domingo, 27 de septiembre de 2009

LLUEVE

Amaneció lluvioso: no podré salir en bicicleta. No terminé de acomodar mis libros y los estantes casi se me vienen abajo. Son de metal, de fierro angular con orificios para introducir pernos. Todos los pernos están flojos y los estantes chuecos. Se me venían encima y tuve que asegurarlos a la pared con clavos y alambres. ¿Todavía los amo? Me parece, más bien, un sentimiento de posesión el que me impulsa a conservarlos, como esos matrimonios que duran hasta que la muerte los separa sólo por un cochino sentimiento de posesión. Los escogí conforme al criterio de cuántos de ellos leía o eran indispensables, y así logré desechar dos o tres centenares que sólo guardaba como coleccionista o por pura inercia. Aun así, me pregunto si los que veo ahora realmente los necesito. Si me pagaran a un dólar por unidad, tendría alrededor de 3.000 dólares: me compraría una laptop para desechar este armatoste que tanto me jode en los traslados y, ah, sí, claro que sí, una bicicleta nueva, aunque sería un acto de infidelidad deshacerme de esta gorda que ya tanto tiempo vengo montando. Con razón Juan, el portero del edificio, cuando le pedía prestada su bicicleta nuevita desde hace 40 años, me decía: Cosas de montar no se prestan.

Ese álbum de fotos de Marilyn se lo regalaré al primero que pase. No se merece llenarse de polvo conmigo. Y esos libros de correspondencia de Salamanca, ¿para qué putas los conservo? Veo en el suelo algunos manuscritos míos, escritos todavía a máquina. ¿Cuál es el afán de tenerlos? Confiesa, cabrón, figuretti, tas pensando en el Museo de Graaaaandes Escritores: una vitrina que contenga tus manuscritos tachados con tintas diversas; ajá, te esmeraste en conservar esos papeles viejos, escritos a máquina, de la época en que usabas saldos de papel de teletipo que te entregaban en el periódico para mandar tus crónicas. La tinta que usaste para corregir es sepia. Te compraste un tintero con tinta color sepia y una plumafuente que ahora no puedes fijar en la memoria, claro que no puedes. ¡Otro tomo de Salamanca! Son como cucarachas, como chulupis: se multiplican y aparecen por todas partes. ¡Otro! Hoy conté tres, pero recuerdo ahora que, bajo la pata de la mesa coja que sostiene la pequeña cocina hay otro, y seguramente hallarás por ahí otro y otro…

Este cojudo gesto romántico está llegando al colmo. ¿Por qué veo ahora ese folleto siútico, Poemas de siempre, con un violín y una rosa kitsch? ¿Qué determinó que lo guardara y lo trajera aquí, donde apenas me hice un campo para montar la computadora? Si no trabajo, no como. Parece, es, un cementerio; en algunos casos, una morgue de libros. Libros que me entregaron ayer mismo, que me regalan o que yo, cojudo, compro y guardo y luego debo trasladar de una a otra parte.

Hoy tendría que almorzar con la monjita, pero ya me voy inventando un pretexto para fallarle; aun más, acaricio la idea de que no me llame para no sentirme culpable de fallarle. La última vez que vino escapaba de su pareja y quizá no se le ocurrió otra cosa que buscarme. La recibí en el único lugar donde podía ofrecerle asiento, en mi cama. Se sentó en la puntita, pero luego se encaramó y cruzó las piernas, como Buda. Yo me tendí de costado y distraídamente acerqué la mano a sus pechos. Me rechazó, divertida, y en venganza me pellizcó la tetilla. Le dije que me iba a vengar y así estuvimos forcejeando, ella pellizcándome la tetilla, porque es ágil y tan joven, y yo tratando de trabarle las manos para meterle la mano bajo la blusa y tomar la teta entera en el cuenco de mi mano. Claro, no se deja, y entonces le digo algo que sé que la va a halagar: Antes cabía en mi mano y ahora se desborda, está hermosísima, y muy firme. Sonríe y como si quisiera convencerse de que lo que digo es cierto, me deja hacer. ¡Le estoy agarrando la teta entera! Ahora se tiende de través y, como al descuido, deslizo mi mano a su entrepierna. Lleva un pantalón blindado, pero mis yemas ya tocan la proximidad de su coño. Se queja de su ñato. Dice que no sabe hacer el amor, que termina en diez minutos y ella hace tiempo que no siente un orgasmo. Cuenta que lo putea, que le reclama y él se defiende diciendo que no la desea, que no le interesa cogerla. ¿Tú me dirías eso?, pregunta. Le digo, naturalmente: Imposible, porque para mí hacerte el amor es como ganarme la lotería, el premio mayor. No tengo la menor esperanza, pero si se da, ¿qué puedo hacer sino sentirme feliz por mi buena suerte? Me mira con dulzura, me acaricia el pelo y contesta: ¿Por qué él es tan frío y en cambio tú me dices cosas tan lindas? Izo sus piernas y aprovecho para tomar contacto entre mi miembro y su coñito. Naturalmente, se me para. Me restriego mientras la escucho hablar; es un decir, porque no le presto atención. Trato de bajarle el cierre, pero se resiste; entonces bajo el mío, el de mi bragueta, y saco mi miembro. Tomo su mano y la empujo a que me acaricie. Se resiste, pero débilmente, y al fin lo toma, lo remanga, me tortura. Intento nuevamente aflojarle el botón y el cierre para quitarle el pantalón, pero me suelta el miembro y se protege. Capitulo para volver a la posición anterior: llevo su mano a mi miembro y volvemos a la secuencia anterior. Entonces, coño, la gran puta, suena el celular: es su pareja. Dice que está prácticamente en la puerta. Ella disimula: está por ahí, dejando un encargo a una amiga. Claro, que la espere allí nomás, que va enseguida. Se para mientras yo me he sentado al borde de la cama. La atraigo a mí y le lamo el ombligo desnudo. Todavía estoy con el miembro afuera. Ella me acaricia el pelo y me dice que se va oliendo a mí. Y se va, coño, se va. Pienso en su gesto de naturalidad con que subirá al carro de él, y en la cara de cojudo de él, sospechando vagamente la infidelidad, pero incapaz, para siempre, de conocer los detalles. Puta, estoy mojado, histérico, tengo que hacerme la paja, y luego lavarme mientras una melancolía densa cae sobre mí como la lluvia.

Sigue lloviendo, carajo, y no puedo salir, aunque a veces me emputa salir. ¿Para qué salir si no sé por qué rumbo? Todos los caminos conducen a Roma. Todos los cominos conducen aroma, como dice Pérez Alcalá. (Ahora veo una acuarela suya en el piso, bajo un fólder amarillo. Es más bien una caricatura, de la serie que firmaba Cardo, quizá sin valor artístico aunque es ácida, intensa. Y encima del fólder amarillo hay una fotografía de una ceremonia en la cual una dama muy guapa aguarda a que yo le firme un libro. Trabajos de amor perdidos.

Al menos antes el alcohol era mi compañero inseparable, a solas o con amigos casuales. Ahora no me apetece, como suelo decir para que se rían los casuales amigos que no saben que hablo en serio: la vida no me da ni ese consuelo, el de apetecer un buen vino. Ahora puedo pasar los días sin beber, con la mayor indiferencia. Si pudiera prescindir también de comer, quizá no entraría más al baño, pero entonces no leería como hoy. En realidad, lo que necesito es un cuarto de baño con estantes y un inodoro-pupitre, que me permita leer y anotar cómodamente, y no como lo hago ahora, sobre mis piernas desnudas, trazando líneas irregulares que tachan el texto y enfurecen a mi amigo Soldado Terán que cada vez veo menos. Eso: un baño de lectura, el cuarto más grande de la casa, y al lado, una habitación pequeña con una cucha para derrumbarme, aunque me vendría mejor un palomar, porque necesito aire, aire. Estos interiores me asfixian.

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