domingo, 27 de septiembre de 2009

Mis estudios en la UNAM


Con mi hermano Enrique en el patio de la UNAM, al pie del famoso mural
Mis estudios en la UNAM fueron raros momentos de paz y de plenitud que disfrutaba desde el ingreso al magnífico campus central y veía los murales de David Alfaro Siqueiros. Había un edificio de expertos en estudios latinoamericanos y cada uno de ellos tenía su cubículo, y en la puerta, su nombre. Nombres gloriosos de las starlets de las ciencias sociales y del marxismo latinoamericano. El cubículo de Marcelo Quiroga Santa Cruz no había sido ocupado por nadie en homenaje a su memoria. Entre los profesores, recuerdo con cariño al chileno Pío García y al argentino Atilio Borón, quienes retornaron luego a sus países y ocuparon cargos importantes. Atilio fue rector de la Universidad de Buenos Aires y un profesor inolvidable de la sociología de Max Weber. Recuerdo también a Sergio Bagú, el viejo y venerable historiador. Entre los compañeros, había una colombiana bella y fina que se llama Patricia Gaitán. Una vez nos invitó a almorzar, a mi primo Chaza y a mí, que compartíamos los estudios. Vivía en un departamento muy acomodado y era muy distinguida para recibir comensales en su mesa. Por entonces el Chaza y yo teníamos un parecido muy acentuado, aunque él es blancón, pecoso y entre rubio y pelirrojo y yo soy definitivamente moreno, aunque la falta de exposición al sol por la capa de smog me hubiera blanqueado un tanto la tez. Si recuerdo bien, la propia Patricia Gaitán nos confundía a veces: Qué pasó que te veo más moreno, Qué pasó que te veo más rubio…

Otra compañera era Clarita y usualmente se sentaba a mi lado. No tendría muy buen concepto de mí como estudiante, porque un día me tocó exponer y ella dijo que yo leía lo que quería, lo que me convenía, cosa que era cierta, pues no soy un lector conceptual sino más bien impresionista. Recuerdo, por ejemplo, que mientras leía El Capital había pensado en ponerlo en escena e incluso había dibujado en su última página una propuesta de escenografía donde aparece Marx, el vendedor de géneros y el de granos, si recuerdo bien, que le sirven para ilusrar el tema de la mercancía. Sin embargo tuve al menos dos éxitos: el primero, cuando expuse sobre la teoría leninista del partido político, un tema que me apasionaba, y resumí el pensamiento de Lenin en un catecismo de una veintena de puntos del cual algunos compañeros me pidieron fotocopias, entre ellos un buen amigo chileno de apellido Cavallo, así, con uve. El otro fue más interesante: un viaje a Puerto Rico; pero primero quiero contar un episodio con Clarita que fue también decisivo para escribir Ando volando bajo.

Resulta que hacía frío y que Clarita había ido a clases un tanto desabrigada. Le cedí mi chamarra y seguía estremecida y se quejaba del frío. Entonces le dije que era su culpa, porque bien podíamos estar en un lugar más abrigado. Me aceptó y en el viaje en camión a su departamento no cesamos de besarnos ni de tocarnos todo el tiempo. Por fin estábamos en su casa y me dice algo que no me gustó: Yo estas cosas las despacho rápido. Por menos me hubiera arrepentido, pero me animaba una carencia que se me hizo patente gracias a un compañero boliviano que me preguntó si ya había roto la maldición azteca. ¿Cuál era? Que si ya me había cogido una mexicana. Me pasmó saber que no, que sólo había tenido una aventura con una compañera boliviana, y luego vivía consagrado a mi matrimonio. Pues ahí tenía la oportunidad de romper la maldición y entonces me di con entusiasmo al asunto. Fue maravilloso, y cuando yacía satisfecho y le pregunté si era chilanga, porque hablaba con acento del DF, me dice: Noooombre, soy colombiana, nada más que vivo veinte años aquí. Con lo que se rompió el encanto. Sin embargo la imagen de Clarita se movió con persistencia en mi imaginación y me sirvió para crear el personaje de la heroína de Ando volando bajo, la prima de José Guadalupe, cuyo nombre, cómo es la memoria, no recuerdo en este momento. ¡Almadelia! Cómo no. Incluso el acto de amor en la tina sembrada de alcatraces (nuestros cartuchos) está inspirada en la tina vieja de Clarita, que por supuesto era de su uso personal y no servía de campo de cultivo.

Con la amiga boliviana tuve una epifanía que nunca fue igual en otros encuentros amorosos. Escapamos del Hotel Francis a Chapultepec, y allí buscábamos un rincón para amarnos, pero había mucha gente y a cada momento nos sorprendían miradas ajenas en nuestras caricias más audaces. Entonces me senté al borde del lago, en el césped, y la cobijé con brazos y piernas. Le besé la espalda, el acaricié los senos y fui bajando al sitio inevitable mientras le hablaba al oído. Cerramos los ojos y todo se convirtió en un sueño muy intenso. Cuando volvimos a abrirnos, había un grupo de niños en la orilla opuesta que nos miraban entre divertidos y azorados.

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