domingo, 27 de septiembre de 2009

EL AMOR Y LA PASIÓN

No ha sido gratuito iniciar este recuento con una referencia a La mala educación, la película de Almodóvar. La mayor castración que sufrí fue producto de esa manipulación que duró doce años capitales de mi vida y me cortó la posibilidad de considerar a las mujeres como amigas, y la sustitución del amor con la pasión, a veces la pasión fría, ascética del Marqués de Sade, cuando sentía que las reducía a objeto, (objecto, según decía Michelle con su acento francófono). Haciendo un balance crudo, yo diría que lo único útil que aprendí en doce años de mala educación fue las cuatro operaciones y la facultad de leer y de escribir. El resto, la formación de mis valores, fue pura reacción contra los malos hábitos del colegio, como podría probarlo con mi patética figura de adolescente caminando los pasillos de la universidad con algún tomo de las Obras de Lenin o algún Manual de la Academia de Ciencias de la URSS en sustitución de mis policopiados, que sólo leía para rendir exámenes. A mis 18 cumplidos ingresé a la universidad como un cuaderno abierto, para que todos escribieran en él a condición de que estuviesen lo más alejados de la vida y costumbres de mi colegio. Así fui tempranamente marxista leninista, y dogmático contra mi condición de librepensador abierto a todas las formas de pensamiento. Recuerdo que en el libro de Materialismo Histórico de Konstantinov todo lo que provenía de las sociedades capitalistas era reaccionario y burgués. Así había teorías reaccionarias, como el psicoanálisis, y literatura reaccionaria. Por entonces mi hermano me envió Rayuela, de Julio Cortázar, pero luego de la amonestación de Konstantinov, la leía de ocultas de mí mismo, como si en ese soviético pelotudo se escondiera el hermano Prefecto de mi colegio. Eran años en los que descubría las obras de Sartre, de Moravia, de Christine Rochefort, en ediciones argentinas con cubiertas bellamente pintadas por Baldessari, pero venía el cojudo de mi hermano y me decía que eso era literatura burguesa, que a él jamás le había gustado, y en ese momento no podía decirme nada más impropio, pues agregaba escrúpulos a los que yo ya tenía. Con todo, no olvido esas lecturas: La Edad de la Razón, El reposo del guerrero, La Romana, inolvidables. Pese a mis afanes, nada bueno, nada heroico ocurría en mi vida, y entonces resonaba en mi memoria esa frase de La Edad de la Razón: “Como todos los días, Mateo pensó: como todos los días.” Creo que ansiaba una vida heroica, una-carga-deca-balle-ría, como decía Cortázar al constatar la llaneza de su familia: Qué familia che, ni un héroe, ni una carga deca balle ría. Teníamos demasiado fresco el ejemplo del Che, nos conmovía y sin embargo no había ningún contacto, ninguna senda visible para embarcarse en ese viaje de una sola vía hacia la inmolación y la conversión inmediata de la imagen de uno en poster. Nada sino la calma chicha, que yo definía como nubes bajas, bochorno y resolana dentro.

Y claro, buscaba el amor como viniera, de una vez y para siempre, pero seguramente ponía tal expresión de ansia que ahuyentaba a las chicas, hasta que una se avino a mí (a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan, verso que repetía mucho por esos días) y nuestra relación se concentró en el objeto de mi placer: coger y coger todos los días, en cualquier lugar, apenas quedáramos solos, con una dedicación maniática que alguna vez que marqué mi propio récord de cinco polvos en una tarde se tradujo en un dolor punzante en mi bajo vientre. Manía que se reprodujo como una pesadilla a lo largo de mis días, como si buscara vaciarme o acaso sustituir la emisión de semen por sangre viva, una de mis fantasías eróticas de aquellos días.

Quizá no hacía daño porque ninguno de esos excesos marcó el afecto que luego me tuvieron, yo diría que hasta hoy, las parejas sucesivas que tuve; pero me hacía daño a mí, labrando cada día la soledad de hoy, que no es motivo de lamento sino de constatación del temor que tengo de volver a vivir en pareja. Cierta vez le dije a Mario Argandoña, mi psiquiatra de cabecera, que yo había engordado para poner una barrera frente a la menor posibilidad de una nueva relación amorosa. Esto es psicología avant la létre, es cierto, pero da una idea de lo que construí con tantos afanes amorosos.

Mis condiscípulos celebraron los 40 años de nuestro bachillerato. Yo era presidente de mi curso y debía encabezar los festejos, pero no fui. Este año cumplimos 44 años, y tampoco. Ellos insisten, lo atribuyen a mi proverbial informalidad, se tranquilizan respecto a mí, pero creo que intuyen que jamás festejaré esos años aciagos, asfixiantes, del colegio. Ellos recuerdan sus travesuras ¡y las mías! Yo no tengo memoria, no quiero recordar nada porque no quiero revivir esa sensación de agobio, de asfixia, esa mirada del Ojo que Todo lo Ve, aun dentro de nuestras almas. Muchos años después leí, en un epígrafe de Zavaleta, una cita de Santo Tomás que le servía para apreciar la magnitud del Estado: Dios sabe cuántos cabellos tienes en tu cabeza, algo así. ¡Odioso Dios peluquero que nos amargó durante doce años continuos!

Cuando me planteo estos temas inevitablemente retrocedo en busca de mis primeras y angustiosas experiencias. Yo tenía menos de dieciséis años, puesto que todavía vivía en la Casita, y no había tenido propiamente ninguna experiencia sexual, pero vaya que era afanoso. Así me decía doña Catita, la vecina que era mamá de mi amigo Cris. Él estudiaba en el Instituto Americano y, a diferencia de mí, tenía una libreta con los teléfonos de sus compañeras de curso. Yo tomaba la libreta y las llamaba una por una, identificándome como un admirador. Jorgito, el hermano de Cris, le decía a su mami que yo tenía muchas chicas y una señora preguntaba si eso era cierto. Entonces doña Catita se reía y decía: Afanosito nomás es, cosa que me hería profundamente.

En una de ésas me cité con la condiscípula de Cris y la visité en su casa. Cuando la vi, pues sólo había escuchado su voz, no sabía qué hacer. La hermana mayor había preparado bocaditos y refrescos y nos dejaron solos. Conversé con ella y la cité para la matinée del día siguiente. La recogí y a la sombra del cine la besé. Luego la acompañé a su casa y nunca más volví a buscarla. Luego me la encontré en mi curso, pues fue mi condiscípula en Derecho, y alguna vez, en una fiesta, se rió de esa experiencia y me preguntó por qué no había vuelto a buscarla. ¿Qué le podía decir? ¿Que era fanosito nomás?

Bastante antes yo había visitado a una muchacha algo mayor, y me acompañó mi vecino Óscar Veizaga, que luego se casó con mi prima Carmen y murió en un accidente de aviación. Nos declaramos y ella nos aceptó a ambos y nos pidió fotos. Yo tenía sólo una de recién nacido y se la llevé, jua.

Pero de pronto me gané a pulso una gran experiencia erótica. Resulta que había un grupo de estudiantes de Medicina que tenía amigos en el barrio y se llamaban Los Chimangos. Eran tipos muy divertidos, que tendrían como diez años más. Un día los vi persiguiendo a una vecinita que tenía rasgos inconfundibles del Oriente: rostro achinado, piel morena, un hermoso cuerpo y gracia al caminar. Decidí que esa mujer iba a ser mía y una noche me hice amigo de ella. Vivía en un bosquecillo junto al río, un sitio muy oscuro donde yo le silbaba y cuando ella aparecía la besaba con ansiedad y le tocaba todo el cuerpo, hasta donde ella se dejaba. Era pura franela pero eso me enardecía al extremo. En cierta ocasión viajó mi madre y pude llevarla a mi casa. La desnudé a medias en la cama de mi madre, le acaricié los senos, los besé, y cuando quise llegar a mayores y ella se resistió, acabé en su pierna. Me sentí humillado pero la seguí buscando. Entonces sentí una soledad nueva cuando silbaba y silbaba y ella no salía a mi silbido. Entonces vislumbré que nada me sería fácil en cuestiones de amor y que todo me lo tendría que ganar a pulso y a costa de ceder en todo, como que ese es quizá el motivo que más me aleja hoy de la posibilidad de tener una nueva pareja.

Con todo, una ve pude llevarla a los alfares de los K’achitos Gutiérrez, que eran terreno de nuestros ensueños eróticos. Eran prados inmensos cubiertos de alfalfa donde soñábamos con revolcarnos con las vecinas más lindas. Allí me ocurrió algo muy divertido e incómodo. Era de noche y había un muro. Escogí el lado de la sombra y todo estaba recién arado, de modo que había grandes terrones de tierra, que aquí llamamos k’urpas. No me importó y allí la hice recostar a la muchacha y me despaché. Cuando nos íbamos vi que al otro lado del muro había una planicie suavemente ondulada y cubierta de pasto, donde habríamos podido revolcarnos a gusto. Fue la última vez que estuve con ella pues a poco apareció otro hombre en su vida, uno con cara de chivo, con quien tuvo un bebé, seguramente un buen hombre; murió joven en un accidente aéreo.

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