lunes, 28 de septiembre de 2009

PEDAGOGÍA DE LA LIBERACIÓN

El libro tenía un título complejo: Pedagogía de la Liberación. Primera parte: Crisis de la civilización occidental, y con el tiempo generó confusión, pues muchos profesores y alumnos de las Escuelas Normales lo creen un tratado de Pedagogía, quizá por la semejanza del título con la Pedagogía del Oprimido. Muchas veces quise escribir la segunda parte, pero sólo treinta años más tarde percibí que había un obstáculo epistemológico que conspiraba contra mi propósito. En términos generales, los filósofos de Frankfurt condenaban el sistema porque reducía la cultura occidental a mercancía, y proponían el retorno a lo grandes valores de dicha cultura. Pero ¿dónde quedaban nuestras culturas? ¿Acaso la realidad universal se reducía al legado de Occidente? En mi misma obra había la presunción de que ese legado se había extendido tanto en el mundo que todos al final éramos occidentales. Yo me sentía occidental, una suerte de esquizofrenia que hoy denuncio con vigor, pues pertenecemos a sociedades increíblemente complejas, con una superposición irresuelta y hasta contradictoria de concepciones del mundo. Somos paganos, y eso quiere decir mucho, pues viene de la palabra latina pagus: la aldea que nos vio nacer, la cultura local donde dimos nuestros primeros pasos, nuestra formación, nuestro modo de ver y nombrar las cosas. Sólo en 1998 me encontré con el libro de Jesús Martín-Barbero De los medios a las mediaciones, en el cual, para mi sorpresa, descubrí que él había seguido el mismo derrotero: primero la lectura de la Escuela de Frankfurt, enriquecida con autores que yo no conozco hasta hoy, como Walter Benjamín, y que había pasado por la misma perplejidad respecto a la solución que proponían, que marginaba a nuestras culturas. Para hallar la solución, Martín-Barbero vuelve los ojos al anarquismo y recupera la noción de “pueblo”, en el sentido de pagus y de culturas locales, como una noción cultural, más que sociológica o económica. Examina el estatuto de dicha palabra y la mala ventura que ha tenido hasta hoy por influjo del marxismo, y la reivindica para aludir a los cientos de culturas locales que conforman nuestra realidad americana, urbana y rural, asemejándolas a las comunas que rescata el anarquismo, sociedades culturales con su propia cocina, su propia música, vestido, usos y costumbres, concepción del mundo y forma de vida. No en vano ellos fueron los inventores de la palabra comunismo, en oposición a la omnipresencia de ese Leviatán amenazante, el Estado. Con esos insumos, calculo que ya estoy en condiciones de escribir la segunda parte de mi tesis de grado.

Ya era abogado y seguía trabajando como inspector de Minas, cuando nos dieron una vacación judicial paga, y recuerdo que pasé un mes inolvidable, porque escribí mi primera novela, Allá Lejos, que luego la hizo imprimir mi hermano con el sello de la Editorial Los Amigos del Libro, como distribuidora. Me divertí porque me acomodaba en el suelo, con la máquina en una mesa bajita, y escribía toda la mañana en papel de teletipo. Así los capítulos eran rollos que yo envolvía cuando me daba cuenta de que ya no daba más. Recuerdo que partí de un chiste y lo engordé a la usanza de Lezama Lima, en ese lenguaje barroco, hasta convertirlo en novela. Nunca tuve crítica sobre ese libro, pese a que ganó mención honrosa en el Premio Guttentag, pero hay todavía algún trasnochado que la considera mi mejor obra, y bueno, tiene sus capítulos interesantes. A media mañana me preparaba una jarra de coctel y así la escritura se me convirtió en un disfrute. Por la tarde me iba a la piscina, por la noche bebía con los amigos, y al día siguiente renovaba el coctelito y la escritura. Un día me di cuenta de que el tema estaba concluido y así la novela, y no escribí ni corregí una sola línea más.

Para entonces ya había nacido mi hija Raquelita, que en realidad debía llamarse Anunciada, primero porque un año antes de que la concibiera mi mujer ya tenía nombre y nos servía de pretexto para escaparnos de las fiestas. Es que la hemos dejado sola y ya no podemos quedarnos. Y segundo, porque nació el 25 de marzo, día de la Anunciación del Arcángel San Gabriel a María. Día del Ave María. Raquel Gabriela fue una niña que jamás nos dio problemas. Si sus dos hermanos mayores se enfermaban continuamente y a veces paraban en el hospital Albina Patiño, a Raquelita la descuidamos pero no se enfermaba de nada.

Creo que ella llegó con una marraqueta bajo el brazo, como se dice, porque a poco mi hermano me llamó por teléfono y me dijo que me estaba mandando mi nombramiento como Notario de Minas, en reemplazo del abogado potosino. Le dije que no lo hiciera, que era mi amigo, pero me contestó una cosa juiciosa: Pon en un platillo tu amistad con ese señor, y en el otro, el bienestar de tu familia, a ver cuál pesa más. Al día siguiente le previne al abogado que me nombrarían en su reemplazo, y me dijo que por fin se libraba de ese trabajo, que incluso había tenido que tramitar su carnet del MNR pero siempre había sido falangista, en fin, que me felicitaba por hacerme cargo, y se fue dejándome la oficina. Pero se fue directo a la Cámara de Minería a hacer un escándalo: que yo no era todavía abogado, y según la ley no podía ocupar ese puesto, en fin, que incendió a los empresarios mineros contra mí. Entonces tuve ocasión de aprender algo más de mi hermano, pues él trabajaba en el ministerio del ramo, como asesor general, y a su escritorio llegaban los radiogramas y cartas escritas en mi contra con mil denuncias acerca de mi título. Y entonces me decía: Puedes hacer dos cosas: la primera, identificar a los autores de esas denuncias y sacarles la mierda; la segunda, no hacer nada, hacerte el cojudo y manejarlos a tu antojo. Decidí optar por lo segundo y me divertí enormemente, porque los mineros que habían escrito en contra mía me visitaban y me llenaban de elogios. Yo conocía así los vericuetos de sus amas y su hipocresía; sonreía agradecido y me cagaba de risa por dentro. Buena experiencia que repetí varias veces en mi vida.

Como Notario comencé a ganar bien. Mi jefe, el superintendente, era un abogado orureño aficionado a jugar con dados, decidor y gracioso. Recuerdo que yo lo llevaba casi cada día a beber al Bar Comercio y a almorzar al Guadalquivir, o a La Oficina, que eran restaurantes exclusivos. La invitación siempre tenía el mismo tono: Que funcione la oficina, doctor, y el superintendente aceptaba. Un día mi madre se enojó, porque por entonces vivíamos en su casa y a su amparo, y nos echó de la casa para que buscáramos nuestra vida. Entonces aprendí a mantener una casa y a medir mis gastos, porque ya no me alcanzaba para las francachelas que yo le pagaba a mi jefe.

Me compré mi primer coche, una peta Volkswagen de propiedad de un señor alsaciano de nombre Felipe Falkine Ziegler, casado con una señora Anze. En realidad me la vendió un amigo Cardona, pero tuve que buscar a Falkine para arreglar los papeles. Cuando me enteré que era alsaciano, le conté que mi bisabuelo, el padre de mi abuela Concha, se llamaba Charles Block Levi, y que era alsaciano. Me dijo que él había sido su amigo, incluso siento que me dijo que había trabajado en el Bazar Alsaciano, de propiedad del bisabuelo, y que era un gran señor. Fue la única referencia que tuve de él en mi vida. Dicen que hay por ahí una fotografía de él, en la cual ostenta una larga barba blanca, pero nunca la he visto.

Ya tenía una peta y me creía dueño del mundo. Una mañana me llamó por teléfono el Dr. Ronny Rojas, con quien había trabajado como secretario en una época en que me pagaba 100 bolivianos mensuales, casi nada, pero era muy buena persona. Era abogado de La Promotora y me urgió que lo visitara en el acto. Me dijo entonces que en la víspera, en horas de la madrugada, yo daba desaforadas vueltas por la acera central del Paseo del Prado en mi peta, en un curioso rallye urbano, y que él no podía permitir eso. Total, que me cambió la peta por la cuota inicial de una casa en la Urbanización El Castillo, que fue la primera de su tipo abierta a cualquier persona de clase media, pues antes de ello, la vivienda social estaba reservada a los gremios, y así había barrio minero, barrio fabril, barrio petrolero… El asunto de la casa me trajo un disgusto aleccionador. Yolita, mi mujer, se resistía a soterrarse en un barrio lejano, al cual se llegaba por camino de tierra en el colectivo que iba a Sacaba, un pueblo a 13 kilómetros de Cochabamba. Un día don Raúl, su padre, nos invitó a almorzar y me dijo que cómo me iba a ir a vivir tan lejos, que mejor construyera una casita en su patio. Le dije entonces que para tramitar el crédito necesitaba que nos cediera la propiedad del lote y me insistió que así nomás, sin papeles, construyera un departamento. Le dije que eso era imposible y de pronto se levantó en pleno almuerzo y me gritó: ¡Mejor bótenme pues de mi casa! Le hice una seña a mi mujer y en ese momento nos fuimos, y no le hablé hasta mucho tiempo después, y consolidamos la casa de El Castillo.

Ya había tenido un problema con él años antes, cuando un día en que comíamos en La Oficina, Yolita se puso mal y tuvo un vómito de sangre porque estaba enferma del pulmón, según descubrimos luego. Así indispuesta la llevé a casa de su padre a recoger a mi hijo Ariel, que era un bebé. Mientras lo alistaba, le dije al viejo que su hija estaba enferma, que había tenido un vómito de sangre, y no se conmovió. Entonces me enojé y añadí: Parece que usted sólo tuviera dos hijos y que ella fuera su recogida. Para qué le diría, porque se levantó hecho un león y trató de agredirme. Recuerdo que tomé un sillón y lo mantuve a raya como domador de leones. Era un hombre de cóleras ingobernables, y si me asestaba un golpe me desnucaba. Era muy fuerte, pero supe contenerlo. Así ya entonces no le hablé durante mucho tiempo, pero un buen día di mi examen de grado, y había invitado a un solo compañero para brindar en mi casa, junto a mi padre, cuando llegó el viejo como un bajá, trayendo un tremendo lechón al horno, chicha y cerveza, de modo que nos reconciliamos y bebimos a más no poder. Pero luego se precipitó el asunto de la construcción y volvimos a pelearnos. Así pasé quince años de relación, con largas temporadas sin hablarle.

Ese lechón estaba relacionado con un episodio que me tocó vivir como inspector de Minas. Cierto día me fui de inspección a Cerro Sapo, un yacimiento de sodalita que databa del tiempo de Tiwanaku, y del cual era concesionario un arqueólogo noruego, el maestro Bernardo Ellefsen Conjaud, que tenía una disputa con un dirigente agrario, José Pedro Ugarte. Fue un viaje inolvidable, pues desde Independencia viajamos a lomo de bestia hasta la mina. Ibamos Ellefsen, un agrimensor y yo, y me dejaron escoger entre un caballo de alguna estampa, un rocín, una mula y un burro. Como era un inexperto, escogí el caballo de estampa, y fue una pésima elección, porque sacudía mucho y a los pocos kilómetros tenía los riñones en las amígdalas y el culo muy magullado, en tanto que Ellefsen viajaba en burro, y el paso del animal era tan uniforme y manso que hasta podía leer. A media tarde anocheció por la niebla y yo no podía ver ni adelante ni atrás, sólo el animal bajo mis piernas y su resuello en medio de esa soledad. Era un viaje fantasmagórico que se agravó con la lluvia, porque el sendero se tornó resbaloso y a cada paso perdía pie, y yo iba con los pies fuera de los estribos para apoyar el izquierdo en la loma y no irme al precipicio con mi caballo. Al rato tuvimos que seguir a pie, y recuerdo que descendíamos por una pendiente de lodo, completamente a oscuras y resbalando de culo, golpe tras golpe, interminablemente, como en un tobogán de los mil demonios. Allí descubrí que inventar y reinventar malas palabras es terapéutico, porque maldecía a gritos en todos los tonos y vocabularios. Así llegamos hechos unos adobes de barro a un sitio donde había un pequeño poblado en las faldas de Cerro Sapo. Recuerdo que había una profesorita rural, y que me tentó la idea de visitarla, pero los campesinos montaban guardia alrededor de su dormitorio y la protegían. Había ovejas, pero los campesinos no las consumían porque eran para la venta. Comían una mazamorra de maíz, y sumergían en ella un atado de sebo de oveja para darle alguna consistencia. Era una comida insípida y asquerosa, pero así se vive probablemente hasta hoy, aunque ya construyeron un camino hasta ese lugar casi inaccesible.

Al retorno, me regalaron una cría de chancho. Para qué lo harían porque no podía llevarlo sobre el caballo, pues lo espantaba con sus berridos y al final tuve que llevarlo arreando y maldiciendo en mil idiomas. Así me costó muelas traerlo hasta Cochabamba, y cuando llegué, lo llevamos donde mi suegro, que lo llevó a Pocona, donde seguramente tuvo crías. Nadie me sacaba de la cabeza que el lechón que comimos en el festejo de mi examen de grado era una mínima parte de la que me correspondía por la crianza.

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