domingo, 27 de septiembre de 2009

RESISTENCIA ALCOHÓLICA "CHARLES BAUDELAIRE"

En la Embajada de México había más amigos de los que yo pensaba, entre ellos gente muy próxima a mí, como René Bascopé, Alfonso Gumucio Dagron, Luis González Quintanilla y Amalia Decker, entre muchos otros que sumaban doscientos. Allí estaba asilada Cristina Trigo, la viuda de Marcelo Quiroga Santa Cruz, junto a su hija Marisol, que esperaba familia, y el esposo de ésta, Mauricio Antezana, que por entonces era militante troskista, y de los más severos.

Recuerdo que apenas vi a mis amigos les dije el rumor que habían escuchado: que la policía lo tomó preso a Alfonso Gumucio Dagron y que lo habían hecho picadillo. Pero Alfonso estaba allí, detrás de la puerta, y me alivió saber que el rumor era falso.

Eran trece o catorce compañeros, entre los más dilectos, que ocupaban un dormitorio grande, y allí me invitaron a instalarme. René Bascopé me cedió un espacio en su colchón y allí dormí la primera noche a pierna suelta. Sólo a la mañana siguiente me enteré de que yo había sido el único que durmió, porque los compañeros se enloquecieron con la cantidad de pulgas que los habían invadido. Las había llevado yo en mi ropa, sobre todo en una chompa larga y abierta como un saco de fumar, tejida en lana de alpaca. Seguramente en la carrocería del camión, en contacto con las bolsas de papa, me había llenado de tan molestos inquilinos; pero no me molestaron en absoluto y se dieron a picar a mis compañeros, que eran citadinos y yo diría que muy catrines.

Después del desayuno hicieron un zafarrancho, quemaron mi colchón y me fumigaron con DDT en el patio de la Embajada.

Era seis de agosto, día de la Patria, y en la víspera hubo una reunión para escoger a quienes integrarían el turno para ayudarle a la cocinera, que tenía que preparar comida para doscientos asilados. Como era nuevo, mi obligación era servir y me escogieron el primero. Luego hubo una discusión breve porque nadie quería lavar vasos, platos y ollas. Quizá me acordé entonces del Wawa y de mis compañeros de Oruro porque de inmediato me brindé a la tarea y toda discusión quedó zanjada.

Aquel seis de agosto nos acuotamos los de turno, hicimos comida nacional e incluso nos dimos modos para invitar un coctelito a todos los compañeros, el más boliviano, el Yungueño, que se prepara con jugo de naranja y singani. Llegó el turno de lavar el servicio y me lo eché encima. Era como una tonelada, pero yo parecía poseído, y luego de lavar vasos y platos arremetí con las ollas. En algún momento, raspaba unas costras milenarias de una olla pequeña cuando irrumpió la cocinera, que era una cholita paceña de muy mal humor, y me increpó porque era la olla del perro. Total, la dejé brillando como si fuera de platino.

Aquellos primeros días ocurrieron dos hechos sorprendentes. Una noche yo dormía compartiendo el colchón con René Bascopé cuando de pronto alguien saltó y nos alumbró con una linterna. Ocurre que justo al lado de René dormía una compañera junto a su ex esposo, y éste alcanzó a alumbrar el cuerpo del delito, la delicada mano de la dama prendida firmemente al miembro de René. Al amanecer aquello fue una versión de Adán y Eva expulsados del paraíso. René y la dama sedujeron a una de las empleadas y consiguieron un cuartito de servicio, donde disfrutaron de sus tórridos amores hasta viajar al exilio.

El incidente nos deprimió un tanto. Gente como yo, acostumbrada a madrugar, merodeaba por el extenso patio de la residencia desde antes que saliera el sol. Así estaba yo una madrugada cuando me hizo una seña el Picasso, un compañero por demás divertido a quien conocían todos excepto yo, porque venía del interior. Le decían Picasso porque pintaba por encargo graffitis y consignas en la Universidad pero en realidad se llamaba Jorge Sanjinés, como el gran cineasta. Ya había salido al exilio cuando Banzer y había recalado en Portugal, donde disfrutó de la revolución de los claveles verdes. Él me contó que el sector popular más combativo eran los trabajadores gastronómicos, los mozos o “garcías”, como les decimos en Bolivia. Esto en ausencia de proletariado como el nuestro, que era fundamentalmente minero. Y que ellos habían ocupado algunas iglesias medievales y las habían convertido en bellos restaurantes, cosa que me parecía un capítulo de Las Mil y una Noches. Pues Picasso me llamaba a un bosquecillo ubicado en el patio delantero de la residencia, y allí me mostró algo que guardaba en el bolsillo interior de su pesada chamarra: era una cantimplora que contenía un singani popular que vendían en la calle Catacora, de donde viene la expresión “catacorazo”, para aludir a un buen shot de ese enérgico aguardiente. Ahora recuerdo que aquello ocurrió una semana después de mi ingreso, semana en la cual no había soñado siquiera con probar un solo trago de alcohol. Me eché una buena ración al coleto y se me disiparon las penas. A la hora del desayuno estaba exultante de buen humor y poco más tarde, conversando con Rolando Costa Arduz, con Jorge Mansilla o Coco Manto y con Luis Rico, decidimos imitar a nuestro amigo René y convencer a otra de las empleadas para conseguir un cuarto de servicio que nos cobijara a todos. Así nos metimos como doce en una pequeña habitación y decidimos incorporar al Picasso con la condición de que se bañara, pues ya le habíamos puesto el mote de Clavo de Olor, porque era medio váguinson y no se bañaba. Lo interesante es que cada noche celebrábamos unas ceremonias de exquisito refinamiento, gracias a las botellas de cognac y de buen whisky, así como de quesos finos, que nos traía don Arturo Costa de la Torre, conocido historiador y archivista, padre de Rolando Costa Arduz. Éste nos enseñaba a comer los quesos, en cubos pequeños que iban de los sabores leves a los más fuertes, y luego hacíamos circular el cognac y el whisky en tenidas plenas de buen humor y de un ingenio desbocado. No era para menos con Rolando, un psiquiatra que había sido médico forense por aproximarse al mundo de la muerte, que era erudito en historia de la medicina, poeta, hombre muy culto y sobre todo muy gracioso. Un verdadero búho pleno de picardía. Similar carácter tenía Coco Manto, célebe humorista, periodista y poeta, o René Bascopé, que era muy apreciado por su fina gracia, o Luis Rico, que llevaba la voz cuando cantábamos, o el amigo Tarragona, que era hombre de teatro y se fue luego a Suecia, y este servidor lleno de gratitud por el trato amistoso del conjunto. No nos cansábamos de reír poniendo apodos a la gente. A una muchacha que se había separado de su marido, cuyo nombre de combate era León, le vaticinábamos una grata estadía en Nuevo León; a Picasso le estaba destinado vivir en Durango; alguien se acordó de que en Vallegrande se designaba a la gente de un modo curioso. En especial había dos aparecidos a quienes se llamaba El con caballo y El con vela. De inmediato nos fijamos en un gilipollas cuya mamá se llamaba Concha y le pusimos El Conchesumadre. Y al Picasso lo llamamos El Singani.

Alguien nos espiaba en nuestras tenidas y se dio cuenta de que consumíamos alcohol. Entonces organizaron una francachela de muchachos y metieron tal escándalo que hasta buitrearon al pie de la ventana del embajador, que era un coronel llamado Plutarco Albarrán, un fiero militar mexicano, a quien sin embargo le debo gratitud. A la hora del almuerzo, Plutarco compartía lo mismo que comíamos nosotros pero en una mesa de honor donde eran comensales Cristina Trigo, su hija Marisol Quiroga y el esposo de ésta, Mauricio Antezana. Por alguna razón, Plutarco debió considerarme dirigente importante del MIR porque en un par de ocasiones tuve que avalar a uno y otro asilado, de cuya filiación política se dudaba.

Al día siguiente, el embajador montó en cólera. No era posible que abusábamos del asilo diplomático de esa manera. Por la noche hubo una asamblea, y Mauricio Antezana anunció medidas policiales severas para registrar los paquetes que traían los familiares. Le contesté que yo no permitiría jamás que me revisen, porque ésa era una conducta de tiras y los rigores quedaron en nada, pero nuestro grupo decidió ingresar en la clandestinidad y nos bautizamos con el nombre de Comando de Resistencia Alcohólica Charles Baudelaire. Una hazaña mayor del grupo fue ingresar sigilosamente al lujoso comedor de la residencia, naturalmente muy tarde en la noche, sacar las copas más lujosas para beber Pernod, bebida favorita de Rolando Costa Arduz, y susurrar brindis para que nadie nos escuchara. Fue una noche maravillosa, en sordina, con abundantes risas mudas, dirigida por Rolando, que era una especie de obispo del buen humor y la bohemia, y había tenido el honor de beber, todavía muy joven, con Arturo Borda y con Jaime Sáenz.

Otra actividad que cumplíamos por las tardes era ensayar La Mesa de García, la obra de teatro que había escrito mientras permanecía oculto en Oruro. Era un teatro de guignol, una especie de Ubú Rey con un dictador que era un gramófono y daba órdenes por la bocina, con coros y danzantes y otros recursos del teatro de vanguardia, a ratos un vaudeville, a ratos una tragedia. Con qué gusto repasábamos la obra. El más entusiasta era Luis Rico, que había actuado en teatro, y claro, también Tarrazona, que era hombre de ese ambiente. Recuerdo que una tarde traté de alzar a Luis Rico a mi espalda y casi me la quiebro. Es hombre sólido más que pesado.

Otra noche fumaba a oscuras, completamente solo, en el fondo del patio trasero, cuando fui testigo de un espectáculo inesperado. Una familia entera, incluida una doméstica, se había asilado y ocupaba el dormitorio más grande, cuya ventana enfarolada daba al patio trasero. Uno de los hijos era casado con una dama sueca de muy buen ver. La dama apareció en el balcón, cerró la cortina interna y se desnudó. Luego se hizo un aseo general usando una esponja que sopaba seguramente en un bañador. Tenía un cuerpo magnífico del cual sólo veía a plenitud sus senos.

A la noche siguiente, después de cenar, les anuncié a los compañeros de “Baudelaire” que había previsto un espectáculo de strip tease a las diez de la noche y que se prepararan con el mayor sigilo. A la hora en punto esperábamos como gatos al fondo del patio trasero, cuando se repitió punto por punto el guión de la noche anterior. Desde entonces hasta que me fui, disfrutamos de esa picardía.

Recuerdo también a un compañero de apellido Jáuregui, a quien le decían El Choco, pero no por rubio sino por chocolate, porque era negro yungueño. Era un compañero excepcional que había protagonizado una histórica huída de la prisión de la Isla de Coati, en plena dictadura del general Banzer, y resultó nuestro instructor de karate. Nos daba lecciones de madrugada, y los ejercicios que hacíamos no los olvido hasta ahora; sólo que mis compañeros más próximos se quejaban porque despedíamos una nube de alcohol debido a las tenidas nocturnas del “Baudelaire”.

Un buen día el embajador anunció que la dictadura había concedido salvoconductos para un pequeño grupo de personas, el primer grupo que salía a México. Aquella noche hubo gran agitación y organizamos una Polla para adivinar quiénes integrarían el próximo grupo. Naturalmente, nadie aspiraba a integrar los primeros grupos pues todos se consideraban peligrosos para el régimen y ahora que lo pienso lo eran. Así pasamos la semana, con ansias de que volviera el embajador con nuevos salvoconductos.

Una mañana después del desayuno Costa Arduz me dijo un secreto estremecedor. Dijo que lo había descubierto la noche anterior y que le había quitado el sueño: en realidad, nunca había habido golpe de Estado, y la residencia no era una embajada sino un manicomio. Le objeté que por las mañanas leíamos los diarios, y que escuchábamos noticias por radio y televisión. Me contestó que era una edición limitada, sólo para nosotros, así como las transmisiones en circuito cerrado para hacernos creer que había habido un golpe fascista, cuando en realidad nos habían encerrado por disentir con el régimen imperante, y el premier, naturalmente del Partido Comunista, era el psiquiatra Marcos Domic. Nos habían purgado en suma. No he disipado hasta hoy el estremecimiento inicial que sentí con la broma genial de Costa Arduz.

Por fin llegó una nueva partida de salvoconductos y resulté integrando el segundo grupo, junto con una mayoría de damas entre las cuales estaba Marisol Quiroga, y otras que se habían asilado y hacinado en las oficinas o la Cancillería de la Embajada, ubicada en Sopocachi.

Me hicieron una despedida inolvidable a la cual asistió mi padre, ya anciano, que llegó desde Cochabamba con ese fin. Recuerdo que el viejo cantaba: Cómo no he de llorar yo / si me quitan lo que es mío. / Cómo no he de llorar yo / si me quitan a mis hijos. Y le contestábamos a coro un huayño que nos enseñó, quién más, Costa Arduz: Ayer te mandé una carta, vidita / dentro la carta una flor, palomita. / Dentro la flor un diamante, vidita / dentro el diamante, mi amor, palomita. / Palomita, palomita / dame agua de tu boquita / y si no me das agüita, vidita / siquiera tu salivita, palomita. Que era como el himno del “Baudelaire”.

Aquella misma noche, cuando me despedí de mi padre, Costa Arduz me convocó al bosquecillo y se dio a desenterrar una pequeña muñeca y un buhíto de la misma dimensión. Él se quedó con la muñeca y me entregó el buhíto. Sus gestos eran teatrales y misteriosos. No se movía una sola rama, pero él me anunció una tormenta, y de inmediato cayó una granizada memorable. A gritos me explicó que era el velo de la novia, de la muñeca, y me dio un encargo temible: Te voy a confiar un secreto, me dijo. Mañana yo me iré contigo a México. Por un momento creí que se animaría a colarse clandestinamente al avión, pero me dijo que él era ese buhíto y que me lo confiaba. Si lo pierdes, me pierdo; si lo quiebras, me quiebro; si te lo quitan, me quito. Al día siguiente supe la magnitud de su encargo, cuando llegamos al aeropuerto y nos encontramos con un grupo de suboficiales de la Base Aérea, que eran unos cabrones fascistas.

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