domingo, 27 de septiembre de 2009

MI HIJA EXPULSADA POR EXTREMISTA

Un detalle interesante era el salvoconducto de mi hija Raquelita, que tenía un sello rojo con un texto ominoso: Expulsada por extremista. Lástima que se quedara en manos del servicio de Migración en México, que nos fichó con fotografías de frente y de perfil, que tomaron incluso a mi hija de cuatro años.

Nos trasladaron al céntrico hotel “Francis”, en la Glorieta de Colón, en pleno Paseo de la Reforma, según se decía, a cargo de la Secretaría de Gobernación. Allí me esperaba, entre otros, un compañero de “Baudelaire”, el Chano Belzu, que había juntado una colección de tecolotes, de modo que festejó que yo lo llevara clandestino a Costa Arduz reducido a tecolotito; y en esa habitación se lo entregué a la dama que lo esperaba. Chano tenía en el asilo de la Embajada una colección impresionante de música en cassettes y un instrumento griego de dulce sonido. Me contó que, al salir en el primer grupo, le decomisaron el instrumento y toda la música, como si fueran subversivos. Aquella noche armamos una fiesta que tuvo consecuencias, pues al amanecer, cuando yo ya descansaba, los agentes de Gobernación, a quienes llaman en México guaruras, se llevaron a Chano y le dieron duras advertencias para que no organizara farras de bienvenida ni otros bullicios en el hotel.

Muy temprano en mi primera mañana, dejé dormidas a Yolita y a mi hija Raquel, y salí a conocer la ciudad mientras trotaba. Podía ir a uno o a otro lado del Paseo de la Reforma, pero en lugar de escoger el rumbo de Chapultepec, donde van a pasear muchos mexicanos, escogí el rumbo contrario y aparecí en el Zócalo, al trote por las calles más céntricas del DF. De todas formas fue una epifanía, y una impresión inolvidable y un tanto sombría la de la piedra volcánica de los edificios, velados por el smog, que se adensa hasta que sale el sol.

Unas semanas después me entró la depresión. Caminaba con el ánimo sombrío por Metro Hidalgo, contiguo a la gigantesca Plaza de la Alameda, cuando me encontré con Costa Arduz, que ya había llegado al DF, no recuerdo ahora si al hotel “Francis” o al “Ontario”, ubicado más cerca del Zócalo. Me agradeció por entregar el buhíto a la dama elegida y me tomó a su cargo. Visitamos un antiguo café del centro, adornado con muñecas de porcelana y otros objetos del siglo XIX, un lugar mortecino pero lleno de misterio. Allí le confesé que me sentía deprimido y se asombró: cómo podía sentirme mal en una ciudad tan desconcertante como México. Me llevó a un viejo claustro de monjas, ubicado junto al templo de San Hipólito, en la Alameda, donde en la colonia había funcionado un manicomio de mujeres. Como buen neuropsiquiatra, había sido uno de los primeros lugares que fue a conocer. Era un lugar alucinante, y ahora que recuerdo ya habría pasado octubre y se aproximaba el Día de Muertos, el 2 de noviembre, porque en el aljibe del patio del viejo manicomio había un par de calacas vestidas él de charro y ella de china, en actitud de enamorar. El café estaba decorado con momias de monjas y había un pianista jorobado que tocaba melodías tristes en un día por demás gris. Claro, noviembre es la entrada al invierno, y allí es bastante crudo. Pero el plato fuerte vino a las siete de la noche, cuando nos trasladamos a San Hipólito a oír misa. No me esperaba de Costa Arduz una invitación litúrgica, pero aquella misa era muy especial: el templo que mandó construir Hernán Cortés para conmemorar la Noche Triste que vivió en sus inmediaciones estaba lleno de gente. El cura repetía las oraciones con gestos y así le respondían. Era una misa para sordos, que entonces se les decía sordomudos, una misa silente y gestual que parecía una obra de Ionesco. El clímax llegó en el momento de darse la paz, que usualmente se reduce a un gesto parco de estrechar la mano del vecino e ignorar al resto. Los sordos, en cambio, intercambiaban grandes gestos de afecto, se acercaban al cura, lo abrazaban y besaban, y de esa multitud arrobada por la ceremonia de paz se elevaba un murmullo gutural que jamás había escuchado. Esa epifanía se la debo a Costa Arduz, y confieso que me reconcilió para siempre con la ciudad de México y con todo ese país que más que un país es un planeta.

La dictadura separaba a las familias para frenar la lengua de quienes salían al exilio. Así daba salvoconductos a los cónyuges o a las parejas de hecho por separado. Por otra parte, durante los días de la embajada o de la oficina, habían nacido varios romances, y éstos se multiplicaron en los ambientes hacinados del “Francis” y del “Ontario” a tal punto que la malicia boliviana rebautizó a ambos hoteles con los nombres de “Fruncis” y “Montario”. De todas formas no hubo una sola relación que prosperara, pues todos esos romances se debían al estado de soledad, de postración nerviosa o de depresión producida por el exilio.

Un día de esos nos tocó un temblor muy intenso que se desató de madrugada. Todos salimos al umbral de nuestros respectivos cuartos, y como había un patio central en cada piso, ahí nos mirábamos todos y registrábamos las aventuras de la noche. Recuerdo un cuadro: una compañera semidesnuda estaba parada junto a un mulato venezolano, también exiliado, mientras en el cuarto vecino lloraba su niño, que había dormido solo. Había asimismo un compañero salvadoreño que había perdido la mano izquierda y los dedos mayor, anular y meñique de la derecha en la guerrilla, pero hacía el ademán de disparar, feliz de tener todavía un dedo con el cual apretar el gatillo.

En el hotel nos daban las tres comidas diarias sin cobrarnos ni un centavo. Eran comidas sencillas pero nutritivas y las recibíamos con gratitud, excepto un compañero muy catrín, muy gachupín, que todos los días pedía comida a la carta. Un día de esos reclamaba por la cuenta elevada y le preguntó al mozo qué significaba el IVA. Recuerdo que el mozo le dijo, con un inconfundible acento mexicano: “Es lo que pagamos los mexicanos para mantenerlos a ustedes.” Un mes después había conseguido empleo y me trasladé con mi familia a un departamento ubicado en la última colonia al sur, detrás de la cual comenzaba el campo. Era el barrio ISSFAM, un barrio para militares de baja graduación, que era muy modesto. Recuerdo que los mozos del “Francis” nos hicieron una despedida y comentaban que otros exiliados, en especial los chilenos, se habían quedado años viviendo en forma gratuita en el “Francis”, y que no salieron hasta que el gobierno les dio una especie de indemnización. Una vez más me funcionó la extraña afinidad que tengo con el personal de servicio de los restaurantes, que lo he podido confirmar en varios países y, por supuesto, en Cochabamba. Debo ser uno de los pocos clientes a quien los mozos saludan dándole la mano, con una confianza de viejos camaradas.

René Bascopé vivía también en el “Francis” y acabé llevándolo a mi barrio, aunque luego se aburrió de vivir tan lejos, porque había conseguido trabajo en un diario local, creo que en matutino “El Día”, donde hizo amistad con Gregorio Selser, quien le brindó su archivo personal para que escribiera “La Veta Blanca”, un libro muy citado sobre los vínculos del régimen de Banzer con el narcotráfico. Y también fue su amigo un escritor muy recordado, que perdió la vida en el famoso accidente de Avianca, donde murieron también Manuel Scorza y Marta Traba, entre otros. Ya me acordaré el nombre.

Con René cuadriculábamos las calles en busca de trabajo. Mario Guzmán Galarza, un periodista boliviano, ex embajador nuestro en México, que vivía en el exilio desde el golpe militar de Barrientos, en 1964, nos sugirió que la buscáramos a la directora del diario “Ovaciones”, que dirigía también el Museo del Chopo, una antigua estación de ferrocarril. Era una mujer bellísima y castradora, como muchas mexicanas dueñas de su destino. Recuerdo que nos midió nada más al entrar a su oficina, echó el butacón hacia atrás y apoyó ambos pies sobre el escritorio, descubriendo una maravillosa avenida que terminaba en su entrepierna, pero como íbamos en busca de trabajo, ni nos atrevimos a espiar. Le vendimos nuestro charque: éramos dos escritores y periodistas bolivianos en el exilio y necesitábamos trabajo. Nos dio la dirección de la revisa “Su otro yo”, una especie de Playboy o Penthouse mexicano, donde pagaban por hoja a quienes enviaban cuentos eróticos. Creo que no llegamos a publicar nada, pero no era una revista de despreciar, pues allí se formaron escritores de nota, como uno que no recuerdo ahora, cuyos ensayos eróticos se publicaron después en La Jornada Dominical, y que las reunió en un libro inolvidable sobre los cinco sentidos, ilustrado con desnudos femeninos, que le regalé a mi hermano Enrique cuando volví de México. Un libro inolvidable, muy cuidado y con una prosa magnífica.

Por fin encontramos trabajo eventual en el Fondo de Cultura Económica, cuando Felipe Garrido, que era el gerente, nos dio unas galeras para corregir. Recuerdo que se las llevamos el lunes y estaba asustado, pues no nos había preguntado nuestros nombres ni otra referencia, y podíamos perdernos con el trabajo encomendado. Luego nos encargó algunas correcciones de estilo y la redacción de unas fichas sobre los artículos de la revista del Fondo. Un gran amigo, cuyos cuentos leo cada semana en La Jornada Dominical, en una sección a su cargo que se llama “Mentiras transparentes”.

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