domingo, 27 de septiembre de 2009

PAZ, POR EL DIABLO, PAZ

Poco antes de que se desatara mi nueva vida yo gozaba de una suerte de paz, que fue lo que más necesité desde la adolescencia. Recuerdo que me fascinó bastante antes la lectura de Rabelais y que subrayé una frase para mí emblemática: Paz, por el diablo, Paz. Eso quería yo, un poco de paz, y al parecer la había logrado aunque se pareciera sospechosamente a una turbia resignación. Resignación con la vida estrecha de casa, con la rutina, con el armisticio que había hecho norma de mi vida a mi retorno del exilio. Hasta que apareció Rosy en mi vida y todo se puso en movimiento a tal grado que diez años después, cuando nos divorciamos, le dije un elogio que le calzaba muy bien: En estos diez años no he tenido tiempo de bostezar. La vi y allí comencé a girar como una perinola. La verdadera historia comenzó un primero de mayo, que amanecí fuera de casa y festejé desfilando y sumiéndome luego en una ceremonia de libaciones entusiastas, mechadas con gritos míos pidiendo la gloria para los mártires de Chicago y dando vivas al proletariado boliviano, que me sirvieron de pretexto para ocultar en casa la falta que había cometido al no recogerme a dormir.

Por entonces tenía ya tres hijos: Ariel, el mayor, de quince años; el segundo, de trece y la niña, de nueve años. Pronto completaría los cinco hijos con el nacimiento de Camila en 1986 y de Ramón Ernesto en 1990. Quizá al volver a casa el dos de mayo, todavía oscuro, pensé en el riesgo que corría con mis hijos. Se me ocurre ahora que el mayor acaba de cumplir los 39; en realidad, lo vengo pensando desde que vivo solo: uno puede perder el amor de una mujer y al cabo no sentirlo, pero perder el cariño de los hijos, no tiene reparación. Por eso digo que lo que me resta de vida no me alcanzará para reparar los errores que cometí al abandonar a mis tres hijos mayores, pues aunque jamás dejé de darles una generosa pensión, ellos necesitaban mi presencia, mi imagen de padre junto a ellos y no sólo el dinero suficiente para vivir.

Yolita estaba harta y al día siguiente me planteó el divorcio. Fue una ceremonia triste, de la cual guardo, sin embargo, una versión distinta. Ella había hecho preparar un convenio en el cual pedía la mitad de mi sueldo de profesor a tiempo completo en la universidad y yo le dije algo inesperado: ¿Cómo me vas a pedir la mitad de mi sueldo? ¿No tienes conciencia? Ella me dijo que igual no le alcanzaría para mantener y educar a tres hijos y le contesté que claro que sí, el cincuenta por ciento es poco, y le ofrecí el cien por ciento más aguinaldos, bonos patrióticos (otro aguinaldo que entonces se pagaban antes de las fiestas patrias) y cualquier otro incremento. Esa misma tarde firmé otro documento con esas cláusulas y a los pocos días Yolita presentó la demanda de divorcio. Así en poco más de cincuenta días me había divorciado y tenía una nueva pareja. Yolita había tomado los servicios de una abogada que era mi condiscípula, a quien yo le ofrecí pagar. Cuando se consumó el divorcio, no me cobró un peso. La segunda vez, Rosy tomó sus servicios y al término la visité para preguntarle cuánto y me dijo: Esta vez más no te voy a cobrar nada, pero la tercera, te cobro por los tres divorcios.

Recuerdo que a principios de junio me picó en el alma la ausencia de mis hijos. No sabía dónde vivían, de modo que me fui a la salida del colegio para verlos. Luego de algunas cuadras de caminar con los dos mayores, Ariel me detuvo, me puso la mano en el pecho y me dijo que hasta ahí nomás, por favor: no quería que yo conociera dónde vivían. Con todo, di con su casa y los visité constantemente. Incluso ya nacida mi hija Camila, salía con ella los domingos por la mañana como si fuera a visitar a mi madre, y me iba a casa de Yolita y de mis hijos. Algunas veces incluso la dejé allí unas horas; la nobleza de Yolita hizo el resto y hoy tienen una relación muy cariñosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario