lunes, 28 de septiembre de 2009

VENTURAS Y DESVENTURAS TRAS EL GOLPE DEL 71

Poco antes había recibido un memorandum que me comunicaba mi traslado desde el colegio nocturno a un colegio diurno en Tarata, donde tenía que permanecer todo el día. El sueldo era tan exiguo que en pasajes se me iba todo. Aun así me presenté. Por entonces había que ir por un largo camino de tierra en un colectivo viejo. Además, yo tenía un problema adicional: que los golpes recibidos me habían hinchado las rodillas como pelotas, y no podía caminar. Cuando llegué, el director me recibió muy mal, porque su secretario había sido destituido y creía que yo era parte del gobierno, pero los profesores, que eran todos jóvenes, le hicieron notar que acababan de liberarme y que no podía caminar por las torturas recibidas. De ese modo estuve como una semana echado en un sofá de la dirección, y atendido por todos los profesores y profesoras, que me trataron con mucha atención y cariño. Aquel fue un episodio muy intenso y cálido, por la amistad de los profesores, pero también porque ocurrió un hecho venturoso que paso a contar.

Hasta entonces pagábamos los sueldos en dinero efectivo, que yo recogía de la Jefatura del Distrito Escolar. Banzer creó un organismo que se llamaba SIDA, que introdujo las papeletas de pago IBM. Pero nuestro colegio tenía un movimiento constante de profesores y de números de horas, pues los jóvenes profesores hacían su año de provincia y eran renovados constantemente. Además, a algunos se les daba al principio 48 horas, y luego les aumentaban a 72 horas, que era el tope. Pero los procesadores de las papeletas de pago se equiocaban y me daban un doble número de papeletas, digamos una de 48 horas y otra de 72 horas al mismo nombre. Como yo no tenía la menor solidaridad con la dictadura, buscaba uno por uno a los profesores y les decía: Si gustas, cobramos este cheque extra a medias; si no, lo revierto. Invariablemente aceptaban y de ese modo yo tenía más dinero del previsto. Así hacía preparar unos bañadores de escabeche de cerdo y enrollado, o de chorizos con trigo cocido, que son típicos de Tarata, e invitaba a todos los profesores. Nunca nadie me detectó el fraude ni sentí el menor remordimiento por odio a la dictadura.

Tiempo después, mi hermano me consiguió un puesto también subalterno como inspector de Minas, en la superintendencia del ramo. Allí se hacían peticiones mineras que el Estado concedía, y cuando había litigios y se necesitaba una inspección de visu, yo iba. La otra dependencia se llamaba Notaría de Minas y estaba a cargo de un abogado potosino que me daba un trabajo extra como dactilógrafo. Así escribía yo toneladas de testimonios, hojas y hojas que escribía también en mi casa, y a máquina, con papel carbónico y todo eso.

Felizmente yo era dactilógrafo desde mis diecisiete años, porque mi hermano me regaló una máquina portátil Brother, que traía un catálogo con dos lecciones sencillas: la primera, era un mapa de las teclas con asignación de cada grupo de ellas a un dedo de la mano, y la otra, un consejo: que tomara un libro y lo copiara de principio a fin. Como era el año de la guerrilla, y capturaron a Regis Debray, se había hecho famoso su libro Revolución en la revolución, y el periódico Extra comenzó a publicarlo por entregas. Recuerdo que hice colección del texto y me lo copié de punta a cabo, de modo que al promediar el libro yo ya volaba y de puro gusto de tenerlo terminé de copiarlo, y lo conservo empastado. Así descubrí que hay como una lectura liminar, distinta: la de los dedos cuando uno copia un texto, que es como una lectura más profunda que la corriente.

Los viejos mineros admiraban la rapidez con la que yo escribía a máquina. Me decían que en mis manos parecía una ametralladora, y yo alimentaba el mito contando chistes mientras seguía escribiendo. Es que los documentos tenían partes iguales, de texto ritual, diríamos, que me las sabía de memoria, y entonces mis dedos trabajaban mientras yo contaba la anécdota, cosa que los dejaba asombradísimos. Y para colmo, no cometía un solo error.

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