lunes, 28 de septiembre de 2009

RECUERDOS DE MI ABUELA CONCHA

No sé por qué motivos la familia se fue a vivir a Viacha. Probablemente, porque el tío Julio estaba destinado en el cuartel de ese pueblo, si no me equivoco el Regimiento Ingavi. Allí trabajaba como jefe de estación el chileno Manuel Monroy Villagra, al parecer un hombre bueno, porque dejó ese recuerdo en sus hijos al tiempo que les redujo la estatura, porque era petisito. Resultó ser mi abuelo porque se casó con la viuda del coronel Barrón, mi abuela Concha y tuvo tres hijos: Carmela, mi madre, Germán, fundador del MNR y Eduardo, el menor.
El abuelo Monroy era un hombre bueno que se hacía de la vista gorda cuando algún obrero robaba el preciado carbón de coke que importaba la Bolivian Railway, administradora del ferrocarril Antofagasta-Bolivia. Fue jefe de maestranza en Mejillones y jefe de estación en varios puntos. Por eso sus hijos nacieron en distritos ferroviarios: Carmela en Oruro, Germán en Antofagasta y Eduardo en Mejillones. Cuando Germán fue diputado, tuvo que fabricarse otros papeles para habilitarse, porque técnicamente era chileno. Lo mismo le ocurrió a Eduardo, quien fue Tesorero General de la Nación. Mi hermano Enrique dice que el único patrimonio del abuelo Manuel era un montón de revistas Zig-zag, que se editaban en Santiago de Chile y que le llevaban en el ferrocarril. Eso lo decía Enrique para justificar que la herencia del abuelo es tenaz, pues el único patrimonio que ambos tenemos es papeles y papeles, libros y libros.
La abuela Concha tenía su carácter y hablaba como chilena. Qué decepciones tendría que se aficionó al vino, pero su esposo Manuel era un hombre sobrio y sereno. Mi madre recuerda que algunos domingos llevaba a sus tres hijos pequeños en esos cochecitos a manivela para visitar al tío Severo Abaroa, descendiente del héroe. No sé si teníamos parentesco; es cosa que nunca pude certificar, pero los niños le decían tío a un viejito de barba blanca, según recordaba mi madre.
Todo transcurría bien, pese a los vinos abundosos que consumía la abuela Concha, pero su destino era pesado y pronto se manifestó. Le pusieron una inyección al abuelo en el brazo y se le infectó y luego gangrenó. Y la gangrena se lo llevó de este mundo. Entonces se registró un verdadero drama iniciado por mi abuela, que en el clímax de la desesperación se subió al Calvario de Viacha con unas damajuanas de vino, y se puso a beber. Sus tres hijos pequeños la siguieron, pero ella los ahuyentaba con piedras, y ellos se quedaban jugando al pie de la colina, en el cementerio del lugar, donde era panteonero un señor de apellido Garay, padre de un viejo funcionario de la Jefatura del Distrito Escolar ya en mis tiempos. Mi madre recuerda que allí jugaban sin comer y que se quedaban a dormir acurrucados en alguna tumba. Felizmente apareció el tío Julio, el hijo primogénito de la abuela, y se la llevó junto a los tres pequeños.
Así mi abuela quedó nuevamente viuda con tres hijos pequeños. Dice que los mantenía cosiendo blusas para cholas que acomodaba en el mercado. Lo hacía en una vieja máquina Singer que todavía conservo como única herencia de mis mayores. Un día decidió promover a uno de sus hijos para salvar al resto. Así mi tío Germán, que era el varón mayor de la familia, se educó en el prestigioso Colegio San Calixto, de La Paz, donde no se ingresaba así nomás. Como decía mi madre, había que ser de buena familia. Fue un alumno distinguido, mientras mi madre y Eduardo, el hermano menor, sacrificaban su futuro. Egresó y estudió Derecho, y trabajó en un juzgado. Era el sostén de la familia, pero una nueva desgracia se cerniría sobre la familia, porque estalló la guerra del Chaco. Germán se alistó dejando sus estudios y la abuela Concha con sus hijos Carmela y Eduardo se quedó en un cuartito en casa del Dr. Pinilla, en la parte vieja de la ciudad de La Paz. Nuevamente la abuela volvió a la confección de blusas, y así pasaban apenas las hambrunas de los días de guerra. Recuerda mi madre que había una petaquita, que hoy es de mi hija Raquel, debidamente cerrada con un candado. La había dejado Germán y la abuela no permitía por nada que alguien la abriera. Tal sería la penuria de esos días, que un día la abuela llevó a su hijo menor al Banco Central, se acercó a las cajeras y preguntó si no necesitaban un muchacho. Una de ellas se rió y se hizo la burla: Chicas, aquí la señora dice si no necesitan un muchacho. La abuela se indignó, y como tenía la respuesta a flor de labios le dijo: No le he dicho si necesitan un muchacho. Le he dicho si no necesitan un montador.
El tío Eduardo quedó como mensajero y chico de los mandados. Quién diría que haría carrera y luego llegaría a Tesorero General de la Nación, además de otros cargos gerenciales en el Instituto Nacional de Colonización y creo que en el Programa Mundial de Alimentos.
Corría el año 1935 cuando un día retornó de la guerra el tío Germán. Llegó con la barba crecida y de inmediato abrió la petaca. Dice mi madre que allí había guardado los ahorros de su época de amanuense del juzgado, y que había traído una talega adicional de dinero de los sueldos de la guerra, que nunca había gastado. Al día siguiente visitó al Dr. Pinilla y alquiló de inmediato todo el segundo piso de la casa. Entonces comenzó el ascenso indetenible de la familia Monroy, porque a poco Germán fue dirigente estudiantil, luego diputado y fundador del MNR, y por fin Ministro del Trabajo del presidente Gualberto Villarroel. Pero el día que la Rosca lo colgó de un farol al llamado Presidente Mártir, se registró una prueba nueva y dolorosa que comprometió la paz y la felicidad de la atribulada abuela Concha.

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