domingo, 27 de septiembre de 2009

LA MESA DE GARCÍA

Aquel 17 de julio tuve motivos para pensar que Dios existe o que tengo un ángel de la guarda que me cuida, o simplemente que soy a lucky man. Recuerdo que era 15 de julio y por la tarde le avisé al Rector que debía viajar esa noche a Oruro como jurado del premio de cuento de la Universidad Técnica, la UTO. Noté su disgusto pero eran tiempos en los cuales yo no daba marcha atrás, de modo que me fui en avión esa misma noche a La Paz para seguir viaje a Oruro al amanecer del 16.

Cuando llegué a La Paz, el taxi no podía cruzar la Plaza Pérez Velasco debido a una multitud alegre y exultante por doble motivo: era la víspera del aniversario paceño, pero además la multitud festejaba la victoria de la UDP en las elecciones de aquel año, y el próximo ascenso del binomio Siles Zuazo-Paz Zamora a la Presidencia, que debía ocurrir el 6 de agosto. El triunfo de la UDP había sido fundamentalmente paceño, con enormísimas concentraciones en la Plaza San Francisco; y allí justamente estaba el pueblo paceño consumiendo té con té y sucumbé a la espera de la tradicional serenata y el desfile de teas de la víspera.

Me abrí paso entre la multitud y alcancé el Café Viena, si no me equivoco, que funcionaba en una esquina de la Mariscal Santa Cruz y era de propiedad de Juan Recacoechea, un gran amigo que había vivido su exilio en Suecia, ya para entonces un gran escritor, a juzgar por la obra primeriza que leí de él, una novela erótica que titula Fin de Semana. Desde aquellos días le tuve un afecto invariable a Juan, que en realidad era amigo de mi hermano Enrique, de quien heredé ese tesoro de gente valiosa entre la cual jamás me presentó a un banquero ni un hombre de negocios sino puros artistas, exitosos o fracasados, pura gente interesante que me enriqueció de por vida.

Pues bien, apenas entré, je je, al Café, me encontré con René Bascopé, a quien me unía una gran amistad y nuestros primeros escarceos literarios que se habían plasmado en un libro inaugural, editado por la Universidad de San Andrés, de La Paz, que titula “Seis nuevos narradores”, entre los cuales estábamos René, Alfonso Gumucio Dagron y Manuel Vargas. René vivía en casa de mi hermano por una circunstancia que paso a anotar: mi hermano había sido nombrado embajador en el Ecuador y me dejó su casa mientras yo era director del IBC, pero como había renunciado y debía retornar a Cochabamba, pensé de inmediato en alguien de confianza, y no había otra persona mejor que René. De ese modo se había quedado en casa de mi hermano. (LOS LIBROS QUE NOS PRESTAMOS Y NO NOS DEVOLVIMOS). Por ese motivo me ofreció alojamiento y nos fuimos a Alto Obrajes. Teníamos tanta camaradería y confianza que al llegar a casa despertó a Rosmery, su esposa, otra gran amiga, y le pidió que se fuera a dormir con sus pequeños, para que él y yo ocupáramos la cama matrimonial. Allí estuvimos, cubiertos hasta la nariz porque hacía mucho frío y conversando en la oscuridad hasta muy entrada la noche.

Él también era jurado del premio de cuento de la UTO y yo trataba de convencerle de que me acompañe, cosa que apenas la logré porque René se mostraba reticente. Por entonces trabajaba como redactor en el Semanario Aquí, junto a Luis Espinal, y se olía un golpe de Estado. De todas maneras salimos al amanecer rumbo a Oruro, cumplimos nuestra tarea de jurados junto a Néstor Taboada y mi viejo amigo Alberto Guerra, que oficiaba de anfitrión, y por la noche del 16 nos fuimos a beber. René se retiró temprano y me quedé a solas con Alberto Guerra. Ya estaba a punto de amanecer cuando cambiamos de boliche para beber té con té. Sólo entonces recordé que tenía en el abrigo una bolsa de hojas de coca y entonces Alberto me ofreció leer mi suerte. Aquella lectura marcaría mi vida en la próxima década.

El lector de hojas de coca selecciona una de ellas para representar al interesado, y luego va dejando que un puñado de hojas caiga a su aire sobre el tapete. Aquella vez cayeron en montón sobre la hoja que me representaba y Alberto se inquietó. Era como una barca que hacía aguas en medio de una tormenta. Todavía no se había hundido, pero no se sabía cómo iba a salir del siniestro. De inmediato me pareció que su lectura no coincidía con mi suerte, pues vivía una especie de luna de miel con mi tierra, trabajando en un buen cargo universitario y cobijado por la amistad de mis paisanos, pero sólo faltaban minutos para que los presagios se confirmaran del peor modo.

En efecto, apenas pudimos nos trasladamos a una fracasaría que se llamaba, si recuerdo bien, 302, y convocamos a Néstor Taboada y a René Bascopé, que dormían en el hotel. Llegaron los dos y estábamos saboreando el fricasé cuando apareció Carlos Böhrt con una noticia inquietante: la guarnición de Trinidad se había rebelado y al parecer había un golpe de Estado en marcha. Luego nos mostró su pasaporte, porque tenía todo listo para irse a estudiar una maestría en la FLACSO de México. René salió disparado porque se acordó de una reunión urgente en La Paz y logró salir de Oruro en la última flota que pudo sortear el bloqueo popular contra el golpe. Yo no pude abordar el ferrobús que me iba a llevar a Cochabamba, y todavía conservo el boleto rosado con esa ominosa fecha.

Recuerdo que todavía deambulamos durante el día, nos encontramos con Manuel Molina, quien era dirigente universitario, y nos fuimos al norte, por las rieles, a comer unos pejerreyes rellenos con jigote, crocantes como marraquetas, un plato que nunca más volví a saborear. Atardecía cuando nos despedimos y las cosas no podían andar peor. No habían informaciones de La Paz y no sabíamos las barbaridades que entretanto habían ocurrido. Me fui a casa de Alberto Guerra y allí pasé la noche del 17. Al amanecer del 18 ya nos habíamos enterado de las tristes noticias: el asalto de los paramilitares a la sede de la COB, donde tomaron presos en montón al grupo más selecto de dirigentes sindicales y políticos de izquierda, entre los cuales murió Marcelo Quiroga y Carlos Flores. Yo estaba varado en Oruro y Alberto me ofreció que me quedara en su casa, pero no quise molestarlo porque temí lo peor, y entonces me fui de visita a casa de Fernando Dehne, mi pariente, para pedirle hospedaje. Mis razones eran sencillas: me había quedado con el boleto en la mano y no podía retornar a Cochabamba. Por supuesto, Fernando me acogió en su casa, sin saber que allí permanecería un mes angustioso, sin poder moverme del encierro.

Fernando era hermano de Eduardo Dehne, y también de Víctor Dehne, a quien le decíamos Charles de Gaulle por su estatura de gigante y su aire europeo. En total eran cinco hermanos, todos varones, hijos de Antonio Dehne, el ciego que vendía el periódico La Patria y tenía dos hermanas: Matilde y Enriqueta, de larga descendencia. Estos tres eran hijos del coronel alemán Alejandro Dehne y de la hermana de mi bisabuela materna, que se llamaba Josefina Zambrana Ruilova. Viviendo en su casa me di a averiguar por qué nos tratábamos con tanto afecto y de dónde éramos parientes, pues mi madre tuvo en todo momento las relaciones más estrechas con la tía Matilde y la tía Enriqueta, y por supuesto con sus hijas e hijos. Afortunadamente Fernando guardaba dos libros copiadores de cartas de su abuelo, en los cuales había registrado en cartas su aventura de venir a vivir a Bolivia y poner en juego su concepto prusiano de la lealtad y quizá no entender jamás el comportamiento de los bolivianos, que se portaron muy ingratos con él. A partir de entonces arrastro el compromiso de escribir una novela que ya tenía título: “Alto de la Alianza”, donde cayó prisionero el coronel Dehne durante la guerra del Pacífico.

Otro consuelo de esos días fue escribir una obra de teatro que titula “La Mesa de García”. Se originó en los informativos del canal oficial, que había sido tomado por paramilitares de la peor catadura, los cuales leían las noticias que quería el régimen de García Meza, todas mechadas de amenazas a los izquierdistas. Los redactores se hacían eco de la amenaza oficial: que los rojos caminaran con el testamento bajo el brazo. Fernando Dehne me hizo partícipe de una velada que me paró los pelos de punta: lo visitaron dos amigos con quienes jugaron una Loba. Uno de ellos era un gordo viejo y retacón, muy orureño y viejo trabajador de las minas; el otro, un alemán borracho y malediciente, que no paraba de decir las amenazas más temibles contra los rojos. El alemán clamaba por un baño de sangre y de pronto se dio a hablar mal de los bolivianos. Entonces el gordito retacón demostró que tenía huevos blindados, porque tiró los naipes y se encaró con el alemán sin que le temblara la voz. Como era de esperar, el alemán se apaciguó porque sólo era un bravucón; pero yo temblaba de que sospechara que yo estaba oculto, y tenía motivos para ello.

Fernando no se dio cuenta de que yo estaba oculto hasta que tuve que contarle todo. Él me había creído el cuento de que me dejó el ferrobús, y como el transporte no se reanudaba, yo seguía en su casa. Por eso hacía planes para llevarme a comer al Bar Huari, o a bañarnos en Obrajes o en Capachos, donde hay aguas termales. Por fin le conté que yo era militante del MIR, que me conocían muy bien en Oruro por mis actividades durante las elecciones y que no portaba mi cédula de identidad, por lo cual podía ser inmediatamente detenido en las trancas infestadas de militares y paramilitares.

Por fin se dio cuenta de mi situación y no se amoscó. Al contrario, me ratificó su confianza y por eso le estoy eternamente agradecido.

Entretanto, pude hablar con Yolita y ella se dio a la tarea de buscar la forma de rescatarme. No sé si se lo sugerí yo pero un día me anunció que el camión de su papá, de don Raúl, pasaría a recogerme para llevarme a La Paz. En efecto, una madrugada, como a las cinco de la mañana, llegó el camión, que era un Scania Vabis color naranja. De inmediato me subí a la carrocería y me oculté entre unas cargas de pata, donde pensaba pasar toda la travesía; pero en la tranca más próxima nos pararon y unos soldados subieron a la carrocería y yo escuchaba muy claro cómo rasgaban las bolsas de papa con sus bayonetas. Al parecer no era para sorprender a los izquierdistas ocultos, sino para robar papa para su rancho. Así avanzamos un kilómetro más y el chofer paró para proponerme que me fuera nomás a la cabina. Él me envolvería en unas frazadas y me ocultaría detrás del asiento, en el pequeño camarote que a veces usaba para dormir. Me di cuenta de que era la peor opción y entonces cambiamos de vestimenta: me puse su chamarra de cuero, su gorro de lana, me armé de un pijcho de coca y un cigarrillo Astoria y le dije que yo iba a manejar hasta La Paz. Fue una decisión acertada porque nos pararon como siete veces más y en todas revisaron minuciosamente la cabina y la carrocería del camión. Yo abría el capó y me hacía el que echaba agua al radiador o revisaba el motor con una linterna; o bien pateaba las llantas para comprobar si estaban infladas. ¡No pedían documentación a los conductores!

Así manejé con extremo cuidado hasta La Paz. El chofer era un hombre experimentado, y antes de echarse a dormir en el camarote, me instruyó que la aguja de las revoluciones por minuto no bajaran del punto que me indicaba, el mecanismo más adecuado para no acelerar demasiado. Qué hermosa experiencia fue manejar ese tremendo camión, mayor aún si pensaba que don Raúl no lo sabía, y que si se enteraba le daría una rabieta mayor. La caja tenía diez velocidades, una nueva experiencia para mí. Total, que llegamos a La Paz, descendimos por la autopista y estacioné con cuidado en una calle transversal al frente de la Terminal de Buses. En esa esquina había un pequeño restaurante donde ofrecían chorizos y le dije al chofer que nos habíamos ganado una buena provisión debidamente rociada con una cerveza negra. Así ingresé al local, vestido como camionero, con la barba crecida de un mes (pues desde ese 17 de julio me dejé por primera vez la barba hasta hoy), y al sentarme a una mesa, se para de pronto un joven de traje y corbata y me dice: Buenos días, doctor. Creo que me dio diarrea del susto porque de inmediato me había reconocido.

Luego llamé a Macarena, la esposa de mi primo Germán, y ella pasó a recogerme y me llevó a casa de sus papás, donde estaba oculto mi primo. Apenas lo vi nos dimos a beber, cosa que había evitado durante un mes, y nos pegamos un trancazo intercambiando confidencias y puteando en sordina contra el golpe fascista. Cuando amaneció, ya todo estaba listo para llevarme a la residencia de la Embajada de México, en la calle 5 de Obrajes, cosa que hizo Macarena, a quien le debo tantos favores.

Luego me enteré de que mi primo no había aguantado estar más solo y había salido detrás de mí rumbo a la casa de su papá, del tío Germán, que quedaba en el actual Pasaje Jáuregui, a pocas cuadras de donde habíamos pernoctado. Ese capricho le salvó el pellejo porque una hora después allanaron la casa de Macarena y fue allí Carlos Mena, el cojo Mena en persona, un fascista temible por entonces. Estaba en busca de mi primo, a quien le dicen el Chaza, porque era dirigente del Centro de Estudiantes de Derecho, de una célula de jóvenes izquierdistas que se llamaba “Tolata”, en homaneje a ese pueblo ubicado a 30 kilómetros al sur de Cochabamba, donde en 1974 las tropas del ejército protagonizaron lo que se llamó La Masacre de Tolata, que significó el fin del Pacto Militar Campesino. Ese grupo ingresó luego al MIR. En resumen, Mena tenía suficientes motivos y pistas para detener al Chaza, pero de yapa se hubiera encontrado conmigo, a quien conocía desde aquella vez que me vio en la Prefectura de Cochabamba, cuando detuvieron a los hermanos Alarcón y los enviaron a La Paz y allí los recibieron en el Hotel Crillón.

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