domingo, 27 de septiembre de 2009

UN AMOR INESPERADO

De pronto fui profesor de filosofía del Derecho. Tenía veintisiete años y un aire de llevarme el mundo por delante, hasta que el amor me cayó como una maceta en la cabeza. Una noche que tomaba examen escrito se quedó una muchacha que, me dijo, tenía dificultades para escribir porque era disléxica. En efecto, escribía algunas letras al revés, motivo suficiente para maravillarme y compararla con Alicia del otro lado del espejo. Nos habíamos quedado solos y le ofrecí un lugar en mi vieja motocicleta para llevarla a casa. En la Plaza Colón, a una cuadra de donde vivía, quise despedirme pero la muchacha se puso a llorar. Le ofrecí un café y me invitó a visitarla. Era casada pero estaba sola y no bebimos café ni nada sino que de inmediato hicimos el amor. Entonces se inició una relación tórrida, incontrolable, que mis alumnos seguían con indulgencia.

Ella estaba casada con un señor bastante mayor que importaba perfumes y por eso le pusimos el mote de Varón Dandy, una marca. Me indignaba verla con su esposo, me moría de celos, pero el señor viajaba continuamente y eso nos daba espacio para vernos e incluso para quedarme a dormir en su casa. Se embarazó y no quiso tenerlo, cuando yo me hacía ilusiones y quería que se llamara Pedro. A esa pena se refiere la dedicatoria de mi novela Allá Lejos, que ella copió a limpio. Dice: A una cicatriz. Las cosas que hice entonces: recuerdo que trepaba por una pared con salientes a su balcón, que abría la puerta y le arrojaba una rosa roja cuando ella dormía al lado de su marido. Luego bajaba como una lagartija o un gato y me subía al carro de mis amigos, que me esperaba con el motor encendido.

Le compré una motocicleta Honda, de mujer, y yo manejaba una más grande. Se enteró de que me había adjudicado una casa en El Castillo y de inmediato se adjudicó otra, según decía para vivir a mi lado. Una mañana nos fuimos por ese rumbo en ambas motos, y contra mi consejo ella se desvió para ir a ver la construcción de su casa. No sospechaba que allí estaba esperando mi mujer, de modo que especté la paliza que le dio y que me hizo tanta gracia que le alcé el brazo y proclamé su victoria. Había ganado.

La muchacha se fue derrotada, pasó uno, dos, tres días y no volvía a clases. Una tarde la llamé por teléfono, me contestó su marido y colgué. Volví a marcar, volvió a contestarme y colgué. A la tercera se adelantó: ¿Es usted? Venga inmediatamente porque Isabel ha intentado suicidarse.

No me esperaba esa revelación. Volé en moto, toqué el timbre y me abrió el señor. Me miró como un basilisco. En un sofá del estudio yacía la muchacha, con los nervios alterados por la ración de pastillas que había tomado y con las muñecas ligeramente cortadas. El hombre me decía: ¿Por qué me hace usted esto? Y yo veía su mano próxima a un cuchillo toledano de abrir cartas. Ella le pidió permiso para salir conmigo y se despidieron en la puerta con un beso. Me miró con odio el señor y me dijo: Cuídemela. Salimos en un taxi y ella me exigió que fuéramos a mi casa y que yo castigara a mi mujer delante de ella. Me negué, no podía hacer eso, de ningún modo. Entonces me maldijo, la dejé y ahí sí que no supe adónde ir. Le ordené un rumbo al taxista y cuando llegamos, le ordené el rumbo opuesto. Así estuvimos dando vueltas y vueltas hasta que lo detuve y cuando quise pagarle comprobé que no tenía un solo peso. Tuve que dejarle mi reloj, que por entonces era moneda de curso legal, pues era suizo.

No puedo creer las locuras que cometí por ella. Muchos años después la vi y no comprendía cómo ni por qué me había enloquecido. Pero allá por el 84 ella era cónsul en Sao Paulo y un día me llamó por teléfono y me envió pasajes. La visité, se había divorciado y me dijo que estaba muy sola y me ofreció dinero para que no trabajara más y me dedicara a escribir junto a ella. Un Hemingway, un Faulkner, no hubieran vacilado en aceptar, pero yo reaccioné como una birlocha: ¿Ah, sí? ¿Soy una prostituta para que me compres? Y retorné indignado al país. Tal vez acerté porque de ese modo no perdí a mis hijos.

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