lunes, 28 de septiembre de 2009

Ya vivíamos en la Casita


Ese flacucho es el Ojo a sus 15 años.
Ya vivíamos en la Casita, ubicada en la margen derecha del río Rocha, y recuerdo que asistí a la inauguración de la Villa Carlos Montenegro. Probablemente tenía entonces seis años, pero me acuerdo de la fundación con toda nitidez: éramos unas cuantas familias que iniciaban la depredación de esos terrenos de cultivo, la avanzada de la urbanización que había saltado a la margen derecha del río y acabaría por fragmentar los terrenos, cegar las vertientes y fuentes de agua y convertir esos extensos maizales y alfalfares en un barrio residencial. La ceremonia fue frente a la casa de don Hugo Rico, a pocos pasos de la Laguna Cuellar, frente a lo que hoy es al sede del Club Enrique Happ. El alcalde, Alfredo Galindo Quiroga, en cuyo nombre se fundó la Villa Galindo, hizo montar un letrero que el tiempo y la incuria de la gente hicieron desaparecer. Incluso recuerdo que la Plaza de las Banderas se llamaba Plaza Carlos Montenegro. No sé qué alcalde sustituyó el nombre y así dejamos de honrar a uno de los intelectuales cochabambinos más brillantes de todos los tiempos, tal vez porque fue ideólogo del MNR. Al término de la fundación, comimos unas salteñas. Éramos unas cuantas familias: mis papás, don Jorge Mercado y doña Aida Bayá, don Jorge Camacho y doña Esthercita, don René Morales y doña Elba (aunque creo que ellos se vinieron al barrio poco después); don René Gandarillas y doña Leonor; don José Andrew Medrano y doña Catita Cardoso de Andrew; don René Andrew, hermano mayor de José, y doña Elenita, hermana mayor de doña Catita Cardoso; don Ignacio Toro y doña Gumy; don Encarnación Ramírez y doña Angelita; don Tomás Ramírez y doña Toribia; doña Amalia Arzabe; don José Cox y doña Lolita Araníbar de Cox, padres de Ricardo Cox, hoy Viceministro de Turismo; don Rubén Prado y doña Hortensia Araníbar; don Flavio Seleme; la familia Siles Salas, la familia Veizaga Canelas… Con el tiempo, don Hugo Rico perdió su casa y allí se trasladó la familia Arduz Eguino. Edgar Arduz, médico, a quien le decíamos el Zambo Arduz fue mi amigo íntimo junto a Cristóbal Andrew Cadoso. Gracias al Zambo inicié mis lecturas pues tenía numerosos libros infantiles de la colección Billiken y Sopena.
Nuestra ruta habitual pasaba por el actual Pasaje Zoológico, cruzábamos el río y saltábamos un parapeto para tomar la calle Teniente Arévalo y salir al Prado. Todo lo que hoy es el Beach Volley le fue ganado al río, porque el parapeto estaba casi pegado en un callejón estrecho a la acera oeste de la avenida Costanera, frente al Beach Volley. Allí, a unos pasos de la Teniente Arévalo, en un terreno que hasta hoy está abandonado, tenía su zapatería el Chingolo, que había sido soldado de mi padre durante la guerra del Chaco. El Chingolo era hombre decidor y aficionado a la chicha. Cuando mi padre se perdía, mi madre me mandaba a buscarlo donde el Chingolo, su sitio habitual. Hoy el Chingolo es para mí un mantra, un ícono a quien invoco cuando se me traba el oficio de escribir. Es que lo recuerdo con una bota entre las piernas, que ni siquiera miraba porque estaba muy ocupado en contar anécdotas, y entonces clavaba las suelas apuntando la tachuela en el lugar debido y hundiéndola de un solo martillazo, al desgaire y sin mirar siquiera. Eso busco al escribir: hacerlo de buen humor, con la sencillez del Chingolo, y hundir cada palabra de un solo martillazo en el lugar debido.
Una prima mía, en su necedad, apuntaba a una característica de mi padre: decía que ella juzgaba a los hombres por los zapatos. Los de mi padre eran usados y tristes. El mejor zapato, que rara vez lo vi usar a no ser que fuera de segunda mano, herencia de mi tío Lalo, el mejor zapato lo convertía en un zapato triste, chaplinesco: era un caminante empedernido y a poco de usarlos los zapatos le quedaban con las puntas dobladas al cielo. Era duro y constante al caminar, un verdadero soldado de Infantería. Incluso una vez que quedó sin un riñón y por fin lo dieron de alta, se fue como cinco kilómetros a casa de un amigo que le había donado sangre, para agradecerle. Sólo le dijo: Estoy tan bien que me vine a pie. Tejía un paso bamboleante y cansino; por eso algunos camaradas le decían desde que fue joven oficial El Cachazas. Pero nunca tuvo panza ni adiposidades en el cuerpo; al contrario, hasta viejito mantuvo la estructura ósea y muscular que había cultivado siendo cadete felicitado por Hans Kundt, el general prusiano que fue comandante de nuestro ejército, que incorporó la disciplina y el uniforme alemanes en sustitución del viejo orden francés.
Con el tiempo, mi padre se vino a menos cada vez más. Arrastraba un tormento: la situación de Lenny, su hija, siempre incierta, pues o no le tocaron buenos maridos o parejas, o tenía su carácter y peleaba continuamente. El primero fue un cruceño que se llamaba Osman Vaca y vivía con él muy precariamente en una habitación del hogar de los canillitas, en la Avenida Perú, hoy Heroínas frente al actual Correo. Allí fui testigo de una escena que me marcó para siempre: mi padre me llevó para pedirle cuentas a su yerno, y éste, que era un desalmado, la emprendió a golpes y le dio uno tan certero que le hizo sangrar la nariz. Una vecina le alcanzó a mi padre un bañador con agua y se me quedó grabada su imagen lavándose la sangre de la nariz. Eso bastó para que desconfiara de la entereza de mi padre, sin considerar que había combatido durante tres años en la guerra. Se me desmoronó su imagen. Desde entonces miro con desconfianza los rostros aguileños, porque me traen el recuerdo de ese yerno impenitente que se atrevió a golpear a su suegro. No sé por qué relaciono esa escena con otra que vi probablemente a mis tres años en el Parque de los Monos, de La Paz. Por una ladera cubierta de césped rodaban dos hombres, y uno de ellos, con el rostro ensangrentado, le decía al otro: ¡Devolveme mi cara! Hasta hoy no puedo desechar esa imagen cuando remonto la avenida poco antes de Laikakota, donde ocurrió el suceso.
Otros recuerdos antiguos son los siguientes: el más lejano, importante según Freud, data de noviembre de 1952, cuando yo tenía dos años, casi tres. Era cumpleaños de mi tío Germán, y el presidente Víctor Paz Estenssoro ingresaba a mi casa, y yo esperaba que suba las gradas al segundo piso, y mi madre me inducía a que le haga la V de la victoria, saludo del MNR. En otro recuerdo, me veo en el mismo rellano de la escalera, sentado en el suelo de madera, y viendo cómo por un agujero de mi bucito se salía mi pilín. En un tercero, estaba con mi abuela Concha en una función de circo, probablemente en la Cancha Zapata, cuando cayó una granizada justo en el momento en que actuaba el domador de leones, y con el peso del granizo la carpa cedió, la jaula se vino abajo y los leones quedaron libres. El público aterrado salía por donde podía, y afuera granizaba, y los granizos eran tan grandes que me herían en las orejas, hasta que nos refugiamos en una tienda pequeñita, una pulpería de entonces alumbrada por un pequeño foco.
Ah, mi viejo, cómo me dolía escuchar las recriminaciones de mi madre. Incluso mi abuela, que en general lo trataba bien, a solas se refería a él con el mote despectivo de Soldado. La vieja ponía apodos a todo el mundo: a una prima le decía la Melambas, a la otra la decía La Ch’upuda, a la otra, la Ñaqeta, a una tía La Follona; a la hermana de la tía, La Ajnata a, porque siempre repetía esa frase en quechua que quiere decir: Así es. A sus hijos les decía El Mocko, El Ojoroco y El Sordo. A mi madre nunca le puso apodo ni a su hijo Julio, el primogénito.
Era mujer gustosa y pagó caro sus gustos con un reumatismo irredento. Cierta vez le había dado dinero a mi padre para que se lo comprara dos cervezas negras, y mi padre se perdió hasta muy entrada la noche; regresó a casa mareado con las dos botellas en los bolsillos del traje; la abuela hizo unas rabietas de aquéllas. En otra ocasión, le encargó a mi hermano Enrique que al ir al colegio le comprara una damajuana de chicha de la Irica, una señora que se llamaba Irene Rocha, que tenía su chichería en la Plazuela Barba de Padilla, junto al actual Club Croata, donde funcionó una vez el diario El Mundo, si recuerdo bien. Mi hermano dejaba la damajuana, iba a clases, y al retornar a casa la recogía, lo cual era un motivo de vergüenza pues evitaba que lo vieran sus compañeros. Llegó a casa y depositó la damajuana con tanta fuerza en la mesa que la rompió. Viendo cómo se chorreaba la chicha, la abuela fue a la cocina, tomó una cazuela donde había hervido la leche, y también la echó al piso: Yo me quedo sin chicha, pero tú te quedas sin leche. Dura era la abuela. Dura pero muy respetada por la familia, y muy festejada por su gracia. Gastaba horas en su tocado, se lavaba en una jofaina, lo recuerdo bien, y se peinaba y ponía polvos y se pasaba las cejas y las pestañas con almendra quemada. Si le hacías algún favor, abría un cajón de su peinador, donde guardaba los polvos y otros cosméticos, y sacaba una empanada del Wistu Piku para invitarte. Eran incomibles, porque estaban pasadas del perfume de los cosméticos, pero había que comerlas delante de ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario