lunes, 28 de septiembre de 2009

SIXTO: UN RECUERDO DULCE Y DOLOROSO

Decía que mi padre se vino a menos. Cierta vez, el tío Julio era segundo comandante de la Región Militar y mi madre se quejó a él contra mi padre, porque bebía mucho. Julio era muy severo y de inmediato lo destinó a la guarnición de Todos Santos, que era como un lugar de confinamiento en el Chapare. Allí se fue mi padre en el camión de don Tomás Ramírez, que ingresaba a la zona por la peligrosa zona de El Limbo, donde ocurrían innumerables accidentes. Él mismo se fue al precipicio pero milagrosamente salió ileso. Un primo mío, Edgar, débil mental por una caída de niño, era su ayudante el día del accidente. Contaba que salió el precipicio con el rostro ensangrentado, y que al verlo aparecer así entre la espesa niebla del lugar, los camioneros se persignaban y se pasaban de largo. Creían que era un aparecido.
El viejo creo que se resintió por ese destino, porque rara vez salía de la zona. Poco más tarde fue trasladado a la Quinta División acantonada en Roboré, cerca de la frontera con Brasil. Allí vivió cinco años y cierta vez dio examen de ascenso junto al teniente coronel Hugo Banzer Suárez, quien sería dos veces Presidente, una por golpe y otra por elecciones. Banzer era bastante menor que el viejo, pero el viejo se acordó de sus tiempos de cadete y le sacó dos piscinas de ventaja, entre otras habilidades que no había perdido con los años. Banzer era muy flaco y mi padre le puso el apodo de El Silpancho. Se quejaba de que el pequeño militar no lo quería y le llamaba la atención con cualquier pretexto.
Sixto se llevó a vivir con él a su nieto Genaro Vaca, hijo de Osman y de mi hermana Lenny, un niño rubio, muy guapo y parecido a su padre. Genaro es el único testigo de la vida que llevaba mi padre en Roboré. Alguna vez me contó que el viejo se había tendido en las rieles del tren y que quería acabar así su vida. No la debió pasar muy bien dividiendo su magro sueldo para enviarnos la mitad en remesa. Era tan poco que mi madre hacía milagros para que nos alcanzara todo el mes. No bien recibía la remesa, nos íbamos a comer, por única vez en el mes, a La Fuente del Gusto, un restaurante ubicado en el mismo barrio. Yo pedía invariablemente pollo dorado y me daba un atracón. No diría que mi madre cocinaba mal, pero esa virtual imposibilidad de salir me marcó para siempre, pues a diferencia de otros, no aprecio la comida casera y sí la de restaurante. Alguna vez he vivido a la carta, a diario, y en estos momentos me ocurre algo similar, porque como donde y cuando quiero. Vivo solo.
Cuando se jubiló mi padre, el tío Lalo le consiguió un trabajo en el Instituto Nacional de Colonización, donde era alto ejecutivo. El tío, no mi padre, que siempre fue subalterno. Un tiempo regentó un almacén del Programa Mundial de Alimentos, ubicado en la calle Honduras, en casa de don David Milán, prestigioso músico y guitarrista. A veces mi padre recibía grandes partidas de pescado seco y entonces olía a eso. Los vecinos maliciosos le decían El Viejo Bacalao. Pero había gente que lo quería, entre ellos Carlitos Arroyo, cantante y músico tarijeño, de una voz tan cálida que alguna vez le dijeron: Ese Javier Solís ha ganado una fortuna con tu voz. Carlitos Arroyo fue amigo de mi padre, y una vez, cuando yo publiqué mi primera novela, Allá Lejos, mi padre le había regalado un ejemplar. Cómo sería la vida de mi padre en esos círculos, que Carlitos no le creyó que yo fuera su hijo. Eso da una idea de cómo se había venido a menos.
Cuando retorné del exilio con sus cenizas a cuestas, vivía en San Pedro, en casa de mi amigo Penecas, que en realidad era el papá del médico Penecas, de apellido Pereira, y una mañana de domingo me buscó un viejito a quien no conocía. Me preguntó si era hijo del coronel Sixto Rocha y asentí. Me preguntó cómo me llevaba con él y le dije, sin dubitar: Lo quería mucho, era como si tuviera un complejo de Edipo al revés. Eso bastó para convencerlo porque me pidió permiso para pasar, extrajo de su bolsa una cinta en cassette y una vieja grabadora de teclas de piano, y me hizo escuchar la cosa más insólita de mi vida, la más inesperada: era la grabación de una fiesta que sus amigos le habían hecho en la víspera de su viaje a México, a verme en el exilio. Un viaje al muere, según diría Borges, de modo que era el último registro de la voz de mi padre, que incluso cantó algunos tangos y cuecas del tiempo de la guerra, con su voz aguardentosa y cascada, un tanto nasal, que le era característica. Me conmovió tanto escucharlo que quise invitarle un trago al viejito, pero éste venía preparado con todo, y extrajo una botella de un macerado de greifrú, como aquí le dicen a la grapefruit o toronja. Total, que a las nueve de la mañana estábamos borrachos y yo lloraba. El viejito me llevó a su casa, donde tenía unas damajuanas de chicha que cuidaba amorosamente, pues las tenía de día a oscuras y de noche al sereno. Era una chicha embotellada deliciosa y fuerte. Allí me encontré con otro espectáculo insólito: las paredes estaban empapeladas con fotografías en las cuales mi padre aparecía en las más diversas escenas sociales, incluso como padrino de una muchacha o bailando la cueca. O sea que tenía una vida paralela que mi madre jamás conoció ni hubiera aceptado, porque esos amigos de mi padre eran muy humildes. El viejito había sido suboficial de ejército. Qué tendría mi padre que sólo se metía con suboficiales, nunca con gente de su rango militar. Aunque los aniversarios de La Paz invariablemente me llevaba al festejo de los residentes, en el cual comíamos fricasé paceño, bebíamos cerveza y cantábamos el Himno a La Paz como doscientas veces. Los viejos residentes lo reconocían como conspicuo vecino del barrio de San Pedro, entre ellos un viejo muy guapo, de apellido Ballón, que había conocido a toda la familia Rocha y hacía señas de que era gente encumbrada, cosa que me llenaba de orgullo.
Sin embargo, heredé los prejuicios de mi madre y siempre tuve dificultades de relacionarme con los parientes de mi padre, no sé, siempre he procurado evitarlos y ese sentimiento es más fuerte que yo, tiene la intensidad de la conducta de mi madre.
Una de las víctimas del menosprecio que sentía mi madre por los Rocha era el tío Daniel, a quien mi padre trataba como hermano y tenía sus razones. Era un viejo moreno, corpulento, orejudo, pero de facciones muy regulares, un guapo del 900 que incluso alguna vez había sido matón en Tarija, no se de qué gobierno, creo que del de Bautista Saavedra. Allí le decían el Indio Rocha, pero era un indio muy guapo. Tenía una historia truculenta: un hermano de mi abuelo José Rocha, creo que Ricardo, había embarazado nada menos que a la hija del presidente José Luis Tejada Sorzano, y como era una familia importante, nadie quiso saber de matrimonios. La muchacha fue recluida en una hacienda del altiplano, allí dio a luz y la criatura fue entregada a unos indios que eran pongos adscritos a la propiedad. Mi abuelo José detectó el nacimiento de su sobrino y se dio modos para ir a conocerlo. Tendría tres años cuando lo conoció, y era un indiecito que vivía en una chujlla, un rancho pequeñísimo, junto a sus padres adoptivos. De allí lo rescató y se lo llevó a casa, y el tío heredó el oficio del abuelo, porque tuvo su herrería, era constructor múltiple, fabricaba canaletas y bajantes, en fin, era hombre de múltiples habilidades, seguramente la mano derecha del abuelo en la herrería de la calle Oruro esquina Murillo, de La Paz.

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