domingo, 27 de septiembre de 2009

Mis recuerdos más remotos

A poco de nacer, mis padres me llevaron a La Paz, a una casa ubicada en la calle Rosendo Villalobos, de Miraflores, donde años después volvió a vivir mi hermano Enrique. No sé si allí o dónde festejamos el cumpleaños de mi tío Germán en noviembre de 1952, es decir, a seis meses de la revolución. Paz Estenssoro era presidente y lo recuerdo subiendo unas gradas de madera, mientras mi madre me alza en brazos y me insta a que reciba al Jefe haciendo la V de la victoria. Mi madre contaba que durante la revolución yo lloraba de hambre pidiendo pancito, y que mi padre salía a ver si compraba algo arriesgando la vida en esos crudos días que la familia sobrevivió comiendo arroz con leche, lo único que había. Años después, me perdí en Miraflores. Recuerdo un descampado donde trabajaban unas motoniveladoras: se construía el Hospital Obrero, que quedaba unas cuadras detrás de mi casa, como que allí me encontraron luego de tocar a rebato y de alarmar a todo el barrio. Recuerdo también un carnaval en el cual yo veía con terror a los pepinos: me asustaban sus caretas, y mi hermano me hacía llorar con una máscara de loro. Luego volvimos a Cochabamba y desde entonces guardo la grata memoria de la casa de mi tía Maruja, en la calle Uruguay N° 56. Ya habíamos comprado la casita de lo que sería Villa Montenegro, en la margen derecha del río Rocha, y una ahijada de la tía, que se llamaba Catalina, nos llevaba a conocerla. Recuerdo que una vez cocinó en una ollita un caldo delicioso que nos sirvió en platitos de juguete. Poco después nos trasladamos y mi vida transcurrió en una infancia feliz, que se me agolpó más tarde en la memoria al leer Las Palabras, de Jean Paul Sartre. Nada era para mí más grato que vivir junto a mi madre. Todavía a los trece años la consideraba la mujer más graciosa y más inteligente del planeta. Era una devoción muy intensa. Los domingos, ella me dejaba dormido y se levantaba a oír misa. Yo despertaba y al comprobar que ella había salido, me sentaba a la puerta de la casa esperando que volviera. La veía como a una cuadra y corría a recibirla. Hasta hoy me da una sensación de paz recordar el beso que le daba en su mejilla fresca. Llegaban continuamente mis primos y primas de La Paz y la casita nunca estaba vacía, particularmente durante el verano porque teníamos una piscina con agua propia y una huerta sobre mil metros cuadrados, con árboles de durazno y ciruelo, de naranja, lima y limón, de manzana y membrillo. También plantábamos frutillas y teníamos un parral que daba uva rosada menuda y grande. Una parte de la huerta era el alfar y la otra un maizal donde también había zapallos, lacayotes y carotes. El cuidador se llamaba Darío y su mujer, Sabina. Tenían una hija, la Felisa, que era de mi edad, y un hijo de ojos claros que se llamaba Adrián, a quien años después lo llevaba en la barra de mi bicicleta y lo hice caer de coco.

El escenario preferido de mis juegos era un kiosco erigido sobre un depósito, de modo que era una especie de atalaya que servía de castillo, de casa propia, de barco, de nave, de oficina. El barrio era propicio para desplegar todas mis energías. Mi primer compañero de juegos fue un perro de raza indefinida, con manchas blancas y negras, de raza chica, a quien mi papá le había puesto el nombre de Boquerón. Era muy bravo y se trenzaba a pelear sin miedo con los tremendos perros del barrio, entre ellos el Rusty, de mis amigos los Andrew Cardoso, que vivían al lado de mi casa. Cristóbal, el Cris, era de mi edad; había nacido el 12 de octubre de 1949, igual que mi primo Javier Suárez Eyzaguirre, y por eso se llamaba como el descubridor. Él fue mi gran amigo hasta los 16 años en que perdimos la casita.

Jugábamos bata, una versión del béisbol, y fútbol. Yo jugaba pasablemente bata, pero nunca fui bueno para el fútbol: me aterraba cabecear la pelota y no era bueno para hacer amagues ni fintas. Quizá tenía astucia mental, pero no corporal. Por eso me definí como marcador de punta derecha y allí creo que cometí buenos despejes. Íbamos en bicicleta al balneario Chorrillos. Pero antes de conocer a los Andrew tuve un gran amigo, mayor que yo, que me fue muy útil cuando me compraron una bicicleta de segunda mano y aprendí a manejar lanzándome cuadras y cuadras en línea recta hasta que intenté volver y me caí. Recuerdo que volví a pie a casa, pero luego era un consumado ciclista. Una vez salí a gran velocidad y dando latigazos al manubrio porque había visto Ben Hur, y me creía un guerrero de Roma. La carrera se interrumpió porque reventó la llanta de la bici. Por eso me acuerdo del episodio, porque yo tenía ese amigo tan paciente conmigo, a quien buscaba con toda confianza para que me parchara la bici. Se llama Freddy Méndez Araníbar, y le decíamos el Moto Méndez. Él vivía en el Pasaje Zoológico, junto a su numerosa familia, con muchos primos. En toda mi infancia viví sin conciencia de mi cuerpo: era un niño sano, aprendí a nadar pronto y mi vida era un gasto continuo de energía. Tal vez por ello era delgado pero fuerte, aunque con cierta propensión al resfrío, sobre todo cuando viajaba a La Paz y el aire seco me lastimaba la garganta y a veces me postraba en cama.

Digo que se me agolparon esos recuerdos con la lectura de las memorias de Sartre porque allí se registra un episodio que yo creo haber vivido. Dice Sartre que vivió rodeado de mujeres, de sus tías, y que para ellas era un niño hermoso, hasta que un día vio su figura en un espejo y descubrió que era feo. Yo también descubrí mi fealdad y ese sentimiento no me abandonó hasta hoy. Más que fealdad era una inseguridad para mirar de frente y hablar con naturalidad, que hasta hoy me hace pelar los ojos y gesticular de un modo que a veces siento que desconcierta a mis interlocutores, peor si son mujeres. Con esa inseguridad, han tenido que ser indulgentes las mujeres que se acercaron a mí.

No tenemos costumbre de hablar del cuerpo. Me he propuesto hacerlo y, ya ven, voy por las ramas. Un acontecimiento capital para mi cuerpo fue el descubrimiento del sexo. Fue en La Paz, cuando no había llegado todavía a la pubertad. Recuerdo que me colé al lecho de no voy a decir quién, y como no tenía la menor pista de por dónde se consumaba el acto, me interné entre sus nalgas. No bien las rocé sentí una fuerza magnética que me impedía separarme y se me vino la imagen de los perros que copulan y se amarran. Cómo los entendí durante esos instantes. Luego comprobé que algo había salido de mí, algo espeso y pastoso, y me alarmé por otro lugar común, aquél que repetían los papás cuando decían que un hijo era de su sangre. ¿No sería sangre aquello? Pero si era sangre, seguramente había manchado las sábanas, la ropa interior, todo, y al amanecer me descubrirían. Corrí al baño, accioné el interruptor y para mi desengaño se encendió un foco rojo, de modo que su luz quizá disimulaba el color de la sangre que sentía en mis manos. Al amanecer salí corriendo a la iglesia y me confesé.

Ya de retorno a Cochabamba, racionalicé el procedimiento: si el roce me había provocado esa sensación deliciosa, quizá al frotarme… Lo hice y descubrí un camino vasto y recurrente que me acompañó toda la vida: el placer solitario tenía su encanto. Años después encontré en el Libro de Manuel, de Cortázar, un personaje que quería emancipar la masturbación de toda imagen, como si fuera un placer autónomo y no un sustituto del verdadero sexo. Jamás olvidé esa postulación extrema de Cortázar, aun sabiendo que el placer solitario jamás puede librarse de los juegos de la imaginación y la memoria, que se remiten a episodios sexuales con otra persona, real o imaginaria, pues enfrascarse en el acto mismo, sin imágenes, es imposible.

Aquel descubrimiento dio fin a la devoción que sentía en el colegio hasta terminar el sexto de primaria, una devoción que me hacía soñar con ser religioso y me empujaba a imponerme penitencias, como el voto de silencio que cumplía al regresar a mi casa o en el recreo. Se acercaba algún amigo y yo le señalaba mis labios sellados, y me quedaba callado.

Junto a esta fantasía, me duró largo tiempo una que encontré luego en un verso de Baudelaire, cuando habla de darse un baño de multitudes, y peor aún, en Guy de Maupassant, cuando se considera a sí mismo como una llaga herida en medio de la gente. Me gustaba internarme entre la gente y escurrirme para que nadie me rozara. Si alguien lo hacía, sentía que me desgarraba pues yo era una herida abierta. Más tarde escribí: una herida que ríe.

El placer sexual se convirtió para mí en una obsesión que busqué luego todos los días, a todas horas, agravada por la disciplina del colegio religioso, que nos hurtaba la presencia de la mujer y evitaba que la amistad con ellas fuera algo natural. No creo haber sido la única víctima de esa compulsión que me impedía considerar a la mujer como una amiga y no como un objeto del deseo. Mi madre tenía muchas amistades, en especial comadres; íbamos de visita y yo andaba al acecho para abrazarlas y pegarme a ellas con intenciones deshonestas. Pero esa compulsión me enfrentó con una sensación penosa: el rechazo. Tanta sería mi ansiedad, que las chicas me rechazaban. Aun más: las niñas bien, a quienes conocí en mis primeros bailes, se estremecían cuando me miraban la cicatriz natal, que ocupaba buena parte de mi cuello. Se estremecían y se negaban a bailar conmigo, y cuando lo hacían, yo evitaba mostrarles ese perfil. A tal punto influyó en mi conducta esa fobia, que siempre me fue imposible recostarme a la derecha de una mujer, porque siempre preferí mostrarles mi perfil derecho. Una amiga del barrio observó que yo no miraba de frente y bailaba con el rostro de perfil, y me dijo que eso no era correcto. Ese proceso duró buenos años, hasta que descubrí, ya casado, que uno se fabrica máscaras, y que la gente no adivina así nomás tu inseguridad, tus sentimientos. Eso me sirve hasta hoy, pues en el fondo no he perdido la timidez de mi adolescencia, pero la disimulo muy bien, al punto que la gente se ríe cuando digo que soy tímido. Pocas personas saben que sí lo soy. Esa inseguridad le dio una movilidad errática a mis ojos, y todo para evitar mirar de frente. Eso que llaman mirada huidiza me atormenta hasta hoy; por supuesto que me esfuerzo por evitarla, pero no puedo hacerlo naturalmente, como la mayoría de la gente.

Por esa compulsión sexual, una vez que logré una relación estable, no dejé ni un solo día de mi vida de tener placer sexual, pues si no lo conseguía, como se dice me hacía solito la comida.

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