domingo, 27 de septiembre de 2009

MI EXPERIENCIA EN EL IBC


Der.: Hernán Rodríguez, académico del Ecuador, en mi despacho del IBC.
Llegué a La Paz y me fui a casa de mi hermano. Lo encontré exultante con su cargo ministerial y le dije que de allí no me movería más hasta que me consiguiera cómo quedarme en La Paz. Recuerdo que en un día me consiguió el cargo de Oficial Mayor del Senado, al mando del célebre padre Sánchez, antiguo párroco de la iglesia de la Plaza Alonso de Mendoza, donde una navidad escuché la primera misa criolla, con una banda de música que interpretó aires nacionales durante la comunión. Al mismo tiempo, Mariano Baptista, que era ministro de Educación, me ofreció la dirección del Instituto Boliviano de Cultura, que acabé por aceptar. Recuerdo que me llamó el Padre Sánchez, presidente del Senado, para urgirme a que me posesionara de Oficial Mayor y decliné diciéndole que había recibido una oferta más conveniente. Me contestó con sorna que feliz de mí que podía rechazar tan alto cargo.

Como es de suponer, yo no me cambiaba por nadie. De la indigencia en Oruro, había pasado a la súbita prosperidad. Cuando juré como director del IBC, procuré que los periodistas no vieran mis botas enfelpadas, que no hacían juego con el traje; y luego salí a comprarme calzados nuevos, y a poco rescaté a mi familia para vivir en La Paz.

Aquellos fueron tiempos de gloria. Los artistas estrenábamos la democracia; muchos de ellos habían sido prisioneros políticos de Banzer y otros volvían del exilio, entre ellos el compositor tarijeño Nilo Soruco, de entrañable memoria, a quien el pueblo de Tarija lo recibió en el Coliseo de esa bella ciudad y él entró cantando una copla muy a propósito: Habían dicho que me he muerto / y habían hecho el inventario / vuelvan, prendas, a su dueño / que el muerto ha resucitado.

El IBC era una institución interesante, creada por el dictador Banzer a instancias de la Dra. Julia Elena Fortún, conocida antropóloga, que había logrado reunir en un solo instituto a organismos diversos que se dedicaban a la cultura, como el Conservatorio Nacional, el Ballet Oficial, el Ballet Folklórico, el Museo de Etnografía y Folklore (aunque no estoy seguro de si lo creó más bien después), el Instituto de Arqueología, que tenía tuición sobre Tiwanaku y todos los yacimientos arqueológicos del país, en fin, la Casa de la Moneda, en Potosí, el Archivo General de la Nación, de Sucre, el Museo Nacional de Arte, en La Paz… Pero como toda criatura de la cultura oficial tenía una estructura meritoria pero fósil, y los tiempos eran de movilización, y desde el IBC no se podía responder a la necesidad de salir a las calles, tan propia de la democracia recién recobrada.

Esta percepción se confirmó años después, en 1984, si no me equivoco, cuando vi una manifestación popular en Río que pedía Elecciones directas ya. No había una sola consigna agresiva contra la dictadura militar, sino una explosión de alegría similar al Carnaval, con escuelas de samba, bellas mulatas que ostentaban bikinis amarillos con inscripciones en letra verde de la consigna general, e incluso el jugador Sócrates, de la selección, a quien vi pasar haciendo técnicas con la pelota. Una explosión de alegría y de color frente a los regimientos grises y sombríos de la dictadura. Tenía otro antecedente: aquel año de 1979, Banzer se había atrevido a ir a Oruro, y de allí a la mina de Huanuni, a ser proclamado candidato a Presidente. De Huanuni los hicieron escapar los mineros, y cuando llegaron a Oruro, habían escogido mala hora, porque era el mediodía y salían los universitarios y colegiales. Recuerdo que le urgí a Yolita, a que fuéramos al mercado a comprar naranjas. Compramos dos bolsas grandes y nos fuimos en taxi a la Avenida Cívica, porque Banzer y Mario Rolón, su acompañante de fórmula, tenían el propósito de visitar el santuario de la Virgen del Socavón, próximo a la Avenida Cívica. Llegamos y distribuí las naranjas como proyectiles. Apareció el binomio del dictador en un jeep descubierto y les cayó encima una lluvia de naranjas, que era el color y el símbolo de la UDP, el frente popular que al final se hizo de la Presidencia en 1982. Recuerdo que Rolón le sacó la lengua a la multitud y les hizo con el dedo índice en la sien una señal de que estaban locos. Entonces le dio en la cabeza un proyectil que no era una naranja, sino una piedra que le hirió en la mejilla. De ese modo, el binomio salió tostando de la Avenida Cívica y se dirigió al mercado Campero. Allí, cosa que ya no pude ver, las vendedoras se habían anoticiado y los recibieron con una lluvia de legumbres y frutas. Aquella jornada festejamos exultantes de alegría esa explosión de color contra la dictadura, pues hasta las sandías y los tomates se habían alzado en armas.
En una edición del célebre Semanario Aquí, que dirigió hasta su asesinato el Padre Luis Espinal, me valí de mi amigo René Bascopé Aspiazu para publicar la foto de un graffiti que habíamos pintado en Oruro y que era de mi autoría. Decía: Bienvenido Banzer, diputado por Charaña. Aludía al famoso Abrazo de Charaña, punto fronterizo en el cual Banzer se confundió en un cálido saludo, pechito con pechito, nada menos que con el dictador Pinochet.

Pero volvamos a mi experiencia al mando del IBC, donde en realidad había sido prudentemente nombrado Interventor, pues para ser director titular se debía reunir el Consejo de Cultura, donde había viejos carcamanes y viejas ídem, todos validos del dictador. Como no podía movilizar nada desde dentro del IBC, tomé contacto con una organización a la cual yo pertenecía a instancias del poeta Ramiro Barrenechea, quien había retornado del exilio a Cochabamba, donde alcanzó a ser mi alumno en Filosofía del Derecho, junto a otros políticos exiliados como Guillermo Richter y Fernando González Quintanilla, todos más tarde congresales, diplomáticos y gente de nota. Esa organización se llamaba Unión de los Trabajadores del Arte y la Cultura (UTAC) afiliada a la Central Obrera Boliviana (COB) y manejada secretamente por el Partido Comunista. Los compañeros y camaradas aceptaron el reto y de inmediato nos dimos a organizar un gran Festival de Arte y Cultura en El Prado, de La Paz, que se realizó dos meses después, en octubre, con la participación de 250 artistas de gran fama, sin que ninguno de ellos pidiera ni un refresco. Televisión Boliviana transmitió en vivo y en directo y recuerdo que artistas como Nilo Soruco, Luis Rico y Ernesto Cavour cantaron canciones revolucionarias, cosa insólita desde 1970, mientras los pintores cumplían lo suyo rodeados de gran afluencia de público y los escritores hacían una feria del libro y había teatro, títeres, danza y cuanto hay. Únicamente el poeta Humberto Quino y un grupo simpático de anarquistas ad hoc, fueron al lugar en manifestación disidente y exhibieron deliciosos carteles que decían: A los burócratas de la cultura hay que colgarlos con sus propias corbatas.

En noviembre repetimos el festival en Chijini y luego en la Garita de Lima. Este último fue coordinado con el alcalde Raúl Salmón de la Barra, quien inspiró al personaje del escribidor, en la célebre novela de Vargas Llosa. Raúl Salmón era autor de teatro popular, muy querido por las vivanderas de La Paz, que se organizaban en los sindicatos más insólitos, como el de Jadoqueras o el de Hamburgueseras. Aquella mañana de inauguración nos invitaron una salteña de medio mero de eslora, que habían preparado para manifestar su cariño al alcalde Salmón. Entretanto, apareció Humberto Quino con otro grupo de anarquistas y unas coronas fúnebres para celebrar las exequias de la cultura oficial. Pero las caseras no tenían el mismo talante del público del Prado y los sacaron tostando, o vendiendo almanaques. Yo me regocijé, porque resultaba una manifestación de izquierda, disuelta por gente genuinamente popular.

En febrero del 80 llevamos el mismo festival a Oruro, para el aniversario departamental, y el artífice fue el actual Senador Carlos Böhrt. Nos fuimos los 250 artistas en cinco flotas contratadas y recuerdo que a la hora de comer, Carlos había hecho habilitar un templo vecino a la plaza Sebastián Pagador, y en el altar mayor descansaban tremendas ollas de picante mixto que recibíamos haciendo cola como si fuéramos a comulgar. Una auténtica eucaristía popular debidamente rociada con chicha cochabambina y tapazos de buen singani.

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