domingo, 27 de septiembre de 2009

PEPE Y NELSON, MIS CUATES

La muerte de mi padre me afectó terriblemente, al punto que comencé a sentir taquicardias y una depresión inclemente. Fui derivado al médico familiar y él me aconsejó que no frecuentara a los compañeros bolivianos, pues vivir con la mente puesta en el país acabaría conmigo en una semana, y eso hice: me sumergí en la vida del barrio y me hice de dos buenos amigos militares. En realidad, la duendecilla amistosa fue mi hija Raquelita, pues un buen día fue puerta por puerta avisando que era mi cumpleaños, y de pronto el pequeño departamento que ocupábamos apareció lleno de vecinos que llevaban botellas de tequila, de brandy, de ron y otras delicias. Así me hice amigo de Pepe Brito, un militar de origen yucateco, y de Nelson, un veracruzano gigante, guapo como nuestros benianos o cruceños. Con ellos me tomé todo lo que se podía, en jornadas inolvidables por la sencillez de mis nuevos amigos y por las expresiones de Pepe, que no se me olvidan: Híjole Juanita, Chúpale pichón, y por el tono sentencioso de doña Conchita, su esposa; Nelson era más reservado pero afable, y todos vivíamos con estrechez, pues los militares en México no eran muy bien pagados.

Una noche en que bebíamos me acorralaron ambos para preguntarme qué era yo y por qué vivía en ese barrio reservado a los militares. Comencé por lo último: porque era barato, y les confesé que era exiliado. Al día siguiente, que era domingo, me llevaron al campo y me dieron una tremenda pistola calibre 45, una escuadra, como le llamaban, para que hiciera prácticas de tiro. Entonces se dieron cuenta de que no sabía ni quitar el seguro ni apuntar, pese a que en la premilitar había disparado con fusil. Se dieron a enseñarme cómo se cortaba cartucho, y ellos lo hacían con el taco, en el cinturón y hasta con una sola mano, como lo hacía Nelson. Cortar cartucho era cargar el arma para disparar. Hicimos prácticas de tiro hasta cansarnos pero debieron darse cuenta de que yo no era hombre de fierros y abandonaron el asunto.

Diez años después, cuando volví a México pero ya no como exiliado sino como diplomático, fui un día a Tlalpan a visitar a mis viejos amigos. ¡Cómo había cambiado aquello! Para empezar, el acceso a la colonia ISSFAM se había vuelto muy complicado en automóvil y virtualmente imposible a pie por las vueltas que daba una autopista nueva que conformaban un laberinto. Por fin subí a la casa de Pepe, toqué el timbre y me abrió Pepito, el niño que yo había conocido en los 80 pero hecho un chamaco muy guapo. Lo curioso es que peló los ojos al verme y me cerró la puerta. Luego abrió la señora Conchita, desmesuró los ojos que ya se veían muy grandes tras sus tremendos lentes, y volvió a cerrarme en las narices. Por fin abrió Pepe y me recibió con visible reserva. No sé si para aligerar la situación buscó una botella de tequila y sirvió dos copitas, que nos echamos al coleto; luego dos y otras dos y por fin dio un suspiro y reveló el origen del misterio.
--Nooombre –me dijo--, el susto que nos diste. Pero si casi nos lleva la pelona.

Se refería a la muerte, a quien también le decía La tía de las muchachas.

En suma, me contó que años atrás había circulado el rumor de que me había petateado, es decir, muerto. Cuando retorné al país, mis dos amigos militares creían que yo venía a combatir en la guerrilla, y hasta se ofrecieron de voluntarios, de modo que al escuchar el rumor, les pareció verosímil que yo hubiera recibido una descarga letal para pasar a mejor vida. Lo curioso es que habían reunido a los amigos del barrio para darme una misa de difuntos en una parroquia cercana. Y claro, de pronto me presento, vivito y coleando, y les di tremendo susto. Pepe se excusó un momento, fue al dormitorio a tranquilizar a la señora Conchita y volvió con ella, ya aliviada del soponcio. Al calor de los tequilas, me mostró los libros que le había dejado, que no podía cargarlos por el tremendo exceso de equipaje. Eran puros clásicos del marxismo, que él conservaba como un tesoro, y allí los dejé para siempre.

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