lunes, 28 de septiembre de 2009

LA MALA EDUCACIÓN



Yo era muy chico entonces. Mi testimonio no sirve más que a medias. Ahora mismo, mientras escribo estos recuerdos, siento que a la inocencia, a los asombros de mi infancia, se mezclan mis traiciones y olvidos de hombre, las repetidas muertes de mi vida. No estoy reviviendo estos recuerdos: tal vez los estoy expiando.
Augusto Roa Bastos: Hijo de hombre


LA MALA EDUCACIÓN
En aquel tiempo en que estrenaron La mala educación llegó Eduardo Mitre, y recuerdo que, a bordo de unas botellas de cerveza, en el Prado de Cochabamba, nos dimos a comentar esa película de Almodóvar. Entre bromas y veras, llegamos a la conclusión de que, total, si te daban por el culo, quizá podías relajarte y cooperar, pero que los curas nos habían hecho sevicias y malos tratos muy superiores al pecadillo nefando de la película.
Eduardo recordó a uno de sus profesores de sotana que se frotaba con él, mejilla contra mejilla, y le preguntaba qué tal se había afeitado. A eso añadí una peor: había otro cura que se hacía la burla de un compañero por sus rasgos. Le metía dos dedos en las fosas nasales y decía: La nariz que tienes es de mono, no de ser humano. Mira tus fosas nasales: son una vergüenza. Y entonces llamaba a Rocabado. ¡Rocabado! Era un muchacho de excelente figura, un español castizo que debía exhibir su nariz aguileña, preciosa, para que los monos aprendiéramos lo que eran narices humanas.
El cura se encarnizaba luego con las mejillas lampiñas del compañero: Qué vergüenza, ni un pelo de bigote, mejillas lisas como un culo, no parecía hombre, pues en Navarra, de donde venía el cura, los chavales de trece, catorce años tenían las mejillas azules después de afeitarse. Y entonces volvía a hablar a Rocabado. ¡Rocabado! Rocabado muerto de vergüenza porque era un buen tipo y no quería herir a nadie, aunque uno diría que se sentía orgulloso de cómo lo distinguía el cura. Esas eran mejillas de hombre, ¿no las veíamos? Mejillas azules, recién afeitadas, con la barba que, en el sosiego de la noche, seguramente se escuchaba crecer.
No acababa allí la humillación, porque luego el cura ordenaba que el compañero se desabotonara la camisa para examinarle el pecho: ¡Horror! Ni un puto vello, pecho liso como las nalgas de una mujer, y vuelta ¡Rocabado!, y Rocabado que se exhibía, pelo en pecho, y el cura que decía: Así es un hombre, un ser humano, y no como vosotros, manga de monos afeminados.

LA HOSTIA DE CADA DÍA
Todas las mañanas del año lectivo debíamos madrugar e iniciar el día con la misa o el rosario. Pasábamos clases de lunes a sábado, y el domingo, que podíamos aprovechar para quedarnos en cama un poco más, nos obligaban a ir a la primera misa, que se celebraba en el colegio. Íbamos con el uniforme del colegio, traje y corbata, y a veces calatrava y guantes blancos. Como vivíamos en un valle sin agua, las casas por lo general no tenían ducha, y a veces nos saltábamos el baño obligado del sábado, día en el que recibíamos agua en bañadores y la calentábamos al sol para bañarnos. Amanecía el domingo y dale, a ponerse terno. Eso me observaba don Pepe Andrew, nuestro vecino, cuando volvía desalado de la misa y buscaba a sus hijos, mis amigos, que se desperezaban en sus respectivas camas. Don Pepe me decía: Andas con terno y ni siquiera te has bañado.
Todos los días, puestos de pie en el curso, rezábamos el rosario. Alguna vez amanecía con la bilis revuelta y con un dolor de cabeza que al parecer era migraña –dicen que una migraña temprana se cura, cosa que probablemente me pasó. Pero igual tenía que ir al colegio y como no me apetecía el desayuno tomaba un mate de cáscara de lima y punto. Recuerdo que, a medio rezar el rosario, vomitaba el mate y el cura de turno me llevaba a un dormitorio donde me pasaba la mañana durmiendo: un verdadero privilegio.
Los primeros viernes, la comunión era general y la precedía la confesión general de los jueves. Frecuentemente había procesiones para el Niño Jesús de Praga, en las cuales nos disputábamos la condición de monaguillos. Luego repartían pan bendito, que apreciábamos como si fueran pasteles suizos. Mayo era el mes de María, y había que rezar el rosario con cualquier pretexto. Mes de María, mes de las flores.
Todavía recuerdo los cánticos que nos enseñaban y que ahora que los tarareo provoco comentarios risueños. ¿Cómo no nos habíamos vuelto homosexuales con semejantes estímulos? Una letra en especial hoy me suena blandengue y afeminada. Dice:
Oh, Jesús tiernecito,
Ejemplar de candor,
Oh, precioso hermanito,
Eres todo mi amor.
Viva, viva, Jesús mi amor,
Viva, viva, mi Salvador.
Las reflexiones de los curas, entre autoritarias y melifluas, me provocan hasta hoy arcadas cuando escucho el habla peninsular, sobre todo el habla madrileña, porque hay otras más gratas. Ese talante de soberbia y altanería del oficial que hace de villano en la película El laberinto del fauno, para nosotros era la imagen de todos los días. Cierta vez me di a cantar como Joselito, pero entró el cura al curso y me dio un reverendo sopapo. ¿Enseñarle gorgoritos a él? Otro cura, que parecía tener la rectitud de una plomada, se ensañaba con un compañero de apellido Galindo. Le daba un sopapo y salía disparado por la puerta abierta del curso; salía luego al corredor y de otro sopapo lo metía, y luego se lamentaba al borde del llanto, le dolía aquello, pero aclaraba que tenía autorización de los padres de Galindo para castigarle.
Otro cura tenía gestos de psicópata, pues de pronto sorprendía a algún compañero travieso, lo tomaba de los pies y lo colgaba, cabeza abajo, de la ventana del tercer piso. En fin, a otro compañero el cura lo metía de cabeza al basurero del curso. Esto para no hablar de lo más común: que te tiraran la almohadilla o la tiza en el rostro cuando andabas distraído.
En los desfiles, debíamos ostentar una disciplina de cuartel. Cuando algo fallaba, nos hacían dar diez vueltas el patio del colegio, a pleno sol.
Las horas de gimnasia eran tediosas, porque no practicábamos deportes sino hacíamos ejercicios cojudos o pirámides humanas, para demostrar una disciplina fascista. Allí no había esfuerzo sino la humillación de sentir los pies del compañero encima, o ensuciarse la ropa en el asfalto del patio; pero era sintomático que no transpiráramos, es decir que no sentíamos el alivio benefactor de sudar.
Por estas razones yo me resistía a hacer gimnasia, como que una vez di desquite en esa materia porque me negaba a hacer pirámides o a levantar banderolas, cosa muy común bajo la influencia fascista o franquista o nazi, que es lo mismo.

CRETINISMO CLERICAL


Carmelita en su casa de la Urbanización El Castillo en un día feliz.
Ya creciditos y a punto de salir bachilleres, el curso se había dividido en dos barrios: el que daba a la entrada era el más claro y estaba poblado por los compañeros más pudientes y “de las mejores familias”. Muchos de ellos habían sido mis amigos desde la primaria, pero yo decidí trasladarme al rincón más oscuro, donde uno podía encontrar cualquier apellido extraño. Los primeros, los más pijos, eran miembros de una Fraternidad, la pasaban bomba en los carnavales y tenían enamoradas. Se citaban para llevarlas los domingos a la matinée, y el lunes comentaban cuántas veces las habían besado, y discutían y hacían una especie de competencia. Yo me sentía un tanto superior porque había tenido hasta entonces experiencias eróticas equívocas, que se resolvían en pura franela. Recuerdo en especial a una mujer mayor que yo, comadre de mi mamá, guapa a tal punto que nos parecía una versión de Jackeline Kennedy, que estaba de moda incluso por sus rodillas cuadradas, que los modistos destacaban porque quedaban muy bien con minifalda. Ella tenía un hijo bebé y una noche que estábamos de visita con mi mami me pidió que la ayudara a acostarlo subiendo a su dormitorio en el segundo piso. Abrí las cobijas de la cama y ella se agachó para acomodar al niño. Entonces sentiría que yo estaba detrás de ella y me aprisionó contra la pared con sus generosas nalgas, y antes que yo reaccionara me dijo ¿Cuándo vas a crecer? A poco me di modos para hacer una cita con ella para el día siguiente por la tarde, me falté del colegio y deambulé esperando la hora, y cuando le toqué el timbre no me abrió, no me atendió nadie. Así se frustró una aventura que me tuvo en vilo toda la tarde.
Días después me di modos para besarla, para estrujarla contra la pared, incluso para acariciarle el pubis por encima de la falda, maniobras que ella soportaba con una sonrisa de indulgencia; pero una vez que hablaba por teléfono y aproveché para llevar su mano a mi miembro, que lo tenía al aire, se volvió y me dio un sopapo.
Experiencias más concretas había tenido con Shirley. Esos sí que eran franeleos y metidas de mano sin cuento, pero cuando cierta vez logré llevarla a mi casa tuve un fiasco que luego contaré.
En los carnavales llenábamos la piscina de casa con agua y capturábamos a las muchachas que pasaban por la calle; entonces yo aprovechaba para tomarlas por la espalda y acariciarles los senos, y juraba que nadie se daba cuenta, pero hace poco alguien se acordó precisamente de ese detalle. A eso se reducían mis aventuras, sin una relación sexual en regla, pero me bastaban para sentirme superior a los amigos pijos del curso. Éstos se citaban ruidosamente para los sábados por la noche y anunciaban su intención de irse de putas. Luego el lunes comentaban entre risas sus polvos, mientras el resto del curso los mirábamos con envidia y en silencio.
Con esas experiencias, era de lo más anacrónico escuchar las clases de Apologética, un engendro teológico que debíamos zamparnos porque el colegio era católico y quería probar con la razón la existencia de Dios en una versión sobada y triste de la teología tomística. Un tercer nos enseñaba sandeces, y cuando llegó el turno de referirse a Darwin, recuerdo que nos dijo: Los que creen que descendemos de los monos son hijos de mona. Textual. ¡Hazme fabrón cabor! Y un cuarto cura, que venía al curso a distraernos cuando algún otro profesor se faltaba, nos decía que el diablo existía y que era fácil reconocerlo, porque al tiro se le notaban las pezuñas. Bizarra teoría lombrosiana para las criaturas del Más Allá. Este cura, que ya era anciano, se dio a llamarnos uno por uno para decirnos cómo debían ser nuestras firmas. Por supuesto que todas se parecían y tenían el estilo de las firmas de curas, al punto que sólo les faltaba una cruz o alguna sigla de su Orden. No sé si mis compañeros firman como les dijo el cura, pero sé al menos de dos que nos rebelamos: mi amigo Luis hasta hoy escribe simplemente nombre y apellido de derecha a izquierda, al revés, y yo hago una especie de electrocardiograma que me criticó duramente el cura, pero hasta hoy lo mantengo como mi firma oficial. Y vaya que he firmado documentos importantes con ese diagrama.
Sobre mi vida erótica de entonces debo añadir algunas precisiones: como invadían nuestro tiempo y nunca nos dejaban solos, me bastaba sentirme solo para sentir una excitación irrefrenable, que ahora ya no la siento, y es una pena. Mi madre, como todas las madres de entonces, cooperaba de muy buen grado con ese control clerical. Si por algún motivo me mantenía en silencio, me decía: Ramón, qué avería estarás haciendo. Yo tendría catorce años y leía Lolita, de Nabokov, para excitarme. De pronto sentía los pasos sigilosos de mi madre, siempre dispuesta a sorprenderme, y entonces guardaba presuroso el libro en un cajón del escritorio, y tomaba el policopiado de Geografía. Desde entonces me quedó la costumbre de no señalar donde me quedo, sino recordar el número de página.
Ah, los reproches contra los curas eran inagotables. Es que eran franquistas y ejercían la misma política del Generalísimo para controlar a su pueblo estudiantil: invadir cada resquicio de nuestro tiempo libre con ceremonias religiosas.
A la caída del Generalísimo era demasiado evidente el uso que hizo de curas y monjas como los ojos de un dios omnisciente que se colaba en el último resquicio de la vida privada con fines de control político. Una estética ramplona, corcha y trasnochada tenía sus principales exponentes en Joselito, Marisol y Pablito Calvo, el protagonista de Marcelino Pan y Vino, ese film delicuescente y dulzón al borde del coma diabético que los curas nos refregaban como la quintaesencia del séptimo arte: haber visto a Dios.

Como esos curas eran no sólo españoles sino también franquistas, se solazaban invadiendo el último resquicio de nuestra intimidad de adolescentes. Para empezar, no teníamos un solo día de la semana, ni siquiera el domingo, para quedarnos hasta tarde en cama, con lo delicioso que es dormir cuando se es joven. Los sábados había clases igual que los cinco días anteriores, y el domingo teníamos obligación de vestir traje y corbata y asistir a la misa, que era obligatoria pues el cura tomaba lista.
La confesión era un rito colectivo y también obligatorio. De pronto nos convocaban a la capilla y teníamos que confesarnos todos para comulgar al día siguiente. Ay del que no comulgaba, porque su omisión era captada de inmediato por el cura, que no era propiamente un director espiritual sino un inquisidor, y entonces comenzaban los interrogatorios más acosadores e incómodos. La única arma para zafarse de ellos era la simulación: si no habíamos comulgado era sólo por el descuido de no estar en ayunas, pero jamás se nos hubiera ocurrido confesar los tocamientos que de pronto nos provocaba aquello que los curas llamaban poluciones nocturnas. ¡Y la mar de paja que nos hacíamos!
Asistir a un colegio de un solo género es la cosa más malsana que he vivido, a tal punto que me ha costado años de reeducación aceptar a las mujeres como amigas y no como posibles monturas. En esa frecuentación de jóvenes de tu sexo, bastaba ver a una mujer para querer cogérsela, lo cual nos llevó a protagonizar los papelones más inconfesables, aunque algunas veces surtía. Pero algo más: teníamos un compañero italiano de rostro sonrosado y sonrisa femenina, y resolvimos que era mujer y se llamaba Rosita, y le hablábamos las cosas más estúpidas y provocativas. No supe más de él, pero era un muchacho inteligente y seguro que reaccionó bien, a juzgar por una salida suya: cierta vez yo lo molestaba como si se llamara Rosita, y me dio una respuesta inesperada: me llamó maula. Claro, maula porque me resistía a hacer gimnasia, porque era abúlico, porque no participaba en los esfuerzos físicos de mis compañeros. Con eso me sosegó para siempre.
Aun así, los curas no saben, ni se imaginan siquiera, dónde radica el erotismo. Este fue mi caso, que paso a contar. Un buen día leía el Pato Donald y se registró una escena inquietante: por un descuido, Donald le quema la cola a la Pata Daisy, que arranca despavorida en busca de un charco de agua y apaga allí el incendio. Luego muestra la cola humeante y chamuscada en primerísimo plano y dice: Donald, mira lo que me hiciste. No necesité sustituir la imagen de la Pata por la de Brigitte Bardot para sentir un ataque de la excitación más irredenta, que acabó naturalmente en una enérgica masturbación. Nadie sospecharía jamás que esa historieta infantil se convirtiera en un estímulo para mi yo rijoso más útil que Playboy, Hustler, Penthouse u otra revista de mujeres desnudas.
En resumen, puedo decir que nada de lo que aprendí en doce años de colegio me sirvió en la vida, con excepción de las primeras letras y las operaciones de aritmética. Todo lo demás tuve que fabricármelo de cero a partir de mi ingreso a la universidad.

BACHILLER EN EL AÑO DE LA GUERRILLA


Un recuerdo maravilloso, con Raquel Welch en el Festival Iberoamericano de Cine, de Santa Cruz, año 2000.
Un año crucial fue el del bachillerato, que coincidió con la guerrilla del Che: 1967. Creo que entonces se desarrolló para siempre mi vocación por el periodismo, porque mañana y tarde usaba mi exiguo recreo para comprar Los Tiempos a primera hora y Presencia a las 2 post meridium para seguir el rastro de la guerrilla. Cierta vez esperaba yo el recreo de las 10 de la mañana y me senté al sol a leer Los Tiempos. Estaba abstraído en las noticias de la guerrilla cuando se cernió sobre mí la sombra ominosa de un cura que me obligaba a ir a jugar. Le aclaré que estaba leyendo y me contestó que el recreo era para jugar y que era obligatorio hacerlo. Quise resistirme y entonces me decomisó el periódico. Desde entonces, lo compraba muy temprano, lo hojeaba con fruición hasta la hora de entrada, lo dejaba en depósito con la heladera o la frutera de la esquina, y a la salida corría a rescatarlo para irme a casa leyéndolo, sin ver siquiera dónde pisaba. El rito se repetía por la tarde, con informaciones aun más exclusivas porque Presencia llegaba desde la sede del gobierno, donde había mayor acceso a las fuentes de información.
Un buen día de abril o mayo, a dos meses del estallido de la guerrilla, nos visitaron los famosos hermanos Alarcón, de la Legión Boliviana Social Nacionalista, a explicarnos por qué los colegios católicos íbamos a salir en una gran manifestación contra la guerrilla, y nos instruyeron cómo fabricar un muñeco barbudo para quemarlo. Llegó el día del acto y en lugar de imitar a mis compañeros que se chorrearon silenciosamente de la marcha, me fui a la dirección y le dije al cura director que yo no asistiría, que nadie podía obligarme a protestar contra algo que yo consideraba justo. Me dijo que era obligatorio y que si no lo hacía, me atendría a las consecuencias. No lo hice y me expulsaron una semana. Mi madre me acompañó a una cita con el director, y éste, o el cura encargado de la disciplina, le dijo: Su hijo es muy inteligente, pero es una inteligencia inclinada al mal. Para qué lo diría, porque mi madre casi le da un puñete, lo llenó de improperios y me dijo poco menos que: Vamos, hijo, no te juntes con esta chusma.
Al día siguiente, me sirvió el desayuno en la cama, y me quedé como hasta las nueve. Salí a buscar algún amigo, pero no encontré ninguno, todos estaban en clases. A las 12 estaba yo parado a la salida de los alumnos de mi colegio, para conversar un poco con ellos. Fue una semana triste y solitaria en la cual no hubo día en que no madrugara y regresara a cada entrada y salida. Muy temprano, conversaba con mis compañeros, sonaba la campana y ellos ingresaban al colegio y yo retornaba solo a mi casa. Fue el peor castigo que sufrí en esa época, pero en realidad vendrían otros más.
Como había manifestado mi afinidad con la guerrilla, más romántica que real, pero afinidad al fin, ocurrió un acto de protesta que de inmediato me fue endilgado: un joven llamado, si recuerdo bien, Hans Muller, echó una botella de sangre a los pies de Antenor Patiño, que por esos días llegó trayendo los restos de su madre, doña Albina Patiño, esposa del magnate del estaño Simón I. Patiño. De inmediato los curas me acorralaron para hacerme investigar incluso con un detective, a ver qué sabía yo de ese atentado. Por supuesto que no sabía nada, porque era menor de edad y vivía muy aislado, era un solitario. Pero desde entonces me acosaron y en los últimos días del bachillerato me hicieron una maniobra artera que paso a contar. Ocurre que no podían vengarse en las notas porque yo era buen alumno aun sin esfuerzo. Así estaba eximido casi en todas las materias con excepción de Química y Física. De eso se aprovecharon. Cuando ya ensayaba el acto de graduación, un compañero me dijo que me había aplazado doblemente en el examen final. No lo creí, pero ahí estaban las calificaciones fijadas a un tablero que no mentían. En ambas materias me habían calificado 2 con la complicidad de los respectivos profesores a quienes perdí el respeto para siempre. Total que me amargaron el acto de graduación, que di desquite por pura fórmula pues me dejaron solo como para que copiara a gusto, y de ese modo cumplí los dos desquites más importantes en 12 años, casi los únicos, precedidos por dos anteriores insólitos: uno en dibujo y otro en educación física. Este último porque nunca hice deporte y no hay cancha de ningún deporte que haya hollado con mis pasos, pues hasta ahora considero el deporte como el mayor riesgo para la salud. Mejorará el metabolismo, la fisiología, el ritmo cardíaco, lo que ustedes quieran, pero uno se expone a accidentes fatales que no les ocurren a quienes no hacen deporte. Aquella vez pude hacer lío, pedir mis exámenes y comprobar dónde me había equivocado, pues recordaba haber salido de ambas pruebas con la conciencia de haber aprobado; pero por primera vez sentí tal amilanamiento que me paralizó y no reclamé nada, cosa que se repitió en mi vida algunas veces y me perjudicó enormemente. Tremenda semilla que me dejaron los curas.
No fue la única mala semilla: el regente una vez me increpó porque yo era dirigente de mi curso y me había atrevido a hacer una fiesta con chicas invitando con el nombre del colegio. El sujeto, que era un pichón de fascista, me dijo: Quién eres vos, qué te crees, vos eres una mierda, ¿me oyes? Una mierda. Bonita forma de elevar la autoestima de un joven alumno.
Lo poco que he hecho en la vida ha sido quizás una reacción contra ese regente y contra los curas, para probarles que no soy una mierda.

RECUERDOS DE FAMILIA







En 1980 el tío Germán me visitó en México, donde yo vivía exiliado junto a mi primo Germán, el Chaza, hijo suyo. En la secuencia, visitamos la Basílica, el Museo de Antropología, la Casa de Trotsky y una callecita de Coyoacán.
Yo nací en la esquina Esteban Arze y Uruguay, en pleno barrio de Caracota, a dos cuadras de la Plaza Calatayud, que era el corazón de ese populoso barrio: ¡Hacha, punta, picota, adelante Caracota! Mi tía Maruja, casada con Rafael, hermano de mi mamá, vivía en la casa de la Uruguay, N° 56, un conventillo de propiedad de doña Isidora Prado. Se llamaba María La Fuente, y era hija de don César La Fuente, un viejo guapo de quien me impresionó su melena ensortijada y de payaso. No he conocido mujer más maternal que la tía Maruja. Toda su vida tuvo pensionistas y Dios es testigo de cómo la querían, como a una madre. Era una mujer sencilla, trabajadora, uncida al yugo de la cocina y sin mayor noción de la economía, al punto de que le pedía a su hija Teresa que le separara el gasto de cada día en paquetes, para ir al mercado. Tiempos gloriosos en los cuales todo se compraba fresco y para el día en la recova, a pocas cuadras de donde vivía la Marujita. (Justamente mi madre me decía que no necesitábamos refrigerador, pese a que teníamos uno Gibson, gran marca inglesa, porque todo era fresco y estaba ahí, en la huerta o en el corral.
La tía Maruja ocupaba un solo cuarto grande, construido con adobe. Una mampara separaba el dormitorio la sala y la cocina, ubicada ésta junto al portón de entrada. La prima Teresa, la mayor, alquilaba por su cuenta otra habitación en el mismo patio; Conchita y Carmelita, las hijas menores, dormían con los papás, aunque luego Conchita ocupó una pequeña habitación del segundo patio. Allí vivían también unos bravos cliceños, dueños de una tienda de confecciones para niños, que alguna vez tuvieron un lío feo con mis tíos en el cual relucieron los puñales.
El tío Rafael era policía. Se había iniciado en la Guardia Republicana, fundada por el presidente Bautista Saavedra, alrededor de 1925, el Centenario de la fundación de la República, y luego ascendió hasta mayor y se jubiló. Los años le agravaron una sordera que tal vez fue producto de la guerra, y en sus últimos años fue sordo y ciego. El pobre era una maceta a la cual sacaban al sol, la regaban y luego la ponían a cubierto. Cierta vez lo llevaron a una fiesta, en la cual, como es de suponer, no se divertía. Dicen que le rogaba a la tía Maruja que lo lleve a casa, cuando se le aproximó la anfitriona, Norita, una señora que tenía tetas pronunciadas y generosas. Había un lenguaje de señas al cual la tía Maruja lo había acostumbrado, y Norita recurrió a esas señas para pedirle que se quedara un rato más. El tío, que era sordo y ciego pero no cojudo, le acarició las tetas y de inmediato exclamó: Ay wa, creo que es pues la Norita. Poco antes de perder la vista, era jubilado y anciano, pero como su pensión era exigua necesitaba trabajo. Era alcalde el coronel Germán Lema Aráoz, quien había sido padrino de una hija que el tío Rafito tuvo en Aiquile, cuyo nombre no he registrado. El tío decidió visitar a su compadre y para eso recurrió a su otra hija, la Carmelita, y se la presentó al coronel como si se tratara de su ahijada aiquileña. Así obtuvo un puesto muy sacrificado, de inspector de pichiris, es decir, de barrenderos públicos. Cuando yo era universitario y salía a estudiar por las noches, lo veía montado en una bicicleta, inspeccionando a los diversos batallones que se ocupaban con medios manuales y precarios del aseo de la ciudad.
Carmelita era de mi edad y mi gran amiga y compañera de juegos. Éramos ingenuos y egoístas. Cuando nos compraban un par de helados, Carmelita se demoraba en consumir el suyo para solazarse cuando yo terminaba. Entonces lamía su helado y cantaba: Ja ja j aja, como diciendo: Mira lo que tengo. Tenía gustos que merecerían palo, como el de comer mantequilla con azúcar. Nos peleábamos continuamente, pero hacíamos vida de vecindario y éramos felices. Carmelita tenía una prima de ojos verdes, la Olguita; su mamá se llamaba Zoraida, y mi mami le decía la Ajnata, porque su comentario habitual era Ajnata a, que en quechua significa Así es, o así es pues. Las dos chicas hacían para mí una especie de estriptís: se enrollaban los calzoncitos y me los descubrían por turno, y yo festejaba sin asomo de tentación porque era un niño.

Con el tiempo Carmelita se puso muy linda. Mis amigos del curso le decían la Coneja, porque tenía los incisivos pronunciados, cosa que le daba gracia y no era un defecto. Me hablaban de ella con deseo y yo me disgustaba. Carmelita tenía muchos pretendientes y todos guapos. Alguna vez me usó para distraer a uno mientras ella despachaba a otro, pero todo eran visitas y quizá algún beso furtivo, nada más. Se puso tan guapa que yo la deseaba y ella lo sabía y me torturaba sentándose en mis piernas. Se ponía un baby doll y se echaba en la cama y me hacía campo para que yo también me tendiera. Hacía el amago de avanzar la mano para tocarle sus piernas maravillosas y me detenía: Voy a gritar. Me atrevía y gritaba: ¡Mami! Y me congelaba en el sitio. Así se aprovechaba de este servidor. Hoy vive en los Estados Unidos y la extraño porque era mi hermana.

MIS TÍOS MAYORES




César y Julio Barrón. El primero era hijo de Ezequiel; el segundo, de Ezequiel y Conchita, el hermano mayor de mi madre. César tuvo a Augusto y de él vienen los Barrón Rondón, entre ellos Gonzalo Barrón, mártir de la calle Harrington.
Mi abuela Concha tenía una presencia extremadamente importante en la familia, a tal punto que la casa de la otra orilla del río siempre estuvo llena mientras ella vivió; luego, como se dice, muerto el perro se acabaron las pulgas, no volvió a visitarnos ningún pariente. Era una mujer bella, magnética y autoritaria, decidora y graciosa. Todavía recuerdo algunas de sus admoniciones: Quien come queso sin lavar, come mierda sin asquear. Akamikuj alqotaqa, bizcochuelo le hace daño. Los castillos se derrumban y los muladares se levantan. Su nombre era Concepción Block Zambrana. Era hija de Charles Block Levy, un alsaciano que fundó el Bazar Alsaciano y dejó numerosa descendencia. Por Zambrana era hija de Natalia Zambrana Ruilova, probablemente pariente de los Ruilova de Tarija, pero eso sí prima del presidente Daniel Salamanca. Mi madre recordaba que alguna vez vivieron en Viacha, y que el tren Cochabamba-La Paz se detenía allí, llevando el vagón presidencial, y Salamanca aprovechaba para saludar a su prima y dejarle unos pesos, que la abuela Concha cisaba cumplidamente. Mi madre siempre me dijo que los restos de la bisabuela Natalia estaban en la tumba de Daniel Salamanca, pero un miembro de esa familia me dijo alguna vez: He averiguado las cosas y, para tu tranquilidad y la mía, no somos parientes. ¡Qué me habría querido decir!
La abuela Natalia tuvo varias hermanas, por eso tengo parientes muy cercanos de los apellidos más lejanos, como los Dehne de Oruro, hijos del coronel alemán Alexander Dehne, quien conoció a su esposa, Josefina Zambrana, en casa de la hermana mayor, mi bisabuela Natalia. Asimismo Guadalupe Quiroga, la tía Guadalupe, que tuvo al menos dos hijos muy allegados, el tío Hipólito y la tía Sofía Aguila. Hipólito fue chofer de Hans Kundt. Era un hombre alto y corpulento, de ojos celestes. Mi madre decía que la abuela Natalia tenía ese color de ojos y creo recordar que mi abuela Concha también los tenía claros. Nosotros, cafecitos nomás.
La historia de mi abuela Concha sí que fue dura y dramática. Dicen que un tiempo vivió en casa de la tía Constanza, en pleno Prado de Cochabamba, muy cerca de donde hoy es el edificio de Comteco. A sus 14 años salía a pasear por el Prado de entonces, que se llamaba La Alameda, montada en potra de nácar, y tenía tanta prestancia que le decían La Zamba Concha. Así la conoció el coronel Ezequiel Barrón de Zaballa, quien había sido hombre de confianza del presidente José Manuel Pando, a tal punto que lo acompañó en la batalla del Segundo Crucero, que definió la hegemonía de La Paz y el traslado de la sede del gobierno a esa ciudad en 1899. Allí el coronel Barrón recibió una herida en el pulmón. Total, que nada más vio a la Zamba Concha y al parecer se la robó y se fue a Oruro. Por ese entonces llegó a Oruro el coronel alemán Alexander Dehne, quien ha dejado varios libros copiadores de cartas por las cuales sé esta historia. En una de ellas cuenta que llegó como asesor de artillería para el uso de las baterías Krupp que había comprado Pando para la guerra del Pacífico, que fue recibido en el puerto de Ilo por el capitán Ismael Montes, quien sería presidente de la república después de Pando, y que de inmediato combatió en la batalla del Alto de la Alianza, donde cayó prisionero junto al coronel Eliodoro Camacho, y fueron trasladados a San Bernardo, por entonces una población aledaña a Santiago de Chile. Sus camaradas prusianos eran asesores del ejército chileno y hallaron el modo de convocarlo al ejército de ese país para salvarlo del cautiverio. Pero Alexander Dehne era un militar de honor y como había sido convocado por el ejército boliviano, al cual servía, prefirió permanecer dos años en cautiverio, hasta que fue puesto en libertad tras el armisticio firmado en 1881.
No bien llegó al país, el presidente Narciso Campero lo nombró comandante o jefe del Primer Cuerpo de Artillería, creo que con sede en Viacha. Cierta vez hallé en el Archivo Nacional de Sucre un folleto de enseñanza de la artillería de su autoría. Así sirvió en el ejército hasta la malhadada Revolución Federal, en la cual tuvo que defender al gobierno de entonces en las filas del Ejército Constitucional, que resultaron perdidosas. Severo Fernández Alonso, el último presidente conservador, fue depuesto del gobierno y sustituido por Pando; y Alexander Dehne fue dado de baja del ejército. Seguramente no tenía ahorros y se resistía a volver derrotado a su patria. Entonces se anotició de que su camarada Ezequiel Barrón de Zaballa, quien seguramente combatió también en la guerra del Pacífico, vivía en Oruro, y se fue a verlo. Allí conoció a la hermana menor de mi bisabuela Natalia, la tía Josefina, con quien tuvo tres hijos: Antonio, Matilde y Enriqueta, que son el tronco de todos los Dehne de Bolivia. En el norte de Alemania hay un Dehne también militar y hermano de Alexander, a quien se le ha dedicado un busto y una plazuela. La familia tiene contacto con los parientes de Alemania.
Otras cartas del libro copiador de Dehne, escritas en Alantaña y Llallagua, donde trabajó de agrimensor, se extrañan del silencio de su amigo Ezequiel Barrón, que no le contestaba sus cartas. Y luego hay una, dirigida a mi abuela Concha, en la cual lamenta la muerte de su marido Ezequiel Barrón.
Según me contó mi madre, Ezequiel tenía una hija que debió ser de temperamento fuerte, a tal punto que cierta vez le arrojó con una jarra que le dio a Ezequiel en la espalda y le abrió la herida en el pulmón, recuerdo de la batalla del Segundo Crucero. No se repuso más y dejó a la abuela Concha con dos hijos: Julio, militar, y Rafael, policía. Ezequiel tenía un hijo anterior, de nombre César, quien era mayor que la abuela Concha pero le decía mamá. De él desciende Gonzalo Barrón, el compañero asesinado en la calle Harrington cuando la dictadura de García Meza. Era hijo de Augusto, hijo de César, quien también era militar.

RECUERDOS DE MI ABUELA CONCHA

No sé por qué motivos la familia se fue a vivir a Viacha. Probablemente, porque el tío Julio estaba destinado en el cuartel de ese pueblo, si no me equivoco el Regimiento Ingavi. Allí trabajaba como jefe de estación el chileno Manuel Monroy Villagra, al parecer un hombre bueno, porque dejó ese recuerdo en sus hijos al tiempo que les redujo la estatura, porque era petisito. Resultó ser mi abuelo porque se casó con la viuda del coronel Barrón, mi abuela Concha y tuvo tres hijos: Carmela, mi madre, Germán, fundador del MNR y Eduardo, el menor.
El abuelo Monroy era un hombre bueno que se hacía de la vista gorda cuando algún obrero robaba el preciado carbón de coke que importaba la Bolivian Railway, administradora del ferrocarril Antofagasta-Bolivia. Fue jefe de maestranza en Mejillones y jefe de estación en varios puntos. Por eso sus hijos nacieron en distritos ferroviarios: Carmela en Oruro, Germán en Antofagasta y Eduardo en Mejillones. Cuando Germán fue diputado, tuvo que fabricarse otros papeles para habilitarse, porque técnicamente era chileno. Lo mismo le ocurrió a Eduardo, quien fue Tesorero General de la Nación. Mi hermano Enrique dice que el único patrimonio del abuelo Manuel era un montón de revistas Zig-zag, que se editaban en Santiago de Chile y que le llevaban en el ferrocarril. Eso lo decía Enrique para justificar que la herencia del abuelo es tenaz, pues el único patrimonio que ambos tenemos es papeles y papeles, libros y libros.
La abuela Concha tenía su carácter y hablaba como chilena. Qué decepciones tendría que se aficionó al vino, pero su esposo Manuel era un hombre sobrio y sereno. Mi madre recuerda que algunos domingos llevaba a sus tres hijos pequeños en esos cochecitos a manivela para visitar al tío Severo Abaroa, descendiente del héroe. No sé si teníamos parentesco; es cosa que nunca pude certificar, pero los niños le decían tío a un viejito de barba blanca, según recordaba mi madre.
Todo transcurría bien, pese a los vinos abundosos que consumía la abuela Concha, pero su destino era pesado y pronto se manifestó. Le pusieron una inyección al abuelo en el brazo y se le infectó y luego gangrenó. Y la gangrena se lo llevó de este mundo. Entonces se registró un verdadero drama iniciado por mi abuela, que en el clímax de la desesperación se subió al Calvario de Viacha con unas damajuanas de vino, y se puso a beber. Sus tres hijos pequeños la siguieron, pero ella los ahuyentaba con piedras, y ellos se quedaban jugando al pie de la colina, en el cementerio del lugar, donde era panteonero un señor de apellido Garay, padre de un viejo funcionario de la Jefatura del Distrito Escolar ya en mis tiempos. Mi madre recuerda que allí jugaban sin comer y que se quedaban a dormir acurrucados en alguna tumba. Felizmente apareció el tío Julio, el hijo primogénito de la abuela, y se la llevó junto a los tres pequeños.
Así mi abuela quedó nuevamente viuda con tres hijos pequeños. Dice que los mantenía cosiendo blusas para cholas que acomodaba en el mercado. Lo hacía en una vieja máquina Singer que todavía conservo como única herencia de mis mayores. Un día decidió promover a uno de sus hijos para salvar al resto. Así mi tío Germán, que era el varón mayor de la familia, se educó en el prestigioso Colegio San Calixto, de La Paz, donde no se ingresaba así nomás. Como decía mi madre, había que ser de buena familia. Fue un alumno distinguido, mientras mi madre y Eduardo, el hermano menor, sacrificaban su futuro. Egresó y estudió Derecho, y trabajó en un juzgado. Era el sostén de la familia, pero una nueva desgracia se cerniría sobre la familia, porque estalló la guerra del Chaco. Germán se alistó dejando sus estudios y la abuela Concha con sus hijos Carmela y Eduardo se quedó en un cuartito en casa del Dr. Pinilla, en la parte vieja de la ciudad de La Paz. Nuevamente la abuela volvió a la confección de blusas, y así pasaban apenas las hambrunas de los días de guerra. Recuerda mi madre que había una petaquita, que hoy es de mi hija Raquel, debidamente cerrada con un candado. La había dejado Germán y la abuela no permitía por nada que alguien la abriera. Tal sería la penuria de esos días, que un día la abuela llevó a su hijo menor al Banco Central, se acercó a las cajeras y preguntó si no necesitaban un muchacho. Una de ellas se rió y se hizo la burla: Chicas, aquí la señora dice si no necesitan un muchacho. La abuela se indignó, y como tenía la respuesta a flor de labios le dijo: No le he dicho si necesitan un muchacho. Le he dicho si no necesitan un montador.
El tío Eduardo quedó como mensajero y chico de los mandados. Quién diría que haría carrera y luego llegaría a Tesorero General de la Nación, además de otros cargos gerenciales en el Instituto Nacional de Colonización y creo que en el Programa Mundial de Alimentos.
Corría el año 1935 cuando un día retornó de la guerra el tío Germán. Llegó con la barba crecida y de inmediato abrió la petaca. Dice mi madre que allí había guardado los ahorros de su época de amanuense del juzgado, y que había traído una talega adicional de dinero de los sueldos de la guerra, que nunca había gastado. Al día siguiente visitó al Dr. Pinilla y alquiló de inmediato todo el segundo piso de la casa. Entonces comenzó el ascenso indetenible de la familia Monroy, porque a poco Germán fue dirigente estudiantil, luego diputado y fundador del MNR, y por fin Ministro del Trabajo del presidente Gualberto Villarroel. Pero el día que la Rosca lo colgó de un farol al llamado Presidente Mártir, se registró una prueba nueva y dolorosa que comprometió la paz y la felicidad de la atribulada abuela Concha.

EL INOLVIDABLE SIXTO




El niño de la izquierda es, al parecer, Sixto, mi padre. La abuela Vicenta Vergara Chávez, según mi papá, era de origen tucumano.Tenía letra muy cuidada. Murió casi 2 décadas antes de mi nacimiento, durante la guerra del Chaco.
En este punto quiero que entre en escena mi padre, Sixto Rocha Vergara. Su vida me duele más que su muerte. Lo persiguió desde chico eso que René Zavaleta llamaba La Musa de la Mala Pata. Hace poco me sobrecogió una ceremonia en la cual vi en toda su magnitud el drama que vivió junto a mi madre. Se trataba de una terapia que llaman constelación familiar. La busqué porque me angustiaba un mensaje que al parecer me hizo mi madre cinco años después de su muerte. Yo conservo un altarcito con las fotos de mis mayores, todos difuntos, entre los cuales se entremezclan almas benditas como la de Antonio José de Sucre, de Julio Cortázar, de José Martí, del Che, de Alfredo Medrano, de don Franklin Anaya y últimamente de Emilio Lanza. Entre las fotos había una que logré ampliar, y que muestra a mis padres en Riberalta, él con uniforme de gala, guerra blanca, y ella luciendo el sexto mes de embarazo. Allí en su vientre estoy yo, a tres meses de mi nacimiento. A principios del 2008 les puse una vela, usualmente bien encajada en un candelero, pero inexplicablemente la vela cedió y se inclinó hacia la fotografía. Cuando la vi, no se había apagado y sólo consumía la imagen de mi madre, que se esfumó de la fotografía dejando un ominoso rombo oscuro. Me pareció un mensaje de mi madre que no supe descifrar y entonces acudí a la constelación familiar. Se trata de una terapia de grupo en la cual los participantes asumen papeles de otros. Así una mujer escogida por mí representó a mi madre, y otra mujer, a mi padre, y otra persona a mí. Carmencita, la conductora, me preguntó si tenía hermanos muertos y entonces me acordé que mi madre perdió seis hijos y tuvo sólo dos: mi hermano Enrique y yo. Decía mi madre que después de mí tuvo gemelos, que igual murieron. Seis personas entre los asistentes representaron a los seis hermanos muertos, todos varones, y se recostaron en el piso. Luego Carmencita me preguntó si mi padre había ido a la guerra. Eso aumentaba la presencia de la muerte alrededor de la pareja. O sea que mi madre y mi padre vivían rodeados por los fantasmas de seis hijos muertos, a los cuales había que agregar dos hijas extras que tuvo mi padre y que también murieron. Demasiada muerte junta en la memoria de una familia. Con todo, uno de los circunstantes representó a la vida, y cuando me puse enfrente, resulta que a la vida le dio un ataque de risa tan contagiosa que los seis que yacían en el piso, representando a mis hermanos muertos, comenzaron a desternillarse de la risa. Carmencita me dijo que esa era una buena señal, que pese a tanta muerte yo acataba a la vida y tenía muy buena relación con ella. ¡Cómo no!, pensé recordando las circunstancias de mi nacimiento, que contaré más adelante.
Mi padre se llamaba Sixto César Rocha Vergara. Era hijo de José Rocha Chávez y de Vicenta Vergara, al parecer de ascendencia tucumana. José Rocha era hijo del coronel José Rocha Rodríguez, autor de los planos de la Catedral de La Paz, tal como consta en el Libro del Cuarto Centenario de la fundación de esa ciudad, donde dice que viajó al Vaticano con una suscripción del presidente Aniceto Arce, y que allí hizo visar los planos con el Conde Vespigniani, arquitecto oficial del Sumo Pontífice, quien corrigió ligeramente los planos que al final sirvieron para construir la Catedral actual. El comentario marginal es que no hay ni un callejón meado en La Paz que lleve el nombre del coronel José Rocha Rodríguez, mi bisabuelo; y adicionalmente, él fundó un linaje militar que dio carne de cañón a tres guerras, pues él asistió a la guerra del Pacífico; sus hijos, también militares, fueron a la guerra del Acre, y mi padre y sus dos hermanos, Jorge y Luis, todos militares, fueron a la guerra del Chaco.
El abuelo José tenía una herrería en la calle Oruro esquina Murillo, en una vieja casa que al parecer inspiró a Jaime Saenz para escribir Los Cuartos, un libro de relatos. En la herrería del abuelo se construyeron las verjas de las casas modernas del Centenario de la República, pues en 1925, el presidente Bautista Saavedra alentó la construcción de esas casas en Sopocachi, una zona agrícola que se convirtió en barrio residencial. Mi padre decía que el abuelo José tenía allí numerosas chacras, y que todavía se pueden reconocer algunas verjas que él hizo, como la que circunda la plaza de Obrajes, donde hay un monumento a la Loba que amamantó a Rómulo y Remo.
El tío Jorge, hermano de mi padre, tuvo un hijo, a quien le decimos el Pili Rocha. El Pili contaba, si vamos a creerle, que el abuelo se costeaba viajes a Europa en barco, que viajaba junto a la abuela y que en tercera clase se llevaba tres putas chilenas para pasar la travesía, las cuales se perdían luego en las calles de París. En uno de esos viajes, que resultó el último, dejó un poder general a su abogado, y volvió a morir. El abogado aprovechó para quedarse con todos los bienes del abuelo. Años después, la abuela Vicente vivía sola, porque sus tres hijos habían ido a la guerra, y allí la sorprendió la muerte. Cuando regresaron los hermanos, se encontraron con que habían sido despojados de toda su heredad.
Mi padre tuvo un talento temprano para la música y tocaba piano. Pero cierta vez vio que el abuelo José agredía a la abuela Vicenta y se interpuso. El abuelo lo castigó enviándolo al Colegio Militar, que por entonces funcionaba en lo que hoy es la Universidad de San Andrés. Detrás del monoblock todavía se reconoce el viejo edificio militar. Allí mi padre fue un cadete distinguido por el comandante Hans Kundt. Dicen que era un gran atleta y que inventó La Vuelta del Cóndor, una serie de acrobacias que culminaban en lo alto de un mástil, simulando con una plancha la bandera boliviana.
Quizá tuvo una afición temprana a la bebida, porque mi padre contaba que se recogía tarde al Colegio Militar y que trepaba las paredes hasta su habitación como una lagartija. Cierta vez lo quiso castigar el coronel Melitón Brito y para ello desenvainó la espada, con intenciones de darle un planazo. Mi padre recordaba que le dijo: Mi coronel, la espada se ha hecho para defender a la patria, no para humillar a un subalterno. Y le dio un puñete, y luego se atrincheró en el calabozo para que no lo masacren.
Qué influencias tendría que no lo dieron de baja. Ya era oficial cuando conoció a mi madre. Al parecer estaba destinado en el regimiento asentado en el distrito minero de Coro Coro, departamento de La Paz, donde era corregidor, o jefe de policía, mi tío Rafael, hermano de mi madre. Por entonces, mi madre tendría nada más catorce años y fue a visitar a su hermano. Se conoció con mi padre e inició un romance del cual habrían perdido un hijo antes que naciera mi hermano Enrique justo el 6 de junio de 1932, dos días después de que estalló la guerra del Chaco. Mi padre fue movilizado o ya se encontraba en el Chaco, como teniente, y permaneció en el frente los tres años de la guerra, con excepción de una temporada en el hospital de Villamontes, a raíz de una herida. Esa estancia en el hospital le complicó la vida, porque se enamoró de una enfermera de apellido Vargas, y cuando lo dieron de alta y volvió al frente, para volver a hacerse cargo del mando de su Compañía, ocurrió algo insólito. Contaba mi padre que ingresó a su tienda de campaña, cuando vio a un soldado lampiño allí adentro. Pronto se dio cuenta de que era la enfermera, que lo había seguido al frente disfrazada de soldado. El viejo agregaba, muy divertido, que aquella noche tuvo que montar guardia y defender el honor de su dama metralleta en mano contra sus propios soldados que habrían olido a hembra. Amaneció y la evacuó, como se dice, a La Paz, encomendándola al cuidado de su madre, la abuela Vicenta. Probablemente ya estaba embarazada porque nació mi hermana Lenny.
Dije que mi padre permaneció en el frente los tres años de la guerra, y al final dirigió los trabajos de fortificación de Villa Montes, que detuvieron la ofensiva de los paraguayos, al punto que mereció una felicitación del Alto Mando. El día del cese de fuego, ambas tropas salieron de sus trincheras y se confundieron en un abrazo. Mi padre recordaba que había colgado su hamaca a la sombra de un quebracho, y que durmió una siesta después de tres años de sobresaltos, incluida la última mañana en la cual ambos ejércitos trataban de agotar el parque con furiosas descargas de fusilería que cobraron muchas víctimas.
Ya se aprestaba a retornar a La Paz, cuando apareció el inefable coronel Melitón Brito, aquel que quiso vejarlo con el sable de la patria en el Colegio Militar, y para joderlo, lo nombró comandante de la zona de operaciones para que se quedara un año más a recoger el parque no utilizado. Mi padre le dijo entonces una frase histórica: Mi coronel, usted es el anhídrido carbónico que envenena mi vida. Esa misma noche, tomaba unos alcoholes con su tropa, cosa prohibida pero corriente, cuando reapareció Brito y aprovechó el incidente para hacerlo dar de baja. Entonces comenzaron las desgracias de mi padre. Para empezar, su madre había muerto en La Paz mientras se desarrollaba la guerra, y mi madre estaba muy resentida porque la abuela Vicenta había acogido a la enfermera que fue enviada por mi padre. Qué pasaría, que a su retorno la enfermera volvió a embarazarse, y nació mi hermana Brenda; y luego mi padre, seguramente al enterarse de que había sido despojado de todos sus bienes heredados, se fue a Sucre. Allí trabajó de amanuense, porque no sabía otra cosa que ser militar. Entonces la enfermera tuvo mellizas o gemelas que murieron al nacer junto con la madre. Tiempo después, mi padre deambulaba las calles sin saber qué hacer con sus dos hijas, Lenny y Brenda. A esta última se la encomendó a un hermano suyo, hijo del abuelo José al parecer no reconocido, que apellidaba Ordóñez. Emilio Ordóñez se casó con una inglesa de apellido Madison y criaron a mi hermana Brenda con esmero. Hasta ahora lleva el apellido Ordóñez y cuenta que sufrió un soponcio cuando se enteró de que su verdadero padre era mi padre. Cuando la conocí, muchos años después, tenía un parecido inconfundible con mi padre, aunque la buena crianza la hacía más fina y cuidada que Lenny, su hermana mayor. Llevaba en la cartera el recorte de una columna mía, y me contó que la mostraba a sus amigos identificándome como su hermano menor.
Por entonces, mi hermano Enrique crecía al cuidado de sus tíos maternos, que eran como sus padres. Germán ya era diputado y la familia Monroy vivía en la bonanza, cuando un buen día, a la salida del Congreso, se le aproximó mi padre, muy venido a menos. No bien llegó a la casa, mi tío Germán tocó el timbre de su estudio, señal de que precisaba algo urgente. Mi madre trabajaba por entonces como su secretaria encargada de clasificar la información de los periódicos, oficio en el cual se desempeñaba tan bien que hasta sus últimos días tenía la costumbre de estar bien informada. Mi tío le anunció que había invitado a almorzar a mi padre, y luego le exigió que se casara con él. De ese modo nací yo, y suelo decir en broma que mi hermano es hijo de otro matrimonio, pero entre los mismos contrayentes, mis padres.

NUEVA HIPÓTESIS SOBRE LA MUERTE DE SIXTO

En 1981, mi padre me visitó en el exilio, en México. No bien llegó me di cuenta de que la edad había hecho estragos en él. No salió más de mi departamento y al mes le dio una embolia y horas después murió en el Hospital General. Aquello me afectó mucho. Lo visitaba continuamente en el Panteón de Dolores y me llevaba un six pack de cerveza y de tanto en tanto le echaba un chorrito allí en el suelo, donde tenía su tumba. Pudimos enterrarlo en ese Panteón histórico, de privilegio, gracias a las gestiones de Mario Guzmán Galarza, un boliviano de lujo que fue embajador, exiliado después de 1964 y muy allegado a gente influyente del PRI, el partido de gobierno. Así consiguió que los restos de mi padre descansaran en ese Panteón histórico donde fueron enterrados Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Jorge Negrete, todos los presidentes revolucionarios y muchos personajes, como Amado Nervo. En Dolores habían enterrados sólo dos bolivianos: mi padre y el general Juan José Torres, asesinado en Buenos Aires en ejecución de la Operación Cóndor.
En 1982, para retornar al país, hice trámites para cremar sus restos y sufrí peripecias sin cuento. Para empezar, el día indicado no fueron los sepultureros y tuve que cavar la zanja junto al chofer de la funeraria de barrio que contraté con ese propósito. Sacamos el cajón y llevamos los restos a un foso recubierto de mármol, donde tenía que hacer cola para ser cremado. Cada mañana iba yo, lo veía por una compuerta en el piso, allí al fondo, y le daba una mordida al panteonero para que le hiciera avanzar unos puestos. Su rostro estaba intacto, según lo recuerdo. Únicamente tenía un polvillo como de azufre en la frente. Una mañana fui y ya lo habían cremado. Apenas pude reconocer, en el montón de ceniza, un fierro que le pusieron en la tibia cierta vez que se fracturó.
Pero la anécdota central ocurrió cuando sacamos su cadáver. El chofer de la funeraria notó que me había afectado y compró un brandy en una botillería. Así regresamos a Tlalpan, donde vivía, en viaje de una hora que cumplimos bebiendo el brandy. Le pregunté al chofer sobre su oficio y me dijo que lo fuerte estaba en llevar cadáveres a la provincia. Que llevarlos legalmente era muy caro, por las contribuciones municipales y de sanidad, pero que él los llevaba sentados en el carro como si estuvieran vivos. Nada más que había que esperar que el carro se llenara, porque si no costaba muy caro. Así viajaba, siempre de noche, con cuatro siniestros pasajeros en el asiento de atrás y dos adelante. Le pregunté si no tenía miedo y me dijo: Pos miedo de qué, si están muertos. Además te escuchan tus penas calladitos, no te interrumpen, y cuando más se te vienen encima en alguna curva y entonces les dices: Ya échate pa’llá cabrón, y vuelven a su sitio, y no molestan. Sospecho que la policía en las trancas conocía muy bien el negocio, y no es que el chofer los engañaba, sino que les pagaba cumplidamente su mordida.
Un día, mi hijo Manuel, que tenía como 9 años, me hizo un comentario: Por qué no viviremos al revés, o sea, nacemos viejos y morimos niños. Lo miré con ojos desmesurados y corrí a encerrarme en una habitación, a escribir la historia de mi padre, que se me había quedado atorada por más esfuerzos que hacía. Así escribí un cuento que titula Nueva hipótesis sobre la muerte de Sixto, que luego se publicó en la década del 80. Lo curioso es que se parece mucho a la película El extraño caso de Benjamín Button, película del 2008, pero basada en un cuento de Scott Fitzsgerald, escrito, creo, en los 30. Nadie plagió a nadie; únicamente tomamos el mismo tema y lo solucionamos de manera distinta. A continuación, el cuento que escribí.

NUEVA HIPOTESIS
SOBRE LA MUERTE DE SIXTO

Al amanecer del 28 de febrero de 1981, quedé a solas con el cadáver de mi padre. Allí, en la sala cubierta de flores, a la luz temblorosa de los cirios, la ligera sonrisa de paz de Sixto y mi desesperado afán de revivirlo, sabiendo que la memoria es la inmortalidad de los seres queridos.

De pronto se recortaron en el vano de la puerta el compadre Quinteros y el Manapuede, que oficiaban de sepultureros.

--No nos dió mucho trabajo el coronel --dijo el Manapuede--. A las cinco terminamos de cavar la tumba, tomamos el ataúd y lo trajimos.

-- ¿Tardará mucho en recobrarse? --pregunté.

Se acercaron al féretro, examinaron el rostro de Sixto, murmuraron un par de conjeturas y se sentaron frente a mí.

-- En un par de horas tendremos novedades --dijo el compadre Quinteros.

Compartimos unos tragos de singani y acabamos sumidos en una modorra imprecisa, en la cual flotábamos como figuras desdibujadas por la niebla. Yo repetía en sordina ciertos pasajes que escribí años atrás sobre unos ceibos de mi valle que se achicaban, perdían grosor y flores, decrecían a la condición sucesiva de árbol joven, arbusto, almácigo, semilla, nada... y sólo quedaba el torrente del río en su eterno fluír, en su constante cosecha de recuerdos. Río de la memoria, río del tiempo, río eterno.

Me levanté para mirar el rostro de Sixto y lo primero que noté es que había cambiado la sonrisa por un tenue gesto de angustia. El Manapuede me apartó con suavidad y abrió los párpados de mi muerto. Me desconsolaron los iris mustios y ya meneaba la cabeza pensando en que todo era inútil, cuando Quinteros pidió atención. En efecto, había como el atisbo de un ritmo interior que estremecía imperceptiblemente esos ojos, y de pronto, como una crisálida que se desperezara, los iris comenzaron a inflarse y a recuperar brillo. Ante la mirada satisfecha del Manapuede, Sixto exhaló el primer suspiro.

Lo tomamos de brazos y pies y volamos a la clínica. Cruzamos un pasillo estrecho como un esófago, capturamos una camilla con ruedas, nos precipitamos a la sala de emergencia y antes que pudiéramos explicar nada a la azorada enfermera, el Manapuede aplicó el tubo de oxígeno al cuerpo exánime de Sixto, y Quinteros, que había sido barchilón durante la guerra del Chaco, aprontó el equipo de suero intravenoso y ahora sí urgió a la enfermera que se alistara para una transfusión.

Con el lento fluír de la sangre por la vena conductora que me unía a su cuerpo, sentí que, casi imperceptiblemente, Sixto recobraba el resuello y hacía movimientos leves como tics nerviosos. El proceso sería largo y el Manapuede consultaba con el médico interno sobre la penosa contusión que Sixto tenía en el costado. Viejo curandero de la Villa Montenegro, el Manapuede se resistía a la opinión del médico bisoño que meneaba la cabeza a cada frase, y hurgando en el bolsillo de la chamarra, sacaba una bolsa de hojas de coca y preparaba un emplasto en el mortero. Dos costillas rotas, pero sobre todo la conmoción del golpe: tal el diagnóstico del médico, pero el Manapuede sonreía mirándome con sus ojillos de comadreja y me ofrecía un pijcho y un tabaco negro para nutrir la paciencia.

La recuperación duró algo más de una semana. Era el amanecer de un sábado, Quinteros, el Manapuede y un servidor en la pieza 305 del hospital, bebiendo a hurtadillas del pico de una botella de singani, fumando y pijchando coca, cuando Sixto se incorporó en el lecho, como si retornara de un mundo agitado, y dijo:

--Escuchen. Ya no suenan los disparos.

A esa hora, efectivamente, un silencio espeso y adormecedor se desplomaba sobre el hospital.

--Ya no hay disparos. ¿No escuchan? ¡Ha terminado la guerra!

De ese modo supimos que Sixto cruzó el umbral de la vida y que nos acompañaría un trecho por los vericuetos de este mundo.

Lo dieron de alta al día siguiente y lo llevamos de retorno a la casita de Villa Montenegro. Sixto inspeccionaba con ojos llorosos ese universo que debía resultarle peculiar, y escuchaba, desde el dormitorio, desnudo y en reposo, murmullos regulares, caseros: sonaban los trastes de la cocina, la voz de Carmelita llamando a perros y gatos, pronunciando sus nombres con ternura, imitando el maullido de la Chungarita, el ladrido seco de Borges, y echando a correr el agua del grifo. Y por las noches, acechaba los rezos de mi madre a la enorme Santa Rita, a San Judas Tadeo y el Corazón de Jesús puestos de pie en el altar, con las canicas de sus ojos fijas en el patio, como si escucharan los rumores secretos de la huerta. Cada casa tiene sus propios murmullos y Sixto aprendió a reubicar los de su propia morada.

Una noche, Sixto se levantó del lecho con la vena de la frente hinchada y los ojos brillantes. A Carmelita no le costó comprobar por esos signos que su marido había descubierto la guitarra y quería tocar una cueca. De algún recoveco de la memoria le salían parrafones sueltos, versos mal amañados, quimbas soñolientas. ¿Cuántas cosas contenía su memoria y de cuántas se acordaba? ¿Por qué le resultaba conocido ese militar joven del retrato oval y ese otro vestido de novio junto a una mujer que no podía ser otra que Carmelita, pero tan joven, tan indefensa?

Adiós me dijo mi negra,
no me dijo nada más,
pobre mi negra querida,
se fue para no volver...

Su mano izquierda buscó la cachimba y su derecha la bolsita de tabaco. Pero ahora no sentía al alcance de la mano nada de eso y, un poco por memoria del tacto, revolvió los cuatro cajones del peinador y los seis del escritorio y en el último encontró la cachimba y el tabaco. Llenó con manos acostumbradas la boca enhollinada de la cachimba y mientras taqueaba el tabaco con el pulgar, se sorprendió viéndose en el espejo. Desorbitó los ojos, desvió la mirada, pero poco a poco comenzó a contemplarse minuciosamente: esos ojos cansados, esas cejas pobladas, esa nariz combada y chueca y esas canas... Se abrió la camisa y las yemas de sus dedos descendieron al moretón del costado. Sigilosamente se desnudó, doblando cada prenda y acomodándola en la silla, de cara al espejo. Eso era él, ese cuerpo macilento y viejo, y ese miembro fláccido y esas cicatrices de la guerra, y esa boca sin dientes. Pero sus ojos brillaban y los labios se le iban distendiendo en una risilla alegre, cómplice, amiga de sí misma. Tomó la cachimba, encendió el tabaco y aspirando una buena bocanada ensartó en su imagen una argolla maciza de humo.

Todo conocimiento,
es sólo olvido.

Bajo los cuidados solícitos de Carmelita, mi madre, que le renovaba el emplasto de hojas de coca en la contusión del costado, un buen día Sixto se bañó solo, con tutuma, como camba, para no mojar los cardenales que le dejó el golpe; vistió traje oscuro y corbata y se fue a dar su primer paseo matinal por la ciudad. Carmelita lo despidió en la puerta y se persignó tres veces con una inocultable aprensión.

No se equivocaba en sus angustias, porque no bien llegó al río Rocha y se animó a cruzarlo saltando sobre las piedras, resbaló y se fue de bruces sobre la saltana más rotunda y filosa y se golpeó justamente el costado adolorido.

Pero cuenta el compadre Quinteros que corrió a auxiliarlo y lo vio levantarse sin ayuda y con una expresión de alborozo, porque luego se abrió el chaleco y la camisa, y el enorme cardenal había desaparecido por completo.

--¡Quinteros, hijo! Tú eres testigo. ¡Estoy completamente sano!

Carmelita ya sabía en qué paraban estas epifanías. Los vecinos de Villa Montenegro amaban a Sixto, porque no se distinguía, según resumió alguna vez Quinteros. En efecto, más tardó en levantarse de la caída con el costado intacto, que tomar del brazo a Quinteros y encaminarse a la casa del Chingolo, para darle la noticia al Manapuede, porque ese sí que era un motivo para mandar por un buen balde de chicha de Las Palomitas y libar dulcemente sentado en un poyo de adobe, de espaldas a la humilde choza, bajo la sombra de una higuera y contemplando los hilos de agua del río.

Bella ocasión para desenfundar la vieja guitarra construída por el propio Chingolo en el frente de batalla, y recordar juntos la sed y la quemadura de la arena que los redujo durante tres años a la condición de lagartijas.

Si aún queda llanto en tus ojos
para llorar mi partida,
no llores mientras la vida
cede un minuto al amor.

Ese minuto de vida
a la orilla de la muerte,
tiene el encanto de verte,
resignada ante el dolor.

Llorarás cuando mañana
ya nadie de mí se acuerde
porque del infierno verde,
sólo Dios se acordará


--¿Te acuerdas de Melitón Brito? --rememoraba Sixto--. ¿El que mucho después lo mataron en Caquena? Ese fue el hombre que me hizo imposible la vida.

--No recuerdes cosas tristes, mi coronel --decía el Chingolo, que había sido su asistente durante la guerra.

--Ya me tenía ojeriza en el Colegio Militar --continuaba Sixto--. No me dejaba en paz. Un día, cuando formábamos en el patio, desenvainó el sable para darme un planazo, pero no esperé a que me golpeara. Le di un puñete y el sable voló por los aires. "¡El sable se hizo para defender a la Patria, no para vejar a los cadetes!", le dije en su cara. Y luego me encerré yo mismo en el calabozo. Pero todas las noches levantaba una hoja de calamina, y me chorreaba a ver a mi madre. Al amanecer volvía con una buena ración de queso y tostado de maíz, porque me tenían a pan y agua.

--En la guerra nos jodía más que el enemigo --recordó el Chingolo--. Como él no combatía en el frente, cada vez que inspeccionaba la línea, repartía un rosario de castigos.

--¿Recuerdas, Chingolo, la llegada de las carretas? --se ponía nostalgioso mi padre--. Venían detrás del habilitado que nos pagaba los sueldos. Pero como nadie tenía la vida comprada, yo me gastaba todo el dinero en alcohol, cigarrillos y coca. Y luego, por las noches, llamaba escuadra por escuadra a mi tropa, y les daba su ración.

--Me acuerdo clarito --estimulaba el Chingolo--. ¿Pero cuánto duraba la alegría?

--A veces intercambiábamos coplas con los pilas. Coplas y maldiciones, pero a esas horas de la noche no había odios. Parecía únicamente que ellos eran de otro regimiento del mismo ejército, y que cruzábamos bravatas y bromas como en un partido de fútbol.

--Un seis de agosto, hasta tomamos caña paraguaya ¿no, mi coronel?

--Esa sí que fue buena --rió Sixto--. A fines de julio parlamentamos con el enemigo, a espaldas del comando, porque esos viejos cojudos no entendían nada de la guerra. Y es que por las noches yo cantaba ¿recuerdas, Chingolo? Y había un teniente Galeano, que me respondía. Al principio coplas duras, pero luego guaranias dulces y nostalgiosas.

--Pero si yo te acompañé, mi coronel, ¿no te acuerdas? Una noche lo citaste: "Galeano, a que no te atreves a visitarnos". Y el pila contestó: "¿Y por qué no vienes tú?" Era un desafío de caballeros.

--Lo recuerdo como si lo viviera ahorita: creo que nos levantamos juntos de la trinchera y nos encontramos en el pajonal. Nadie disparó un solo tiro. Galeano era casi un niño, los ojos claros le brillaron cuando le ofrecí un cigarro y le di fuego. Sacó de su alforja una botella de caña...

--...Y yo le llevé una de alcohol, pero del mejorcito.

--Y al día siguiente, ¡meta bala, carajo! --resumió Sixto.

Quinteros era muy joven para haber ido a la guerra, pero le refulgían los ojos, y el Manapuede, que era omiso, como bien decía su nombre, se encargaba de escanciar la chicha mientras su mujer afilaba el cuchillo para matar unos conejos.








--Pero ahí vino Brito. Alguien le chismearía, porque su propósito era darme de baja --se amargó Sixto--. Me llamó la atención y ahí sí que perdí los estribos. Saqué la pistola y le dije: "Mi coronel, mida los pasos si es hombre". Y como no quiso medirse, le dije: "¡Usted es el anhidrido carbónico que envenena mi vida!"

La mujer del Manapuede cocinó una chanka como sólo la saben preparar las mujeres humildes: conejos como húsares, engalanados con charreteras de cebolla verde y condecoraciones de habas tiernas sobre una montaña de papas blancas y bajo el intenso aroma de la llajua de locoto mezclado con suico y quilquiña. Pero los ojos de Sixto recordaban, acuosos, la silueta de Carmelita en el año que estalló la guerra, y luego de apurar una tutuma de chicha sobre las presas de conejo, pretextó la hora y tomó el camino de retorno.

Le preocupaba el mal humor de Carmelita, que a esas alturas ya estaría enterada de la francachela en casa del Chingolo, "bebiendo con un vago, un curandero y un zapatero", como solía quejarse porque, era cierto, a la hora de la amistad, Sixto no distinguía jerarquías. Pero allí, en el fondo de sí mismo, lo esperaba una mujer joven y risueña, unos ojos zainos y sombreados por espesas cejas. Carmelita lo miraba desde la tribuna de honor erigida en la avenida Villazón de la ciudad de La Paz, y Sixto hacía caracolear su caballo, penacho al viento sobre yelmo de cobre, cabalgando desde la avenida sombreada de sauces que conducía a Obrajes, hasta la puerta del Colegio Militar donde el Presidente Salamanca saludaba a los jóvenes oficiales y cadetes en el desfile del 6 de agosto de 1931, un año antes de la guerra.

Carmelita era casi una niña, pero llevaba su preñez con dignidad y dulzura, del brazo de Conchita, su madre, comprensiva por ráfagas del entusiasmo de la hija por el teniente de caballería que la conoció en traje blanco de marinera, cuando salía del Colegio Inglés Católico del brazo de su prima Juanita, y le urgió casarse con ella como si le quitaran el aire que respiraba.

Sixto paseaba gallardo sobre sus botas de caña alta y enfundado en el uniforme prusiano que había impuesto al ejército el general Hans Kundt. Caminaba por la Alameda, rumbo a la antigua calle Recreo, del brazo de Carmelita, saludando con la diestra en la visera al General Peñaranda que lo felicitaba por tener una esposa tan joven y tan guapa.

Y cuando retornaba de la calle Recreo, donde había dejado a Carmelita, y ascendía la calle Oruro, Sixto ya no era el gallardo teniente, era un muchacho de pantalón corto, con una bolsa de arpillera donde llevaba seis botellas de Soda Water. Antes de llegar a la esquina, se colaba por la puerta de la caballeriza, y allí dentro, en la herrería, veía el torso de José, su padre, lágrima de perla en la corbata, ligas de seda suspendiéndole las mangas, casimir inglés en el amplio pantalón y botas de fina cabritilla compradas en Buenos Aires.

El de la herrería, donde Sixto torneaba sus propios juguetes, era un ambiente febril: la boca del horno diseminaba vaharadas de calor, mientras los herreros, combo en mano, moldeaban las verjas y ventanas de las quintas de Sopocachi y Obrajes. José, su padre, daba las últimas instrucciones y caballero en yegua tordilla, desde su altura, saludaba a Sixto con el fuete y salía a pasear por las empedradas calles del barrio de San Pedro, para inspeccionar el enverjado de la Plaza de Obrajes, que llevaría por siglos su anagrama.

Sixto apenas podía con el peso de la bolsa cuando Vicenta, su madre, lo alzaba en brazos y le urgía a beber leche hervida con cacao virgen del Beni, para que creciera fuerte como su padre.

A la mañana siguiente, pero en una cuenta del tiempo imposible de precisar, llegaba José R. Rocha, el abuelo coronel de ingenieros, enfundado en el uniforme francés de principios de siglo, y sin quitarse el quepis lo conducía de la mano por la antigua calle Chirinos, y ya en la Plaza de Armas, desde la torre de Loreto y luego desde la pila de berenguela, le mostraba al General José Manuel Pando los mejores ángulos y perspectivas de la Catedral que no terminaba de erigir un ejército de albañiles, en ese terreno expuesto a tantas vicisitudes que en tiempos de Melgarejo fue destinado a caballeriza del palacio contiguo.

El abuelo coronel de ingenieros recordaba al general Pando, su dilecto amigo, que gracias a un donativo personal que le entregó el Presidente Aniceto Arce, él pudo preparar nuevos planos que fueron visados por el Conde Francisco Vespignani, arquitecto del Vaticano, cuando fue portador de ellos el obispo Bosque. E insistía en averiguar dónde habían parado los cuarenta mil bolivianos del impuesto a la coca que el Presidente Alonso destinó a la terminación del edificio neoclásico.

Sixto escuchaba las palabras del abuelo como si viera pasar cometas, y entonces Pando decía, riendo, que el día que se terminaran de erigir las torres de la Catedral, sería el fin del mundo, según pronosticaban las beatas que rezaban el triduo en La Merced.

La vida para entonces era una sucesión amable de arrumacos y golosinas. Sixto perdía la noción lineal de las horas y se restituía a la sucesión circular de las noches alumbradas por el calor de la madre y los días deslumbrados por la imagen ecuestre del padre.

Reviviendo esos paseos, Sixto se dejó ganar por la ciudad. Su memoria no le abastecía para ordenar los rincones donde sus ojos extrañaban el esqueleto mondado de esos enormes edificios que habitaban su memoria como una pálida reminiscencia de otros mundos; ni para recomponer la imagen de esos monoblocks cuya presencia por encima de las quintas solariegas todavía no se sospechaba.

La Paz era una ciudad dominada por la presencia omnímoda del paisaje: un cráter infinito que ofrecía a sus ojos reconocedores cada pulgada de greda, cada pino, cada hilera de adoquines, cada piedra labrada de los templos; calles casi desiertas y paredes y puertas desoladas, sin el torbellino de cholos
encorbatados de los ministerios.

Al bajar a Obrajes, sus labios repetían el nombre del río que corría paralelo al camino: Orkojahuira, Orkojahuira...y sus ojos se abismaban en esa cordillera gótica que alzaba sus agujas terrosas y cárdenas al cielo como una plegaria; y en esa catedral lejana y sombría que su padre señalaba con el dedo repitiendo su nombre, la Muela del Diablo; y muy cerca de La Muela, la esfinge de nieve y triple joroba que acechaba la ciudad mirándola de soslayo.

El camino ondeaba sobre sí mismo como un látigo, y penetraba, más que en Obrajes, en los años inaugurales de Sixto.

A mediados de 1902, Sixto se tambaleó y cayó de bruces. Vicenta lo encontró llorando y creyó que era por el pañal mojado y las escaldaduras. Muy dada a las tradiciones aymaras, le calzó bayeta de la tierra, franela blanca y cabezal, y lo fajó como una huminta. Así envuelto, entre cólicos y diarreas, berridos y largos sueños, al paso de los meses se fue convirtiendo en un pequeño trozo de vida prendido de boca al pecho materno. Su alma se perdía a veces en estas exploraciones y Vicenta convocaba al yatiri para que tomara la bayeta mojada en orines, corriera al río y convocara el ajayu del niño y lo llevara, sacudiendo el trapo, de vuelta a su cuerpo.

Sixto entreveía que el fruto vuelve al carozo, y el río a la nuez, y que el hombre camina en pos de su origen. Bebiendo el suero de las ubres de Vicenta, sentía írsele la memoria como si bebiera las aguas del Leteo. Sabía esa palabra y en las noches, mientras Vicenta y José dormían, quería pronunciarla y de su garganta sólo brotaban quejidos que despertaban a su madre y convocaban para sus pequeños labios el licor de la vaga remembranza, del olvido.

En abril de 1901, se le cerraron los ojos y como lloraba mucho y dormía poco, fue visto por la laika, que aparte de bruja, oficiaba de comadrona. Alguien ayudó calentando agua y Sixto fue desnudado y bañado enérgicamente. Tres, cuatro, diez huevos crudos formaron el caldo con el que la laika frotó el cuerpecito del niño. A poco, Sixto comenzó a cubrirse de sangre y a untarse con una sustancia viscosa. De su ombligo emergió un largo cordón azulado. La laika no esperó más para izarlo de los pies y azotarle las nalgas, en esa hora del parto, la hora más rotunda de la vida, cuando estalla el reloj poblado de un niño sonoro.

Eran las siete de la mañana del 6 de abril de 1901. Vicenta yacía sudorosa y pierniabierta cuando la laika comenzó a incrustar a Sixto en la boca del vientre materno, primero los pies, luego el cuerpo, luego la cabeza, mientras Vicenta prorrumpía en alaridos, convulsiones, quejidos, leves retortijones y al final molestias pasajeras. Al cabo logró incorporarse y no mostró señal alguna de dolor, pero tenía tenso el vientre y lleno como una calabaza.

Con los meses, la hinchazón fue desapareciendo del vientre de Vicenta. Si al principio le deparó entuertos y acomodamientos, poco después no fue mucho más que un latido. Y cuando apenas fue una nuez, Vicenta perdió el apetito, tuvo mareos y antojos, y las náuseas en estómago vacío le obligaron a usar el bacín de porcelana con alguna frecuencia. Pero acabó por no sentir sino un ligero desasosiego.

Y cuando sospechó que la hinchazón era efectivamente sólo un latido, sintió un estremecimiento de gozo un amanecer en que José, su marido, el que velaba con el torso desnudo los trabajos de la herrería y cabalgaba los domingos en su mejor tordillo, volvióse en el lecho, izó el largo camisón de Vicenta y la penetró casi entre sueños.



FIN

LA IMAGEN RECURRENTE DE SIXTO


Sixto y Carmelita con mis hijos mayores: Ariel, Manuel y Raquel.
Cómo sería mi padre en sus primeros años de oficial; seguramente muy distinto al Sixto de la posguerra. Cuando se encontró con mi tío Germán diputado, iniciaría una vida a contraflecha con los Monroy. Mientras éstos eran cada vez más prestigiosos, nunca adinerados pero famosos porque pertenecían al grupo fundador del MNR, mi padre se venía a menos irremisiblemente.
No sé en qué momento se inscribió en un curso de Bacteriología y sacó un título de Experto. De ese modo volvió al ejército pero ya no en el arma de Infantería, sino en el de Sanidad, con vivo azul, y trabajó en laboratorio, detectando microorganismos.
El viejo sentía la ciencia con una emoción que le hacía desbordar lágrimas. Era un auténtico positivista del siglo XIX. Ya viejo, se emocionaba leyendo libros de Electrónica y me explicaba qué eran los transistores como la última palabra de la ciencia. Que lagrimeaba de emoción no es mentira ni exagero al decirlo. En esta época del Internet y el ciberespacio, hubiera tocado la gloria con los dedos.

MI FAMILIA Y GUALBERTO VILLARROEL





Templo de Viacha. A la derecha, el tío Damián Suárez, a quien mi abuela Concha trataba como a un hermano, abuelo del músico Nicolás Suárez. Junto a él el tío Germán, flamante diputado por la provincia Ingavi. Es una foto histórica del centenario de la batalla de Ingavi, que se celebró el 18 de noviembre de 1941.

Carmelita, en primer plano, era una mujer decidida y valiente, fundadora del MNR aunque no figura porque las mujeres no eran ciudadanas. La llegada de don Víctor a Cochabamba era un acontecimiento, y mi madre corría a saludarlo, como en la foto.
Tengo por ahí el certificado de matrimonio de mi padre. Creo que se casó a mediados de los 40, cuando era Presidente Gualberto Villarroel. Probablemente con esa influencia pudo volver al ejército. El día en que colgaron a Villarroel, una turba asaltó la casa donde vivía toda la familia, presidida por el tío Germán, que había sido ministro del Trabajo de ese régimen y había contribuido a desarrollar la vivienda social. Unas casas de barrio obrero construidas en Laikakota fueron construidas en su gestión, y los trabajadores quisieron que él se adjudicara una. Era su primera casa propia y la única que tuvo en su vida. Mi madre recordaba que tenía sótano con muchos juegos, incluida una mesa de billar. El día del colgamiento, alguien fue con la noticia de que al tío Germán también lo habían colgado junto a Villarroel. Mi hermano Enrique cuenta que oyó el rumor y corrió a la Plaza Murillo. Allí comprobó que en realidad era el secretario privado Luis Uría de la Oliva, que tendría la misma contextura y vestía igual que el tío. Retornó a la casa y en ese momento una una turba la invadió, acorralaron a mi hermano, que tenía sólo 14 años, y destruyeron lo que no pudieron llevarse.
La abuela Concha, mi madre y mi padre se refugiaron en una casa de la avenida Saavedra, que era de un pariente de apellido Montero. Al anochecer, mis padres volvieron sigilosamente a la casa, para ver si se podía rescatar algo, y encontraron la máquina Singer de la abuela, que tal vez por su peso los asaltantes no se la llevaron. Mi padre se la cargó a la espalda y así la salvaron. ¿Te dije, Juan, que la conservo? Cuando murió mi hermano decidimos repartirnos la herencia, que consistía en la bendita máquina y en un batán que tenía más de cien años. A mí me correspondió el batán y a él la máquina, pero todavía no se la lleva a La Paz porque es muy pesada. El batán es como la piedra fundamental de mi familia materna.
El tío Germán se asiló en la embajada del Paraguay junto a Víctor Paz Estenssoro y otros integrantes del régimen depuesto. Cuentan que el embajador tuvo que extender la bandera de su país en el piso del jardín y montar guardia con unos cadetes que llegaron para el aniversario de La Paz. De ese modo evitó que la turba entrara a colgar a los asilados.
Desde entonces, para mi tío Germán la gente se dividía en tres grupos: los compañeros, los rosqueros y los colgadores. Los primeros, eran militantes del MNR; los segundos, militantes de los partidos de la derecha oligárquica; y los terceros, los militantes estalinistas del PIR, que fueron, según dicen, los colgadores materiales de Villarroel.
La imagen de Villarroel estaba tan presente en la familia que mi madre me enseñó a rezar antes de acostarme por la memoria de Busch y Villarroel, almas mártires, como le gustaba decir; y el 21 de julio, aniversario del colgamiento, era un día de luto en la familia que coincidía con el cumpleaños de la pobre tía Maruja, pobre porque siempre cocinaba un picante pero la celebración transcurría en silencio, sin música ni menos baile por respeto al alma mártir.
El tío se fue a Buenos Aires, al exilio, y un tiempo después la abuela se estableció en Cochabamba, siempre acompañada por mi madre y por mi padre, a quien lo destinaron a la Región Militar, hoy Séptima División. Llegaron a la casa de doña María Iriarte. Contaba mi padre que había en la Esteban Arze una casa de la familia Darras que costaba como cien mil pesos, y que la abuela tenía más de esa cifra, que eran los ahorros del tío, pero jamás quiso comprar la casa, que era de tres patios, y más bien le llevó ese dinero al exilio.
El tío vivía en una pensión, algo muy típico de Buenos Aires, y en otra de las piezas vivía una muchacha modosita y discreta que salía con su guitarra a tomar lecciones nada menos que con Andrés Segovia. Era de Santiago del Estero y dicen que su novio era Mariano Mores, el compositor del tango Gricel, entre otros, también santiagueño. El tío le entró de frente, la enamoró y se casó con ella. Era la hija de Andrés Chazarreta, declarado Patriarca del Folklore Argentino, cuya casa ubicada en la calle Mitre al 127, de Santiago del Estero, es hoy un museo costumbrista. Chazarreta compuso la Zamba de Vargas, La Telesita, la López Pereira (cuya paternidad se disputan los tucumanos) y Criollita Santiagueña, que don Andrés le habría dedicado a su hija Anita. De ese matrimonio vienen el Chaza, que fue alcalde de La Paz, Cristina, la mayor, y Manuel Monroy Chazarreta, el Papirri, digno heredero del talento musical del abuelo.

RECUERDOS DEL TÍO QAQA

Ya en Cochabamba, mi padre recibía la visita de su hermano menor, Luis, a quien le decía Qaqa, que en aymara quiere decir jovero, rubio, si estoy bien informado. Mi madre recordaba con simpatía al tío Lucho, que era del arma de Artillería, también militar, cuando iba a la casa de doña María Iriarte y preguntaba: ¿Está el Científico?, refiriéndose a mi padre. Ambos eran unos campeones de la buena vida y se tenían un cariño muy especial. Eran mucho más unidos entre ellos que con Jorge, el hermano que seguía a mi padre, que era el mayor.
Lucho tuvo una vida trágica: se suicidó. Contaba mi padre que lo destinaron a Oruro y estaba casado con una señora peruana muy guapa, de apellido Derteano. Un día de ésos, el tío Lucho recibió un chisme que acabó con su vida: una enfermera del hospital militar le dijo al pasar, quizá con toda su malicia: Qué pena, mi capitán, que su esposa haya perdido al bebé. El tío había estado ausente y la señora al parecer mantenía un romance con un oficial de apellido Seleme, tal vez el mismo que tuvo papel descollante en la revolución del 52. Tal fue el impacto emocional que se dirigió a su casa y se pegó un tiro. Mi padre dudaba de que se hubiera suicidado y creía que alguien le había disparado el balazo en la frente, pero todo quedó en el misterio para siempre. Fue una pérdida muy dolorosa para mi padre, que se sumaba a la enorme cantidad de muerte que lo rodeaba por todos lados.
El viejo se venía a menos porque, entre otras cosas, pertenecía al ejército, que era sometido a régimen de hambre después de haber sido destruido tras la revolución del 52. Un espectáculo triste y temprano en la casa eran los líos que le hacía mi madre cuando aparecía con su sobre del exiguo sueldo desprovisto de billetes y lleno de vales del Círculo Militar. Eran unos líos temibles que mi madre podía ahorrarse, porque vivía a cubierto de todo: mi tío al parecer enviaba dinero para su madre, la abuela Concha, y mi hermano, tras la revolución, ya era secretario privado del Presidente Paz Estenssoro y luego director del diario El Pueblo, en Cochabamba.

MI HERMANO ENRIQUE

Mi hermano fue el primero en trasladarse a Cochabamba, donde salió bachiller en el colegio La Salle. Había empezado sus estudios en La Paz, pero en 1947, tras viajar a Buenos Aires con mi abuela, a ver al tío Germán y al tío Eduardo, a quien le decían Lalo, se vino a Cochabamba. Estudiaba en La Salle y estaba pensionado a cuadra y media, frente a la Sinagoga, en una chichería de la comadre Emilia Camacho de Gómez, hermana de Serafina Camacho, la dueña original de la chichería Las Penas. Eran gente muy cariñosa que mi madre frecuentó hasta la muerte de la comadre. El primer día, después de almorzar, quiso levantarse y no pudo con sus piernas, porque tenía una hinchazón terrible. Vio debajo de la silla y había un millar de chinches que literalmente se lo comieron. Así era Cochabamba, infectada de bichos en ese tiempo, peor aun en la calle del colegio La Salle, que estaba en los extramuros, donde comenzaba la Cochabamba rural, llena de sembradíos.

EL TÍO LALO

El tío Lalo había sido Tesorero General de la Nación en el régimen de Villarroel y tuvo que asilarse por su apellido Monroy Block. Monroy Block entonces era como una sigla. Al tío no le decían por su nombre, sino por sus dos apellidos. Muchos años después, me encontré con el viejo dirigente sindical Juan Lechín Oquendo en El Prado, de La Paz, y lo acompañé en su paseo diario. Nos quejábamos de la situación de la COB y de la Federación de Mineros, dos organismos que él había dirigido desde su fundación, y entonces le dije: Es que ya no hay Lechines. Se paró en seco y me contestó: Ni Monroy Block.
El tío Lalo se casó cuando todavía estaba asilado en la embajada del Paraguay, con Lolita Mealla, la tía Lola, una de las tías más cariñosas que haya conocido, y eso que tuve suerte. Lolita era tarijeña. Durante el exilio que duró un sexenio, el tío Lalo aprendió a tocar bandoneón, y luego de la revolución del 52 retornó al país hecho un compadrito. Conservo un hermoso retrato de él, muy elegante, con el cabello lamido, el bigote recortado y una mirada profundamente oscura pero llena de sentimiento. La abuela Concha le decía Ojoroco, que era algo así como Ojosito.
Ya podemos imaginar la conmoción que causó al regresar con esa pinta y tocando el bandoneón. Cómo sería el impacto en las mujeres de ese tiempo, pues el tango era más famoso que el rock en estos días, que la tía Lola le prohibió volver a tocar el bandoneón, y ahí acabó la historia.

Ya vivíamos en la Casita


Ese flacucho es el Ojo a sus 15 años.
Ya vivíamos en la Casita, ubicada en la margen derecha del río Rocha, y recuerdo que asistí a la inauguración de la Villa Carlos Montenegro. Probablemente tenía entonces seis años, pero me acuerdo de la fundación con toda nitidez: éramos unas cuantas familias que iniciaban la depredación de esos terrenos de cultivo, la avanzada de la urbanización que había saltado a la margen derecha del río y acabaría por fragmentar los terrenos, cegar las vertientes y fuentes de agua y convertir esos extensos maizales y alfalfares en un barrio residencial. La ceremonia fue frente a la casa de don Hugo Rico, a pocos pasos de la Laguna Cuellar, frente a lo que hoy es al sede del Club Enrique Happ. El alcalde, Alfredo Galindo Quiroga, en cuyo nombre se fundó la Villa Galindo, hizo montar un letrero que el tiempo y la incuria de la gente hicieron desaparecer. Incluso recuerdo que la Plaza de las Banderas se llamaba Plaza Carlos Montenegro. No sé qué alcalde sustituyó el nombre y así dejamos de honrar a uno de los intelectuales cochabambinos más brillantes de todos los tiempos, tal vez porque fue ideólogo del MNR. Al término de la fundación, comimos unas salteñas. Éramos unas cuantas familias: mis papás, don Jorge Mercado y doña Aida Bayá, don Jorge Camacho y doña Esthercita, don René Morales y doña Elba (aunque creo que ellos se vinieron al barrio poco después); don René Gandarillas y doña Leonor; don José Andrew Medrano y doña Catita Cardoso de Andrew; don René Andrew, hermano mayor de José, y doña Elenita, hermana mayor de doña Catita Cardoso; don Ignacio Toro y doña Gumy; don Encarnación Ramírez y doña Angelita; don Tomás Ramírez y doña Toribia; doña Amalia Arzabe; don José Cox y doña Lolita Araníbar de Cox, padres de Ricardo Cox, hoy Viceministro de Turismo; don Rubén Prado y doña Hortensia Araníbar; don Flavio Seleme; la familia Siles Salas, la familia Veizaga Canelas… Con el tiempo, don Hugo Rico perdió su casa y allí se trasladó la familia Arduz Eguino. Edgar Arduz, médico, a quien le decíamos el Zambo Arduz fue mi amigo íntimo junto a Cristóbal Andrew Cadoso. Gracias al Zambo inicié mis lecturas pues tenía numerosos libros infantiles de la colección Billiken y Sopena.
Nuestra ruta habitual pasaba por el actual Pasaje Zoológico, cruzábamos el río y saltábamos un parapeto para tomar la calle Teniente Arévalo y salir al Prado. Todo lo que hoy es el Beach Volley le fue ganado al río, porque el parapeto estaba casi pegado en un callejón estrecho a la acera oeste de la avenida Costanera, frente al Beach Volley. Allí, a unos pasos de la Teniente Arévalo, en un terreno que hasta hoy está abandonado, tenía su zapatería el Chingolo, que había sido soldado de mi padre durante la guerra del Chaco. El Chingolo era hombre decidor y aficionado a la chicha. Cuando mi padre se perdía, mi madre me mandaba a buscarlo donde el Chingolo, su sitio habitual. Hoy el Chingolo es para mí un mantra, un ícono a quien invoco cuando se me traba el oficio de escribir. Es que lo recuerdo con una bota entre las piernas, que ni siquiera miraba porque estaba muy ocupado en contar anécdotas, y entonces clavaba las suelas apuntando la tachuela en el lugar debido y hundiéndola de un solo martillazo, al desgaire y sin mirar siquiera. Eso busco al escribir: hacerlo de buen humor, con la sencillez del Chingolo, y hundir cada palabra de un solo martillazo en el lugar debido.
Una prima mía, en su necedad, apuntaba a una característica de mi padre: decía que ella juzgaba a los hombres por los zapatos. Los de mi padre eran usados y tristes. El mejor zapato, que rara vez lo vi usar a no ser que fuera de segunda mano, herencia de mi tío Lalo, el mejor zapato lo convertía en un zapato triste, chaplinesco: era un caminante empedernido y a poco de usarlos los zapatos le quedaban con las puntas dobladas al cielo. Era duro y constante al caminar, un verdadero soldado de Infantería. Incluso una vez que quedó sin un riñón y por fin lo dieron de alta, se fue como cinco kilómetros a casa de un amigo que le había donado sangre, para agradecerle. Sólo le dijo: Estoy tan bien que me vine a pie. Tejía un paso bamboleante y cansino; por eso algunos camaradas le decían desde que fue joven oficial El Cachazas. Pero nunca tuvo panza ni adiposidades en el cuerpo; al contrario, hasta viejito mantuvo la estructura ósea y muscular que había cultivado siendo cadete felicitado por Hans Kundt, el general prusiano que fue comandante de nuestro ejército, que incorporó la disciplina y el uniforme alemanes en sustitución del viejo orden francés.
Con el tiempo, mi padre se vino a menos cada vez más. Arrastraba un tormento: la situación de Lenny, su hija, siempre incierta, pues o no le tocaron buenos maridos o parejas, o tenía su carácter y peleaba continuamente. El primero fue un cruceño que se llamaba Osman Vaca y vivía con él muy precariamente en una habitación del hogar de los canillitas, en la Avenida Perú, hoy Heroínas frente al actual Correo. Allí fui testigo de una escena que me marcó para siempre: mi padre me llevó para pedirle cuentas a su yerno, y éste, que era un desalmado, la emprendió a golpes y le dio uno tan certero que le hizo sangrar la nariz. Una vecina le alcanzó a mi padre un bañador con agua y se me quedó grabada su imagen lavándose la sangre de la nariz. Eso bastó para que desconfiara de la entereza de mi padre, sin considerar que había combatido durante tres años en la guerra. Se me desmoronó su imagen. Desde entonces miro con desconfianza los rostros aguileños, porque me traen el recuerdo de ese yerno impenitente que se atrevió a golpear a su suegro. No sé por qué relaciono esa escena con otra que vi probablemente a mis tres años en el Parque de los Monos, de La Paz. Por una ladera cubierta de césped rodaban dos hombres, y uno de ellos, con el rostro ensangrentado, le decía al otro: ¡Devolveme mi cara! Hasta hoy no puedo desechar esa imagen cuando remonto la avenida poco antes de Laikakota, donde ocurrió el suceso.
Otros recuerdos antiguos son los siguientes: el más lejano, importante según Freud, data de noviembre de 1952, cuando yo tenía dos años, casi tres. Era cumpleaños de mi tío Germán, y el presidente Víctor Paz Estenssoro ingresaba a mi casa, y yo esperaba que suba las gradas al segundo piso, y mi madre me inducía a que le haga la V de la victoria, saludo del MNR. En otro recuerdo, me veo en el mismo rellano de la escalera, sentado en el suelo de madera, y viendo cómo por un agujero de mi bucito se salía mi pilín. En un tercero, estaba con mi abuela Concha en una función de circo, probablemente en la Cancha Zapata, cuando cayó una granizada justo en el momento en que actuaba el domador de leones, y con el peso del granizo la carpa cedió, la jaula se vino abajo y los leones quedaron libres. El público aterrado salía por donde podía, y afuera granizaba, y los granizos eran tan grandes que me herían en las orejas, hasta que nos refugiamos en una tienda pequeñita, una pulpería de entonces alumbrada por un pequeño foco.
Ah, mi viejo, cómo me dolía escuchar las recriminaciones de mi madre. Incluso mi abuela, que en general lo trataba bien, a solas se refería a él con el mote despectivo de Soldado. La vieja ponía apodos a todo el mundo: a una prima le decía la Melambas, a la otra la decía La Ch’upuda, a la otra, la Ñaqeta, a una tía La Follona; a la hermana de la tía, La Ajnata a, porque siempre repetía esa frase en quechua que quiere decir: Así es. A sus hijos les decía El Mocko, El Ojoroco y El Sordo. A mi madre nunca le puso apodo ni a su hijo Julio, el primogénito.
Era mujer gustosa y pagó caro sus gustos con un reumatismo irredento. Cierta vez le había dado dinero a mi padre para que se lo comprara dos cervezas negras, y mi padre se perdió hasta muy entrada la noche; regresó a casa mareado con las dos botellas en los bolsillos del traje; la abuela hizo unas rabietas de aquéllas. En otra ocasión, le encargó a mi hermano Enrique que al ir al colegio le comprara una damajuana de chicha de la Irica, una señora que se llamaba Irene Rocha, que tenía su chichería en la Plazuela Barba de Padilla, junto al actual Club Croata, donde funcionó una vez el diario El Mundo, si recuerdo bien. Mi hermano dejaba la damajuana, iba a clases, y al retornar a casa la recogía, lo cual era un motivo de vergüenza pues evitaba que lo vieran sus compañeros. Llegó a casa y depositó la damajuana con tanta fuerza en la mesa que la rompió. Viendo cómo se chorreaba la chicha, la abuela fue a la cocina, tomó una cazuela donde había hervido la leche, y también la echó al piso: Yo me quedo sin chicha, pero tú te quedas sin leche. Dura era la abuela. Dura pero muy respetada por la familia, y muy festejada por su gracia. Gastaba horas en su tocado, se lavaba en una jofaina, lo recuerdo bien, y se peinaba y ponía polvos y se pasaba las cejas y las pestañas con almendra quemada. Si le hacías algún favor, abría un cajón de su peinador, donde guardaba los polvos y otros cosméticos, y sacaba una empanada del Wistu Piku para invitarte. Eran incomibles, porque estaban pasadas del perfume de los cosméticos, pero había que comerlas delante de ella.