domingo, 27 de septiembre de 2009

SOBRE "ANDO VOLANDO BAJO"

La otra anécdota es más interesante. Una mañana esperaba a Felipe Garrido y no había nadie para contestar el teléfono de su oficina, que sonaba con insistencia. Alcé el auricular y una persona urgida me dijo que necesitaba un transcriptor de cassettes. Le pedí la dirección, en Insurgentes Sur, y me fui de inmediato. Como es de suponer, al verlo, le dije que me enviaba Felipe Garrido. Allí comenzó una historia que desembocó en mi novela Ando volando bajo. Resulta que en la dirección indicada funcionaba un estudio de fotografía, a cargo de un artista de apellido Baldovinos, por ahí tengo el nombre completo, que tomaba fotos a modelos divinas, que luego salían incluso en páginas de Vanidades y otras revistas de moda. Me identifiqué y de inmediato me dio una bolsa de cassettes. Quedamos en el precio y me alcanzaba para comprarme un Volkswagen viejo, de esos que aquí llamamos Peta y allí Cucaracha. Me apuré en la transcripción y encontré allí una mina de oro. Baldovinos tenía un amigo viejo y muy rico, que se llamaba Pedro Rivera Torres, dueño de un millón de metros cuadrados en el DF, de un centro vacacional que se llamaba Lomas de Cocoyoc, y con hijos y nietos que eran campeones olímpicos de equitación y que lograron crear una nueva raza de caballos, el caballo azteca. Rivera Torres le contaba su vida a Baldovinos, allí en el retiro de Cocoyoc, y al menos su nacimiento era de novela, pues sus padres habían sido muy poco convencionales y se habían literalmente aislado, es decir que vivieron en una isla del Golfo de México donde nació Pedro. El viejo contaba que lo habían criado desnudo, de sol a sol, como un animalito, y que contrajo unos parásitos intestinales que casi se va en mierda, y por eso terminaron su retiro y volvieron a la civilización. Como todo hombre de negocios, quería enseñar a la posteridad el secreto de su éxito, que se basaba no en el favor político ni en la capacidad de seducir a los ejidatarios con unos cuantos billetes ni en otras astucias menudas sino en el tesón, el esfuerzo, la puntualidad, el olfato para los negocios y otras virtudes burguesas. Decía continuamente cosas reservadas sobre políticos muy conocidos del PRI, por entonces gobernante, que él mismo pedía que no se incluyeran en el libro.

Total, que terminé la transcripción en tiempo récord, en mi máquina Brother celeste, que no era la que me regaló mi hermano, sino otra más grande que me acompañó al exilio. Un día la dejé en un mecanógrafo que no me acuerdo, aquí en Cochabamba, y cuánto diera hoy para recobrarla, pero creo que se perdió para siempre. Tenía unos resortes que accionaban cada tecla, y un día en el hotel Francis me la devolvieron con todos los resortes estirados y tronados. El culpable era un niño, casi un bebé, hijo de Antonio Peredo, hermano del Inti, hoy Senador del MAS, y de María Martha González Quintanilla. Se llama Antonio Peredo y ha actuado en la película sobre el Che, de Steven Soderbergh, interpretando a su tío, el Inti. Naturalmente, esta no es una reclamación, es apenas el gesto de consignar la anécdota.

Le entregué el trabajo a Baldovinos y alabó la puntuación y la corrección, cosa que aproveché para venderle mi charque: yo era un escritor en el exilio, etc. Me propuso entonces que yo escribiera la “autobiografía” y así lo hice, y con el dinero que me dio me compré el ansiado Vocho, el Volkswagen sedan, al cual le pusimos el nombre de El K’olila, que es como Jabibi, querido, en aymara.

Jamás tuve seguridad de que hubiera publicado su autobiografía, que a pedido suyo se llamaba “Tlaloc, el dios de la lluvia”, en recuerdo de las condiciones atmosféricas bajo las cuales creció en la isla del Golfo. Pero me imaginaba que sería inútil buscar en esas páginas el nombre de Baldovinos ni mucho menos el mío, mero subcontratista.

Pero la verdadera anécdota es la siguiente: al margen de la publicación del libro, resulta que había un millonario mexicano, dotado de increíble poder e influencia, que no sospechaba siquiera que un estudiante boliviano en el exilio lo conocía mejor que su madre o que sus hijos, porque se sabía todas las confidencias que le había contado a Baldovinos. Como buen burgués, era hombre de hábitos; así los jueves visitaba a su hija divorciada y neurótica, que le preocupaba mucho, y la visitaba a hora fija. Por entonces yo había conseguido una beca de la Unión Internacional de Estudiantes, que me dieron en la Casa de Chile, y eso me permitió renunciar al trabajo eventual del FCE que, por lo demás, comenzó a escasear. René Bascopé hacía rato que vivía de su sueldo en el periódico “El Día”. Entonces, como tenía el Vocho, me iba a la hora fija a apostarme frente a la casa de la hija de don Pedro, y veía cómo llegaba y luego se iba a la hora puntual. Recuerdo que lo seguía tratando de recordar sus compromisos fijos, y alguna vez me crucé en su camino cuando ingresaba a la oficina de Lomas de Cocoyoc, ubicada en Insurgentes Sur. Entonces me di cuenta de que para esos ricos burgueses el común de los mortales somos invisibles, porque literalmente no me veía por más que yo amagara chocarme con él. Esto me produjo tal conmoción que me decía: Tú existes porque yo te he inventado, yo he escrito tu vida. Si me olvido de esa historia o quemo esos libros, no existes más. Una variante del cuento de Chuang Tzu y la mariposa.

Rescaté el argumento diez años después y traté de escribirlo como una experiencia capital de mi vida de buscón, y también como una curiosa experiencia literaria; pero no pude avanzar porque los personajes, que eran tres, se me trababan. Eran el millonario, el amigo confidente y la hija neurótica, imposibles de manejar. Entonces me ocurrió algo venturoso: un día decidí cambiarles de sexo y el millonario resultó una millonaria; el confidente, una confidenta y la hija neurótica un hijo homosexual. A la millonaria me fue fácil imaginar porque estaba deslumbrado por la independencia y el poder que tenían las mexicanas castradoras cuando eran dueñas de su fortuna y destino; la confidenta, es decir, la chismosa, era más imaginable que el fotógrafo original, y además podía conservar su oficio de fotógrafa, que realzaría al personaje. En cuanto al hijo homosexual, se convirtió en el eje de la novela y adquirió una independencia que al cabo me ganó el Premio Erich Guttentag en 1983 y se publicó en 1984. Se llamó José Guadalupe, y un día que hablé con Juan Recacoechea, el autor de American Visa, novela llevada al cine por Juan Carlos Valdivia, me habló como miembro del jurado y me dijo que desde el inicio sabían que me iban a premiar, pero que le había quedado una duda que no sabía cómo consultarme. Lo animé y me dijo: A ese José Guadalupe que lo construiste muy bien como personaje, te lo has tirado, ¿no? ¡De antología! O sea que no se puede inventar nada sin que lo consideren autobiográfico, pero eso mismo me permitió sospechar que la novela tenía tal tono testimonial que parecía un capítulo de mi vida.

Un día iba en un camión de transporte público por la Calzada de Tlalpan, ya llegando a mi casa, cuando vi un buzón del correo, allí, en una calle, y me cayó el argumento de una novela como un macetazo. Se refería a una sensación de carencia, de ansiedad, de vértigo que yo había sentido muchas veces. Recuerdo que había contratado una casilla postal en la UNAM, donde pasaba clases de posgrado en Ciencia Política, para recibir noticias de Bolivia, pues nadie me escribía desde otra parte. A medida que me acercaba a la casilla me crecía la ansiedad y el temor de que estuviera vacía. Me agachaba para medir de un solo golpe de vista el tamaño de mi drama, y qué consuelo inmediato sentía al ver por lo menos un sobre, aunque fuera de promoción de ventas o de facturas por pagar. Pero las distancias son grandes y la casilla permanecía vacía durante semanas. Esa experiencia unida a la sevicia de la dictadura de separar a los cónyuges, a las parejas, me dio de inmediato el argumento: él se quedaba en Bolivia, a vivir en la clandestinidad; ella y su niña salían como refugiadas a México; el cartero curioso por descuido o por casualidad retenía las cartas de la pareja y se iba enterando de ambas vidas; aun más, se convertía en testigo de un romance entre la mujer y otro compañero exiliado; por fin el hombre que permanecía en Bolivia cae y es torturado; en México hacen campañas para liberarlo; un día llega para reunirse con su mujer y su hija; el compañero que tuvo un romance con ella se va a Suecia; el hombre se encuentra con el cartero, que le revela todo y le entrega el mazo de cartas. Todo eso se me vino de golpe, como una epifanía; sin embargo tardé casi veinte años en rescatar esos papeles, que eran algo menos de un centenar de páginas, de las cuales apenas me sirvieron como una decena para escribir La Casilla Vacía. La razón principal radicaba en que el héroe en 1980 parecía de celuloide, limpio, puro y sin grietas, pero al cabo de dos décadas fue mostrando sus debilidades y acabó convirtiéndose en un exiliado viejo y triste que oculta su afición al alcohol viviendo solo en
Estocolmo: se ha separado hace tiempo de su mujer, no ve a su hija y recuerda con sorna más que con nostalgia los días de vida clandestina, tortura y exilio. En el fondo rescaté una imagen que ya me asaltó en Ando volando bajo: que un héroe no puede vivir mucho y es mejor que muera joven e inmolado para perfeccionar su destino. ¿Qué haríamos con un Che viejo, gordo, asmático, recorriendo los países dictando conferencias sobre sus recuerdos de la guerrilla? Esa es una de las preguntas de Ando volando bajo. Pero en La Casilla Vacía hay también el rescate de un tema que me preocupaba en tiempos de la dictadura de Banzer: ¿Qué pasa cuando vives clandestino y nadie nunca te busca porque has perdido contacto? Esta pregunta me sirvió para escribir uno de mis primeros cuentos, que titula Hora cero: Horacio, un joven que vive en la clandestinidad, está solo en su escondrijo durante la noche de Año Nuevo; apura la botella de singani que consiguió y la estrella contra el almanaque del año viejo, como un gesto de protesta porque nada hubiera ocurrido, una señal, quizá, de la impotencia que sentíamos frente a la maquinaria de la dictadura que logró controlar al país a fuerza de prisión, tortura, muertes y exilio. Lo curioso es que ese cuento tiene un grueso error en el párrafo inicial, que me lo hizo notar un condiscípulo del colegio, Mario Katusic, hoy funcionario de la Cruz Roja para América Latina. El párrafo dice que Horacio apuró el último trago de la botella, que la estrelló contra el almanaque y que éste se empapó. ¿Cómo se podía empapar si ya no tenía líquido? Pero así fue publicado, y dos veces, je.

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