domingo, 27 de septiembre de 2009

RECUERDOS DE LA UMSS

Era Rector el Dr. Jorge Trigo Andia, a quien le decíamos Picucho, de grata memoria en la comunidad universitaria; y Vicerrector el Dr. Mario Argandoña Yáñez, mi psiquiatra de cabecera. Yo no podía estar más feliz de volver a mi tierra en esas condiciones, pues en la nomenclatura era algo así como el tercer hombre en importancia, salvando a los decanos y a los directores, que ocupaban una estructura paralela en el organigrama. Los títulos son firmados por el Rector y el Secretario General, timbre de importancia para alguien como yo que aun no había cumplido los 30 años.

Tenía amigos por donde dirigía la vista, especialmente el director del Instituto de Estudios Internacionales, Ramiro Arze Barrientos, quien había sido mi antecesor en la secretaría, y Luis González Quintanilla, director del Canal Universitario. Lucho me invitó de inmediato a hacer un programa de entrevistas a gente de la cultura que se llamaba A la hora del café y se filmaba en El Pahuichi, salón de té beniano, de los mejores; y también a terciar en el equipo de periodistas de un famoso programa de debate político al cual asistieron los líderes de todas las tendencias que acababan de llegar del exilio, entre ellos Marcelo Quiroga Santa Cruz.

Vivía cerca del Estadio Félix Capriles y me encantaba irme a pie desde la Universidad, un buen trecho sembrado de amigos que a veces me retenían en El Prado, en tiempos en que inventamos, yo diría que colectivamente, el pique a lo macho, para amenizar nuestras farras con algún bocadillo. Había tres bares frente a frente en la segunda cuadra del Prado: el Savarín, el Miraflores y El Prado, el primero de Octavio Camacho, vallegrandino; el segundo, de Honorato Quiñones, vallegrandino; y el tercero, de Julieta Aramayo, cochabambina, hija de los dueños del célebre Gallo de Oro, que todavía funciona en la calle Lanza y ha sido la cuna del buen picante.

En cualquiera de esos bares pedíamos un lapping picado, que nos traían sobre una cama de papas fritas, con el encargo de coronarlo con rodajas de locoto cortadas transversalmente, pues así se corta la vena interior y el locoto suelta todo su picante. Así nos daba más sed y bebíamos con mayor fruición. Recuerdo las gloriosas jornadas junto a José Nogales Nogales, quien había sido mi condiscípulo y gran amigo en la Facultad de Derecho. Por entonces, Chechi Nogales era un campeón para comer picante, al punto de que echaba un pocillo de llajua sobre el pique, no obstante que ya traía locotos de venas abiertas, los más picantes de América Latina. Por eso el pique se llamó “a lo macho”.

En abril le di una rabieta al Rector, mi amigo Picucho, porque me llegaron los pasajes para viajar a los Estados Unidos y le anuncié mi viaje. No sé pues qué ínfulas teníamos entonces, estrenadas por la naciente democracia y por los méritos que habíamos cosechado en la resistencia a la dictadura, en especial mis compañeros, que vivieron en la clandestinidad y pasaron días de sumo peligro, cuando no fueron asesinados por los paramilitares. Yo había sido infinitamente menos heroico que ellos, pero me apreciaban porque era hombre de aparato, hombre de prensa con cierta fama por mi estilo vitriólico. Así que me fui nomás y Picucho tuvo que buscar un suplente, que fue, si la memoria no me folla, mi amigo Roberto Laserna.

Volví a principios de mayo y me di a la tarea de organizar un festival de cultura para el día del maestro, que se festeja el 6 de junio. En Washington había asistido a una manifestación de artistas contra la reducción de presupuesto de cultura, cuyo símbolo era un clip grande, de plástico, con una leyenda muy expresiva: Don’t clip the Arts. Otra vez vi el color y la alegría de los movimientos culturales, que nunca son grises ni torvos como los regimientos de los opresores, y ya ardía en ganas de volver y organizar un festival de aquéllos.

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