domingo, 27 de septiembre de 2009

69 domicilios en 59 años

69 domicilios en 59 años. Cuando vivía mi madre, había la ficción de tener casa: allí donde vivía mi madre. La cuidé, es un decir, los últimos seis meses de vida; pero justo en la víspera me conminaron a viajar a La Paz. Tenía que hacerlo, por razones de trabajo. No quise llegar a un hotel, así que compré el periódico muy temprano, no bien llegué, y tomé al azar una habitación. Era minúscula, pero soleada; en realidad, deslumbradora. Necesitaría una cortina espesa para dormir la siesta. El baño parecía bien acondicionado, pero apenas quise tomar la primera ducha, resultó que la cañería estaba mal instalada, que todo se chorreaba por un lado y no había forma de ducharse. Fui a reclamarle a la dueña y me dijo que yo ya había dado mi conformidad y que había firmado el contrato, de modo que cualquier arreglo corría por mi cuenta. Le dije que me devolviera mi dinero, porque me iría de inmediato, pero arguyó que el contrato estipulaba un mes de garantía y dos meses de alquiler adelantados, y que no me los devolvería. Tuve que dejar mis cosas y salir en busca de otro cuarto. Pasaba por la avenida Ecuador, en Sopocachi, y descubrí un letrero. NO vi siquiera el departamento que ofrecían y lo tomé. Pasé el resto del día trabajando, comí algo cerca de la media noche y me fui a dormir al cuarto sin ducha. Como a las dos de la mañana me llamaron al celular para avisarme que mi madre había muerto.

Era una situación agotadora y mi madre debió comprenderlo como para aprovechar mi ausencia para irse sin dramas. La enfermera que la cuidaba se encargó de velar su último suspiro. Un día antes yo me había despedido. Nos tratábamos con un resto de picardía, siempre, y cada vez más en sus últimos seis meses de vida. Yo la guiaba al baño y como la sentía tan menuda, tan disminuida, le cambié de nombre y le decía Charito. Era casi una ofensa, a ella que había sido una mujer tan segura, tan sólida: era como enrostrarle su fragilidad final. Recuerdo que me recosté a su lado y le avisé que debía irme a La Paz porque ya no podía más sin trabajo. Me contestó que viajara tranquilo, que no me preocupara de dejarla, y entonces le solté la broma: Es que tengo miedo de que salgas a chupar, pero eso sería poco, tengo miedo de que te embaraces. Agitó la mano y me dijo: Ay, este hombre… Fueron las últimas palabras que le escuché.

Recuerdo que volví a velarla dejando mi equipaje en el cuarto sin buen baño, y sin haber recibido aún las llaves de la nueva habitación que había tomado. Llegué y me esperaba la broma póstuma de mi madre. Resulta que había repartido sus joyas entre sus nietas, y yo me enteraba porque quería recuperar mi anillo de promoción, que se lo empeñé hace como cuarenta años, y mi último aro de matrimonio, que se lo di como dos meses antes de su muerte. Salía yo a venderlo y le dije eso. Me preguntó cuánto pediría y le dije que 200. Llevó la mano bajo la almohada y sacó su chauchera, tomó un billete de 200 y me lo compró. El caso es que no había rastros de ambos anillos, pero mi hijo Manuel me confió que mi madre, su abuela, había ahorrado como 1.200 dólares ¡de la módica jubilación que había heredado de mi padre! Y que los había distribuido entre sus nietos. Ahí me enteré de que a mí también me tocó algo. Te dejó 400 dólares, pero me dio el encargo de que te los entregue de 100 en 100. ¡Ese fue su testamento y mi herencia! Coño, le decía al nieto, saltándose una generación, que tuviera cuidado conmigo, porque adivinaba que me iba a gastar los 400 en dos quínolas, como efectivamente lo hice, en el mismo velorio y en el viaje de retorno y en la tremenda farra que me alcé al llegar.

Pasaría una semana y no me había mudado ni conocía mi nueva morada. Fui a verla y quedé espantado: era una cueva excavada en las sombras de una casa vieja. No quise tomarla y preferí aumentar el alquiler para subir a un pisito confortable, con balcón a la avenida, por donde vería pasar a la fauna nocturna y entretenida de Sopocachi durante los próximos seis meses. Pero esa es otra historia.

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