domingo, 27 de septiembre de 2009

LA IMPOSIBILIDAD DE SER FIEL

Cuando me casé en 1970, comprendí que jamás sería fiel a mi pareja; en realidad, a ninguna, como que no fui fiel con nadie, y no voy a echarle la culpa a las circunstancias sino a algo, diríamos, estructural, una falla geológica en mi persona que me volvió ideológicamente infiel, pues yo siempre estaría al acecho, como un animal de presa o como un cazador furtivo.

Recuerdo que un año después fue el golpe de Banzer y me echaron del cargo miserable que tenía como secretario de un colegio nocturno. Decidí reclamar en La Paz, pues mi profesor de Historia, don Eduardo Arze Torrico, a quien le decíamos el Pilimichi, era falangista y había sido nombrado Director General de Educación, el segundo después del ministro del ramo. Lo vi, le conté que me habían echado y me dijo algo insólito: ¿Acaso yo te he educado para que seas secretario? Sin embargo me ratificó, aunque por breve tiempo, pero no es eso lo que quiero contar. Aquella noche, en el alojamiento que tomé ubicado en la Avenida Montes, conseguí dos muchachitas que se avinieron a mis deseos por unos pesos. Luego viajé a Oruro y de allí a Huanuni, a ver a mi hermano. Llegué de noche y me colé a la cama de la empleada, y horas después regresé a Cochabamba, y cuando pude yacer con mi esposa vi que ese par de días estaban cubiertos de polvo, literal y figurado, y escribí uno de mis cuentos más recordados al menos por el título: Polvo enamorado. Se perdió por ahí y no lo extraño.

Cuando me nombraron Notario de Minas, comprobé que el gremio de los abogados suele tener muchas ofertas sexuales. Recuerdo a una muchacha muy joven y bella, que me buscaba y nos íbamos a un alojamiento en la avenida San Martín donde la gozaba enterita, demorándome en besarle el pubis. Tiempo después la vi en la plaza 14 de septiembre y al verme se apuró a mi encuentro, pero me miraba con terror y al pasarse de largo me dijo: Ni se te ocurra saludarme. Vi entonces que detrás caminaba un oficial de ejército con un bebé y entendí que era su marido, o su pareja.

Había una muchacha que trabajaba de amanuense, muy sonriente y silenciosa. Un día me encerré con ella, la subí al escritorio y la poseí. Desde entonces estuvimos juntos varias veces. Con el tiempo se casó con un viejito platudo, dueño de un colegio, y la vez que me encontró en la calle me saludó como lo que era, una señora.

Esos eran devaneos en medio de un eterno malestar en mi casa. No tendría argumentos para atribuirlo a mi mujer, que a diferencia de otras no me llamaba la atención cuando bebía. Era una mujer comprensiva y solidaria, con quien pronto tuve dos hijos, pero se dejaba llevar por los celos pues acaso intuía mi malestar estructural, como que acabó por confirmarlo.

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