domingo, 27 de septiembre de 2009

MI PRIMERA RUPTURA

Pero volviendo a la cruda realidad de esos días, yo trabajaba a tiempo completo en la universidad, pero había cedido todo mi sueldo. Mi amigo Tavo Giacoman, dirigente del sindicato de trabajadores universitarios, me decía, burlón, que sus afiliados se habían quejado por mi conducta, pues sus mujeres les habían planteado demandas de aumento de sus pensiones alimenticias, que hoy se llaman asistencia familiar, tomándome como ejemplo de conciencia paternal.

Entretanto ya no éramos dos, éramos tres, pues en un viaje a Tarija me casé y recogimos a un bebé de un año que era hijo de Rosy, que se llamaba Diego y hoy es un gallardo padre de familia de 26 años. Los tres vivíamos en un cuartucho con baño colectivo y yo hacía figurillas para que me alcanzaran los pocos pesos que recibía en el periódico por mis columnas. Buscaba uno que otro trabajo y daba mis primeros pasos en un oficio que no me abandonó más: el de free lancer: escribía artículos que firmaban otros y así me ganaba unos pesos, pero con la angustia o la mala conciencia se me agudizó de pronto la compulsión por la bebida. Visitaba a un amigo que tenía un bar surtido, señal de que no bebía y sólo era coleccionista, y al menor descuido abría una botella de ron o de whisky y me echaba adentro largos tragos furtivos, de modo que vivía como en el limbo.

Así las peleas conyugales eran frecuentes y signaron mi vida durante casi diez años, en el país y en México, hasta que todo volvió a reventar.

Con todo, sería injusto culpar a Rosy o a cualquier otra de las mujeres que vivieron conmigo por algo que yo arrastraba dentro de mí, un demonio que quizá se remonta al primer abandono que sufrí en mi nacimiento, más la información genética y cultural heredada de mis padres. Alguna vez hice una constelación familiar y allí salió un panorama tenebroso. En esta terapia inventada por Hert Hellinger, uno delega sus problemas a otros que conforman el grupo, y así hay uno que me representa, y otros que representan a quienes yo quiero, y otros, a quienes determina la terapeuta. Pues bien, lo primero que resolví es que los principales delegados de mi consulta fueran mujeres. Allí estaba yo rodeado por mi padre y mi madre difuntos. Ambos me miraban con insistencia pero yo evitaba mirarlos. Me atraían y yo me resistía. Terminaron tiernamente abrazados y ese fue para mí un mensaje de paz: era como ver a mis verdaderos padres en la otra vida, por fin juntos y ya olvidadas las peleas conyugales con las cuales mi madre atronaba la casa, mientras mi padre las soportaba humillado y contrito. La terapeuta me preguntó si yo era hijo único y le conté que en realidad íbamos a ser ocho, de los cuales seis hermanos murieron al nacer y sólo quedamos dos, todos varones. Otras seis personas del grupo representaron a los hermanos muertos y entonces conté que mi padre había estado en el frente los tres años que duró la guerra. Por fin, recordé que mi familia sufrió el saqueo de la casa y una seria amenaza de muerte en 1946, cuando colgaron al Presidente Villarroel, y en 1952, durante la revolución de entonces. Con todo esto aumentaba dramáticamente la cuota de muerte que había signado la vida conyugal de mis padres. ¡Qué manera trágica de vivir rodeados por la muerte! La terapeuta buscó otro actor del grupo para que representara a la vida, y nos enfrentó a ella: uno era mi hermano y el otro era yo. De pronto, la vida comenzó a reír; mi hermano y yo la seguimos; la risa contagió a los miembros del grupo, incluyendo a los que yacían tendidos en el suelo representando a los muertos. Por fin una carcajada general dio término a la constelación. Antes que me lo dijera la terapeuta, yo sabía que esa era una buena señal, y eso que había ocultado una muerte más, la de mi hermana Leny, de la cual me enteré por un alemán, a quien conocí antes, casualmente, y un día me encontró en la calle y me dio la noticia ocurrida en Santa Cruz. No sabía a quién llamar ni me inquieté por ello. Di por sentada la muerte de mi hermana y allí paró todo.

Rememoro esa carga de muerte para tratar de explicarme por qué alimenté durante tanto tiempo, cada vez menos, ese instinto de autodestrucción que me hizo ser una pareja inestable, cavilosa, indecisa, neurótica, difícil en suma. Mi primera pareja fue Yolita; durante nuestro matrimonio me fui dos veces de casa para vivir, la primera, con Isabel, y la segunda, con Michelle. Me divorcié y me casé con Rosy. Diez años después, cuando lamentaba todavía el divorcio, me encontré con Blanca, con quien viví un año; luego me casé con Jenny, de quien me divorcié. Hoy vivo solo y por fin en paz. Es razonablemente claro que yo tengo la culpa de esa inestabilidad emocional y no ellas. Quizá por eso guardo los mejores recuerdos de Yolita, de Rosy, de Michelle, un poco de Isabel, un poco de Blanca, un poco de Jenny. Hace unas semanas me enteré que Isabel estaba enferma y desahuciada. La llamé por teléfono y se despidió. Dijo que no podía verla porque parecía un esqueleto, y que me había amado siempre. Me encargó que la recordara y que escribiera sobre nuestro amor, lloró y colgó. Aun a mi pesar, me sentí desasosegado y triste, como si enviudara por primera vez. En otras circunstancias me hubiera tomado media botella de whisky de un sorbo, pero aguanté con una infusión y poco a poco recobré la serenidad.

Cuando escribí mi primera novela Allá lejos, ella se ofreció a copiarla en limpio para presentarla al Premio Erich Guttentag. Empastó los originales con tapas rojas y el lomo amarillo, recuerdo, y los presentó ella. Me dieron una mención de honor. La dedicatoria decía: A una cicatriz. Es una historia penosa que quizá más adelante la cuente, pero aludía directamente a mi relación con Isabel.

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