viernes, 2 de octubre de 2009

BLUES DE EVO MORALES


1980. Con Alfredo Domínguez, en Ginebra, ocho días antes de su muerte.
Era 1983, bajo el gobierno de la UDP, y me visitó un viejo amigo para hacerme una propuesta inesperada: que fuéramos juntos a Zinahota a vender su jeep. Él no manejaba, de modo que yo implícitamente era el conductor.
Fuimos, pues, pero no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar. Por entonces salía una revista en La Paz, “Dos Puntos”, donde publiqué una crónica de ese viaje. Una de las ilustraciones es el curioso boleto que me dieron por pagar peaje, pero no a un organismo oficial sino a los meros narcos.
Llegamos a Zinahota y nos encontramos con una agitación febril. Noche antes había llovido y a un campesino se le habían mojado los billetes. Eran dólares, y los tenía en la carretera asfaltada, con piedritas para que no se volaran, ocupando como cinco metros cuadrados, bajo su distraída vigilancia porque lo que más había en Zinahota era dinero y nadie le iba a robar, como no fuéramos nosotros, que vimos esos billetes de 100 dólares con avidez.
De pronto apareció una avioneta en el aire y aterrizó en plena carretera. Descendieron de ella unos paramilitares armados con unas metralletas pequeñas, como pistolas, y literalmente nos las encajaron en las narices. Un hombre a quien le faltaba una mano, canoso y gordo, bajó de la avioneta con dos saquillas, caminó cien metros y se acomodó detrás de una balanza de pulpería. Los paras arrearon entonces a los campesinos, cada uno con su bolsón, y les obligaron a formar fila frente al gordo. Cada uno sacaba un bollo de sulfato de cocaína, que era exprimido retorciendo una toalla, luego lo pesaban y el gordo pagaba el valor en dólares. Así las dos saquillas se vaciaron de dinero y se llenaron de droga; y luego el gordo se subió a la avioneta y todos se fueron.
Fuimos a comer un pescado y un buen muchacho, hijo de un juez, se sentó a la mesa y nos contó que había comprado una camioneta, y que por las noches esperaba que lo contrataran. Operaba toda la noche llevando droga, precursores o coca, y le pagaban sin chistar. Nunca decía el precio, pero sus clientes eran generosos. Contó que cierta vez lo secuestraron para ir a Villa Tunari a asaltar una farmacia. Es un decir, porque se llevaron toda la penicilina que había pero pagaron más de su valor. El cabecilla era un hombre a quien le decían El Malvinas. Se había detectado un brote de gonorrea general en Zinahota y era necesario vacunar al personal. Así el muchacho se dio al oficio de barchilón, inyectó cumplidamente la penicilina, y por cada pinchazo recibió bastante más de lo debido, con lo cual se compró otra camioneta. El origen del mal eran, decía, unas chilenas que llegaron en un circo y cambiaron los malabarismos por el sexo, se cogieron a toda la población y multiplicaron los casos de gonorrea. No estaban más, pero se habían hecho ricas.
Había una chichería que llamaban El Bombohuasi, la casa del bombo, donde los pitillos de sulfato de cocaína circulaban libremente. Había cholitas jóvenes a las cuales los muchachos las cogían sobre la mesa, delante de todos. Estas y otras fantasías nos contó el compañero de mesa.
Volví a Cochabamba tan impactado que escribí unos versos. Como había pasado dos años de exilio en México, me salió un corrido, en parte porque era la música preferida por los pisacocas, y pronto le acoplé la música de Rosita Alvirez. Así salió esta canción:
Memoria de Chinahuata
Un pueblito pobretón
Donde venden pichicata
Pa’ que flote la nación.
Memoria de un sol de lata
Sobre un pueblo de cartón
De los narcos es la plata
De nosotros ni el bolsón.
Yo cultivo mi coquita
Y la piso en carretera
Pa’ que narcos y milicos
Se llenen la billetera.
A mí me dicen el zepe
Porque transporto tambores
Porque llevo pichicata
Para k’olos y señores.
Ay, altos de Chinahuata
Donde se posan los buitres,
Los que llevan pichicata
Como si fuera confites.
Como si fuera confites
Confites y por tutumas
Pa’ que los narcos se lleven
A Santa Ana del Yacuma.
Entretanto Chinahuata
Un pueblito pobretón
Sólo tiene un sol de lata
Y cuatro chozas de cartón.
Ya me despido, señores,
De zepes y agricultores,
De narcos y generales,
De leopardos y señores.
Turismo por carretera…
Con el tiempo cambié la melodía y la volví un blues, tomando como base una composición mía que por ese entonces llamaba Serenísima. Y bastante antes de que Evo Morales fuera Presidente, le cambié el título y se llamó Blues de Evo Morales.
Por esos días compuse también el Corrido de los Leopardos, que nunca lo estrené. La música es mía y es como sigue:
CORRIDO DE LOS LEOPARDOS
Cuando yo era chiquitito,
Los leopardos acechaban
A los cuchis y al cabrito
Y luego se los morfaban,
Óyelo bien, compadrito,
Me lo contó mi papito.
Me lo contó mi papito,
Viejo colonizador,
Cultivaba platanitos,
Hombre muy trabajador,
Sudando allá en su chaquito
Le iba de mal en peor
(Eso era antes, ahora verás)
Ahora que soy grandecito,
Los leopardos ya no valen,
Ya no les gusta el cabrito,
Son los campeones del jale,
Asaltan nuestros chaquitos,
Se llevan nuestros pesitos.
Se llevan nuestros pesitos,
Nos apresan bala en boca
Pues no somos cojuditos
Y ahora cultivamos coca
Porque por los platanitos
Nos pagan una bicoca.
Cuando llega la oscurana
Sobre el plantío de coca,
Aparecen los leopardos,
Con sus garras de mandioca,
Mas no te aflijas, compadre,
Basta un perro que les ladre.
Basta un perro que les ladre,
Pa’ que chinguen a su madre,
Y escapen como guanacos,
Sean oficiales o pacos,
Pues somos hijos, compadre,
De la coca, nuestra madre.
Hoja bendita de coca,
Remedio para mis males,
Aunque me partan la boca,
De mi chaquito no sales,
Ya lo saben los leopardos,
Los echaremos por fardos.
Los echaremos por fardos,
Si todos juntos actuamos,
Fregándoles el pellejo
Con itapallos y cardos,
Recuerda que por las noches
Todos los gatos son pardos.
Ay, gavilán que tramontas
Los montes de Ivirgarzama,
Ay, zopilote de luto
Que vuelas a Eterazama,
Llevate a estos gatos pintos,
¡jijos de su rechingada!
Juá. Si lo escucharan, me sentenciarían a muerte.

jueves, 1 de octubre de 2009

UN MENSAJE DE MI MADRE




Era el 2 de enero de este año, de noche, y estábamos juntos mi hijo Ramontzin y yo. En el rellano de la ventana había armado un altar de muertos con una lápida destinada a la tumba de mi madre. La encargué a una artista que hacía azulejos con leyendas, y me salió tan linda que decidí quedármela y llevarle a mi madre una lápida común, más bien modesta. La tenía como motivo principal en el rellano de la ventana, enmarcada en madera verde, y en una esquina había puesto una ampliación de una pequeña foto en la cual aparecían mis padres: Sixto con su uniforme tropical de gala y Carmela, que lucía una blusa blanca y cómoda y había escrito una nota al reverso con su letra de monja del Inglés Católico: Riberalta, noviembre de 1949.
Faltaban cuatro meses para que yo naciera el lunes del carnaval de 1950 y mi mamá, según me contó, estaba desesperada de irse. Aquel 1949 hubo una guerra civil y de pronto llegó un avión a Riberalta, probablemente un Junker del Lloyd Aéreo Boliviano que llevaba confinados. Mi madre no lo pensó dos veces y se embarcó en el vuelo de retorno. De este modo casi nazco prematuramente en el avión y, por fin, nací en Cochabamba, en aciagas circunstancias que narro en otro lugar.
Pues bien: la ampliación de esa foto estaba a un costado de la lápida, y yo había encendido una vela fija en un buen candelabro, cosa que hacía con frecuencia. Me fui al dormitorio a descansar y de pronto mi hijo dio la voz de alarma. Había sentido olor a quemado y ese era el origen de su grito. Corrí a ver qué pasaba y resulta que la vela se había caído hasta topar la foto y ésta había ardido en una llamarada, pero sólo y exactamente donde estaba mi madre.
Todavía pregunto a gente que creo sabe más que yo qué significa este mensaje de mi madre, y nadie sabe responderme. Carmencita, una psicóloga guapísima, dice que es un mensaje para mí, para aconsejarme que la deje en paz y me olvide de mi madre. De todas maneras la foto me horroriza todavía y me parece que contiene un mensaje ominoso que es mejor ignorar.