domingo, 27 de septiembre de 2009

NACE EL OJO DE VIDRIO

De vuelta en Cochabamba me llamó mi buen amigo y condiscípulo en derecho José Nogales Nogales, jefe de redacción de Los Tiempos, y me propuso escribir una columna y un recuadro adicional a diario, que rompería la página editorial y saldría en las centrales junto a similares notas de Alfredo Medrano. Alfredo bautizó su columna como Una imagen, unas palabras, porque esa era la idea: una fotografía y un texto, y firmó con el seudónimo de Urbano Campos. Yo le puse a mi columna Ojo de Vidrio y la firmé con mi nombre, pero a los pocos días la gente me puso el mote y hasta ahora me dicen Ojo, Ojito, Vidriu Ñawi, Cristal Ñawi… Alguna vez alguien me dijo una velada amenaza: Ojo de vidrio molido te va a quedar.

Entonces comenzó quizá la fase más importante de mi vida, que dura hasta hoy: la de sentirme leído y comentado, y cultivar un lenguaje sencillo, cotidiano, al alcance de todos, evitando las citas y las frases eruditas. Fue un suceso, pero pocos se imaginaban nuestro curioso modo de producción, porque nos reuníamos con Alfredo en la pensión de Javier Arze, en la esquina Jordán y Suipacha, y allí pasábamos el día, comiendo en principio un caldito de riñón debidamente rociado con cerveza, luego almorzábamos y a la espera del platito de la tarde pedíamos chicha. Escribíamos las columnas en servilletas de papel sábana y las enviábamos al periódico, que quedaba cerca, en la calle Santibáñez, para que las transcribieran a la vieja usanza, en cintas amarillas y perforadas que luego se revelaban en tiras de papel de fotografía. Al margen, enviábamos una nota de auxilio al administrador, el recordado y hoy finado Demetrio Villegas, valeroso cotagaiteño y sobrino de La Chaskañawi, pidiéndole dinero para pagar la cuenta. Ocurre que Feny Canelas, hoy Director de Los Tiempos, nos había dicho que no teníamos sueldo fijo pero que pidiéramos nomás de acuerdo a nuestras necesidades. Para qué lo diría, porque creo que nos sobregiramos y al mes siguiente ya estábamos en planilla. Alfredo era “mi vecino de arriba” o “mi vecino de columna”; hablábamos de la gente común y a muchos de ellos los convertimos en personajes. Como decía Alfredo, aquella gente cuando más podía aspirar a aparecer en un aviso necrológico o en la crónica roja, pero los volvimos famosos, especialmente a la gente de nuestro gremio: los gastrónomos, gastrósofos, sibaritas, cocineros, cocineras y garcías, que es como llamamos aquí a los mozos.

Pocas veces, probablemente nunca más, conocí a alguien más bueno que Alfredo, a tal punto que jamás le oí hablar mal de nadie, mucho menos ser cadena de chismes. Tenía una posición política de izquierda y despotricaba contra los ricos, pero contra nadie en concreto. Alfredo estaba curado de envidias, del sentido de competencia, de cualquier otra mezquindad, y era una referencia valiosa para los paisanos animados por la chispa del emprendimiento. Alcaldes y dirigentes cívicos de provincia lo buscaban para hacer alguna publicación u organizar alguna feria. De ese modo fue el inventor de las ferias gastronómicas, que hoy se suceden cada fin de semana con los motivos más variados, pero todos tradicionales. Alfredo decía en broma que alguna vez organizaría la feria de la yuca y el zapallo. Tenía un proyecto de periódico para el Chapare que tendría dos suplementos, uno masculino que se llamaría La Yuca, y otro femenino, El Zapallo. Yo era más breve en mis notas, que se publicaban a una columna y en revirado, motivo por el cual me decía, socarrón: ¿Te has fijado que la mía es más grande que la tuya? Una mañana me jugó la mejor de su vida. Me llamó por teléfono para decirme: Querido Ramón, tú sabes que entre nosotros jamás ha habido envidias ni elogios ni sentido de la competencia. Cada uno ha hecho su trabajo a su leal saber y entender. Pero lo que has escrito hoy es una obra maestra de la lengua castellana. Es increíble cómo has mejorado tu estilo. Le agradecí con balbuceos y salí ronceando a buscar el periódico, a ver qué siempre había yo escrito para arrancarle semejantes elogios. La respuesta era sencilla: el armador se había equivocado y su nota salía en mi columna. ¡Una broma inolvidable!

¡Qué aventuras no pasamos juntos con Alfredo!

Desde que conocí a Alfredo me llevó de la nariz por los siete círculos del cielo y del infierno cochabambinos, y allí me hice amigo de sus amigos, todos seres intensos, con unas ganas desbordantes de vivir pero con una secreta manía de autodestrucción. No entiendo cómo pude tener una pareja estable con amigos que eran demasiado independientes y caprichosos como para no tener problemas conyugales. Nos divertíamos a mares pero seguramente nuestras mujeres no nos veían con buenos ojos.

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