domingo, 27 de septiembre de 2009

RETORNO DEL EXILIO

A mi retorno, recuerdo que lo primero que comí fue un silpancho en la Lanza y Ecuador, que me supo a gloria. No sé qué tiene este plato tan sencillo, que uno siente nostalgia por él. Muchos años después traje a una pareja de mexicanos y con ellos recorrimos buena parte del país, y no hubo lugar donde no les invitara las mayores delicias de la cocina criolla. En Cochabamba les hice probar el silpancho, entre otros platillos; y un año después, cuando volví a verlos, no se acordaban de los suculentos picantes o el lechón al horno o el brazuelo de cordero, o los chicharrones que les había invitado, pero me preguntaron con ansias cómo se llamaba aquel plato de carne delgadita con un huevo frito, arroz y papas, y salsa pico de gallo. ¡Se habían acordado del silpancho!

Un día después de llegar tomé contacto con mi partido y me llevaron a visitar a quien había sido mi rector hasta el golpe del 17 de julio, el Dr. Jorge Trigo Andia, nuestro querido Picucho, un abogado que ya era mi amigo mucho antes de ser rector. Vivía oculto en una casa de la carretera a Sacaba, y allí me explicó que me habían llamado para que me hiciera cargo del Canal Universitario; me encargó que al día siguiente fuera de visita y hablara con la gente, sin decirles nada. Me recibió el gerente interino, que al parecer tenía la seguridad de ser ratificado, y me dijo que yo estaba en sus planes, pues en el organigrama que me mostró figuraba como jefe de producción. Aquella tarde volví con Picucho, el rector Freddy Araníbar, enormísimo amigo, y otras autoridades. El gerente les preguntó a qué se debía semejante honor, y ya en el estudio, delante de todo el personal, Picucho explicó que yo era el nuevo gerente. Mi predecesor se demudó y para que el personal comprobara que yo no sabía un carajo de televisión me preguntó en qué sistema quería que graben mi posesión: si en PAL o en NTSC, pregunta elemental para cualquier iniciado, pero no para mí que, efectivamente, era completamente neófito en esas cosas. Le dije que grabara en el sistema que quisiera, que yo no entendía un carajo, y creo que me gané la voluntad de los trabajadores, porque me colaboraron con lealtad en toda mi gestión. Le dije entonces a mi predecesor una pequeña maldad: Para que veas que estás en mis planes, te propongo que seas mi jefe de producción. No aceptó y la nombré a Amalia Decker, inteligente, creativa, comprometida, muy trabajadora, hoy una consumada novelista.

Para mí fue una aventura maravillosa porque pronto aprendí a manejar cámaras, a switchear, a editar… No sé si lo hice bien, probablemente no, pero le puse todo mi empeño. Hay por ahí un carnaval que filmamos en Pocona donde aparecen la abuela y la tía de mis hijos, hoy finadas, cantando coplas o taquipayanacus. Ese documental comienza con un poema que luego perdí; si pudiera saber dónde está el programa, quién lo tiene, tal vez lo rescataría. Recuerdo sus primeras líneas: Pocona alza sus enaguas / desnudando sembradíos y cerros. / Cedros y ceibos encadenados / despiertan no hace trescientos años / con su murmullo de pájaros… Pocona es un valle verde, muy fértil, que en época de lluvias amanece con nubes bajas, pero al primer rayo de sol se elevan y muestran los hermosos cerros circundantes.

Hicimos también documentales de una serie que se llamaba Gente Nuestra. Recuerdo a un cargador que manejaba un carrito de mano, y al despedirse nos gritó: Chau, casqueros, es decir, aficionados a tomar chicha en tutuma. Desde entonces nos saludábamos así: Hola casquero… Viajamos al Cuzco en el vuelo inaugural del LAB Roberto Alem y yo. Cuando íbamos a Macchu Picchu en tren, nos colamos a la locomotora y, sin que nadie nos viera, nos apostamos en la nariz, de modo que teníamos todo el paisaje que se abría a nuestro paso, incluido el ingreso a un túnel. Esto nos sirvió para cabeza de programa, pero otras parejas de productores se percataron de nuestra audacia y quisieron hacer lo mismo y sólo consiguieron delatarnos; de modo que fuimos conminados a retornar a nuestros vagones. Ya en el lugar histórico, se desató una tremenda tormenta, pero no podíamos perder el tiempo y nos lanzamos a filmar, Roberto con la cámara y yo con la pesada maleta U-Matic caminando detrás de él. Nos empapamos hasta el tuétano, pero las imágenes mostraban la piedra mojada que era un encanto.

Un episodio que todavía me hace reír se registró cuando edité las imágenes del viejo puerto de Cobija. Esto fue un domingo, y tardé como 15 horas sin comer ni beber. Le puse voz en off, audio, imágenes, caracteres, todo. Haciendo el guión había decidido evitar la voz en off y que fuera Eduardo Abaroa el relator de la triste historia de nuestro puerto, cosa que tal vez resultó conmovedora, salvo la primera escena en la cual aparece un retrato suyo en primer plano, y se escucha la peor frase que pudo habérseme ocurrido: Hola, me llamo Eduardo Abaroa, que era como el saludo de un DJ: Qué thal, amigos galácticos… Fatal. Acabo de rescatar esas imágenes y las voy a entregar al Archivo Nacional de Sucre, porque de verdad son las únicas de los sitios históricos que nos pertenecieron que haya filmado un boliviano.

Un cinco de mayo se celebraba el aniversario del Canal y decidí echar la casa por la ventana. Hacía tiempo que vivía fascinado por los atrios de los templos como escenarios propicios para presentar artes escénicas. Frente al Canal teníamos la iglesia de Santa Clara, y en ese atrio armamos el escenario. Todo parecía listo pero los técnicos no habían previsto de dónde tomar corriente. No quedaba otra que hablar con la superiora, que era de claustro. Le pedí permiso a través del torno y me autorizó a enchufar los equipos en la iglesia. Enchufamos y se quemó el sistema, incluidas unas llamas votivas que nunca antes se habían apagado. Pero al fin tomamos allí la corriente y a continuación se produjo un gran homenaje, pues cerramos la cuadra y no sólo había como un centenar de grupos musicales, sino incluso un espontáneo que nos llevó un barril de chicha. Nos habíamos prestado también unos bancos de la iglesia, pero como a las tres de la mañana era tal la euforia que la multitud los destrozó, los redujo a tablas. A esa hora barrimos el desbarajuste, de modo que al amanecer no había huella de la tremenda francachela, pero ahí estaban las maderas de los bancos, y no se me ocurría qué explicación darle a la superiora. Pedí hablar con ella y le expliqué con la mayor humildad cómo habían quedado sus bancos, pero la bendita monja me dijo que no importaba, porque aquel cinco de mayo era su cumpleaños, y nunca en su vida le habían dado serenata, menos semejante serenata como la que ofrecimos. Así quedó resuelto el problema.

Recuerdo asimismo que una tarde instalamos una antena nueva en el techo del edificio del Canal, y como hacía calor, mandé a comprar un tremendo bidón de chicha. Fue hermoso beber allí, sin que nadie sospechara lo que estábamos haciendo, con una vista maravillosa de Cochabamba desde las alturas.

Por entonces gobernaba la UDP, el binomio Siles Zuazo-Paz Zamora, que había logrado recuperar la democracia, razón demás para que yo considerara un deber apoyar el proceso y no hacerme eco de las tremendas críticas de la oposición. Sobre mí flotaba un descontento cada vez mayor porque me acusaban de ser parcial a favor del gobierno. Me citaron al Consejo Universitario, y allí hablé con las ínfulas de la edad. Dije que para mí un ciudadano sin militancia era un ciudadano a medias. El Dr. Adrián de la Torre, que era decano, me contestó: En mi calidad de ciudadano a medias… Poco después, los alumnos de la FUL convocaron a una asamblea para decidir mi futuro y me echaron del Canal. Entonces me nombraron investigador a tiempo completo y mi vida transcurrió con mayor tranquilidad. Justamente en ese trance viajé a Pocona y volví con un mal que la psiquiatría calificaba como surmenage y la medicina natural como japeqa: me había agarrado la tierra. En ese trance, me dieron un mes de licencia y yo sentía un doloroso nudo en la nuca que no me permitía escribir a máquina. Yo quería escribir una novela sobre la muerte, a partir de las imágenes que había visto en Pocona, pero en particular de un sueño: a los pies de mi cama apareció una doncella vestida de blanco, que me invitaba gentilmente a que me fuera con ella. Me levanté para darle el brazo y sentí que Yolita me jalaba y evitaba que yo me fuera con la doncella. Ganó al fin Yolita y entonces sentí que esa hermosa doncella era la muerte. Una muerte blanca y seductora a la cual bauticé luego como La Ñatita. De ese modo escribí El run run de la calavera a pulso, en un cuaderno grande de contabilidad, bajo un árbol de paraíso, friccionándome la nuca que me dolía mucho. Recuerdo que no quería matarme pero quería morirme: tenía una depresión atroz. Lo curioso es que a medio escribir sentí que me había sanado, y entonces visité a mi psiquiatra de cabecera, uno de mis grandes amigos, el Dr. Mario Argandoña, y le pedí que por favor prolongara mi mal para que yo pudiera terminar de escribir la novela. Cuando la acabé, me visitó el Tata Barrientos, un curandero que tenía como patas de cabra y unas bolas en las manos que parecían tumores. Era contrahecho y eso le daba mayor autoridad. Toda una noche rezó por mí junto a Yolita, y a cada momento ingresaba a mi dormitorio y me soplaba sus sahumerios. Yo me decía que si alguien reza por ti toda una noche, seguramente estás salvado. Al amanecer instruyó que nadie ingresara a mi dormitorio y que me pasaran la comida por debajo de la puerta. Yo aproveché para copiar mi novela en tres ejemplares usando mi máquina de escribir, hojas de seda y papel carbónico. Así terminé de copiarla en un día, y ya libre le puse tapas de cartón y me fui en busca de mi amigo Tavo Giacoman, que trabajaba en la Imprenta Universitaria creo que desde la época de los cancelarios. Le pedí que refilara mis originales en la guillotina de la imprenta, pero que sólo cortara de tres lados, no del lado inferior porque los últimos renglones estaban al filo. Tomó las hojas con suficiencia y quién te dice que justo cortó del lado inferior. Recuerdo que recibí los últimos renglones como espaguetis en el cuenco de mis manos sin saber qué hacer para remediarlo. Tuve que irme a una plazuela y reponer de memoria todos los últimos renglones de la novela. Así al filo de las seis de la tarde llevé los originales a la Librería Los Amigos del Libro, justo antes de que se cerrara el concurso Erich Guttentag de novela. Recuerdo que me encontré con mi amigo y compadre Henry Oporto y le pedí que él entregara los originales, para que no pensaran que eran míos, porque usábamos seudónimo. Tiempo después dieron el fallo y declararon desierto el primer premio y decidieron que el segundo premio lo compartiéramos con René Bascopé, que había escrito otra novela sobre el mismo tema: la muerte; sólo que entretanto él había muerto.

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