domingo, 27 de septiembre de 2009

CONCIENCIA DE MI CUERPO

Durante mi adolescencia dominaba buena parte de los ejercicios en aparatos. Hacía sacapechos y saca-aletas en las paralelas, subía a la barra sin dificultad y hacía algunas suertes en las argollas, pero nunca pude admitir siquiera pararme de cabeza. Por eso nunca pertenecí al equipo de atletismo. Y sin embargo era un flaco extremo. Recuerdo que una vez casado, y cuando ya había nacido mi hijo Ariel, incluso cuando ya nació Manuel y ambos caminaban, los llevé al colegio y subí a la barra, seguro de que podía hacerlo como tantas veces, y entonces me sorprendió mi pesadez, pues no sólo no podía subir, sino que ni siquiera podía levantar mis piernas, a tal punto se habían aflojado mis abdominales. Yo creí hasta entonces que la habilidad física se daba de una vez y para siempre, pero no tardé en desengañarme.

En 1970, yo pesaba 70 kilos; en 1980, 80 kilos; en 1990, 90 kilos. El 2000 me pasé hasta bien entrado el nuevo milenio, y no puedo dar marcha atrás. Quisiera romper con esta inflación de tres dígitos. Trato de justificarme diciendo que tengo un depósito a plazo fijo de por lo menos 40 años, y que no podré gastar los intereses en todo lo que me resta de vida. Digo que tuve un inflarto, que me inflé harto, en fin, hago bromas conmigo mismo, pero no bajo de peso. Hasta hoy no he tenido problemas cardiovasculares, pero alguna vez he considerado la inminencia de ellas, sobre todo en mi última estancia en La Paz, donde permanecí por siete años y me acostumbre a vivir solo. Cómo bebíamos entonces, y cómo me negaba a admitir que el espíritu subía y subía mientras el cuerpo caía de rodillas. Por entonces sentía el vago temor de que en algún momento me fallara el corazón, pero ahora que controlo mi presión alta y ya no siento el músculo como un conejo asustado, ya no pienso demasiado en ello.

Hay tres cosas de las que felizmente no tenemos conciencia permanente: la respiración, los latidos cardíacos y el tiempo. Si viviéramos pendientes de esos índices, nos volveríamos locos. Respiramos sin sentirlo, latimos sin sentirlo, transcurrimos sin sentirlo. Recuperamos la conciencia unos instantes, pero casi de inmediato nos salva la razón y nos sumerge en las aguas benéficas de la inconsciencia. Pero este control se afloja en las noches de insomnio, y entonces respirar, latir, transcurrir, se nos vuelve insoportable.

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