinos: los coloquios y las ferias gastronómicas. Los primeros eran organizados por Alfredo con temáticas regionales. Eran gestos de nostalgia, para recuperar usos y tradiciones que se iban perdiendo. Así recuperó la concertina, instrumento ya en desuso, y el piano vertical, que antes no faltaba en las chicherías. Él mismo compró uno para una quinta que abrió su mamá, doña Conchita Rodríguez de Medrano, eximia cultora de la cocina criolla. Esa fue su contribución a la sociedad que incluía a sus hermanas. Cuando le pregunté cuánto le había costado el piano me contestó que ocho coloquios: había convertido los coloquios en moneda de curso legal y corriente. Claro, la cervecería Taquiña le auspiciaba con cajas de cerveza que él vendía a sus hermanas y con el producto financió el piano que todavía se conserva y suena.

En cuanto a las ferias, organizó la más fastuosa que vieran y visitaran los bolivianos en toda la historia prehispánica, colonial y republicana. Fue la I° Feria de la Cocina Regional que duró tres fines de semana en el Campo Ferial Alalay. Fue un éxito por la afluencia de multitudes, y contribuyó a rescatar platos ya desaparecidos, como el uchuco aiquileño, que preparaba como nadie Lucy Pereira, una valerosa y guapísima residente aiquileña en la capital. El uchuco preparado por Lucy tenía cuatro colores de ajíes que rociaban carnes de pollo, lengua, conejo y cordero, con guarniciones de papa, chuñuputi, frito de cebolla verde y una llajua picante y sustanciosa.

Alfredo me había pedido que lo colaborara en la Feria y me consiguió un stand, donde anuncié que ofrecería cocteles criollos. En la víspera me di cuenta del despropósito, pues necesitaba hectolitros de jugo de naranja, licuadora y otros ingredientes para cumplir mi propósito. Pero por entonces se vendía una cosecha ejemplar de Singani Guadalquivir, que distribuían dos amigos dilectos: el Bola Salinas y Alberto Gasser. Visitarlos era ocasión de echarse al coleto un trago de singan servido en la misma tapa de la botella, que era de capacidad más generosa que las de otras marcas. Un tapazo te ponía de muy buen humor y de allí salió la idea de servir tapazo al paso en la feria. Noche antes visité el Restaurant Savarín, me acuerdo, y allí conseguí cientos de tapas que guardé en una alforja. Se inició la feria y comprobé las bondades del negocio, porque me acercaba botella en mano a un grupo, tomaba tapas entre mis dedos, servía una ronda de tapazos y después cobraba a razón de 50 centavos por mocha. Un cartel que escribí en el stand decía que la recaudación era a beneficio de la Huérfana Virginia y para los mártires de Trípoli. La gente pagaba riendo, y no faltó un buen muchacho cruceño que me dejó el cambio de cien pesos: si era para beneficencia, él no se quedaría corto.

El Bola y Alberto me habían regalado varias cajas de promoción, de modo que casi todo era ganancia. Digo casi porque no ejercíamos control alguno sobre el dinero recaudado, y los amigos, encabezados por Alfredo, tomaban dinero de la caja común y se iban a saborear platitos criollos y uno que otro tutumazo de chicha. Luego volvían para tomar uno y otro asentativo, pues ahí estaban los cajones de singani a merced de todos.

Rosy esperaba a mi hija Camila, era abril y la niña nacería a fines de julio; la vida parecía sonreírnos, pero siempre hubo una nube negra provocada por mí. Yo vendía tapazos con gran entusiasmo, pero la gene me exigía que yo también me echara al coleto uno que otro, que se iban sumando hasta provocarme una embriaguez que a mí me parecía inadvertida, pero no era así, al menos para mi mujer, que montó en cólera luego de tres fines de semana de lo mismo. Nada nuevo, la historia de diez años de peleas. No sé si había exceso de intolerancia, pero era evidente que yo me excedía.

Esto me induce a pensar que pocas veces en la vida bebí por pena o soledad o depre; tenía miedo más bien a mis arrebatos de euforia, que aparecían al inicio de un ciclo y se fortalecían con la ingestión de las bebidas criollas más deliciosas, particularmente la chicha y el infaltable asentativo posterior. Porque la chicha es una bebida deliciosa, pero hincha el estómago y convoca a algún trago corto para continuar el convivio. Con el tiempo siento que mis arrebatos de euforia continúan, y si bebo, el espíritu no deja de subir y subir, pero el cuerpo cae de rodillas. Eso no me pasaba antes, aunque tengo memoria de algunas crisis desde que pasé los 40 años.

Aun con los gastos colectivos, logré juntar una ganancia sustanciosa para comprar un refrigerador, resultado neto del tapazo al paso. Recuerdo que intenté prolongar el negocio sirviendo singan a la entrada del estadio y en la fiesta de Urkupiña, pero fue un tremendo fiasco que quedé debiendo y porque Dios es grande no me lo cobraron. Por entonces era profesor de Sociología y convoqué a mi curso para que me ayudara a vender. Hoy algunos de los vendedores son sociólogos de nota, profesores reconocidos que quizá no les gustaría ver sus nombres en estas páginas, al menos en esa condición. Intenté asimismo convencer a los estudiantes de una promoción, en Quillacollo, para que se costearan los gastos de un viaje, pero no resultó y así murió el negocio, si no más grande, más placentero del siglo. Ya no hay singani Guadalquivir pero todavía hay gente que se acuerda del tapazo al paso.

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