domingo, 27 de septiembre de 2009

RECUERDOS DE ZAVALETA

Pero hablemos ahora de mi viaje a Puerto Rico. Una mañana me hizo llamar el Director de la Unidad de Posgrado de la UNAM, don Julio Labastida Martín del Campo, nada menos. Su hermano, Jaime Labastida, era un poeta conocido. Subí a su oficina con el temor de haber hecho algo indebido, pero fue muy amable: De modo que es usted, me dijo, y luego me comunicó que habían seleccionado un trabajo de semestre mío sobre la cuestión nacional, y habían decidido enviarme a un congreso latinoamericano de Sociología en San Juan, Puerto Rico. Me instruyó que recogiera pasajes y viáticos y eso fue todo. Se imaginarán mi contento.

Durante el viaje comprobé que allí vería a los grandes de la sociología latinoamericana y de otros países, y que sólo éramos dos bolivianos: René Zavaleta y yo; René, un gurú mayor, y yo un estudiante. René me preguntó dónde me iba a alojar y le dije que en un hotelito barato que quedaba como decir en la avenida Aroma, de Cochabamba, o en la Buenos Aires, de La Paz. Él tenía reservada una suite en el hotel donde se celebrarían las reuniones, que era con vista al mar, pero para mi sorpresa decidió venirse conmigo, y así compartimos una pieza con dos camas. Esto desquició el congreso, porque la gente se preguntaba dónde podía ver al maestro Zavaleta, y entonces nuestra humilde pieza se convirtió en un sitio de peregrinación.

Hubo una fiesta en el viejo San Juan, con muchachas bellísimas, pero había una muy joven y muy gordita que, para mi sorpresa, se vino a mí y me llevó a bailar de un jalón mientras me decía al oído que por amor de Dios no la dejara porque había un peruano que la tenía sin vida. Tocaban salsa y era imposible no apechugar con ella, de modo que me rendí a sus ritmos secretos, y entonces sentí algo delicioso: aquella mujer se movía con una cadencia divina, y me figuré que así debieron bambolearse las carabelas de Colón cuando pasaron por esa isla que luego se llamó Puerto Rico. Me la llevé al fuerte colonial, que es emblema de la nación boricua. Para mi sorpresa, la reja estaba abierta y vimos las cuadras con los catres en su sitio pero sin un solo centinela ni tropa ni nadie que vigilara el lugar. Nos recostamos en el césped, de cara a las estrellas y allí traté de hacerle el amor, pero para mi sorpresa no pude penetrarla porque era extremadamente gorda. Sencillamente no pude hacerlo de ninguna manera, pero igual me gané la devoción de la muchacha.

Ya para volver, me fui a un mall y compré juguetes para mis hijos, que tenían diez, ocho y cuatro años. Recuerdo que compré unos cascos de Star Wars para los dos mayores y eso fue motivo de jolgorio al abordar el avión, porque fueron de mano en mano y los más conspicuos sociólogos del continente se disputaban el honor de ponerse a la cabeza juguetes tan alienantes. Por supuesto los animó René Zavaleta, que fue el primero en ponerse el ominoso casco. Esa era la mejor faceta de René: su sentido khesti de la vida, nada ceremonioso y afecto a las cosas sencillas.

Recuerdo que nos invitó a almorzar en homenaje a mi tío Germán, hermano de mi mamá y fundador del MNR, a quien René le tenía visiblemente mucho cariño, pero a tal punto que, luego de varios whiskies conmemorativos y de uno que otro tequila, lo alzó en vilo y dio al menos una vuelta dancística con él, que era petiso pero bastante gordo. René era un hombre sano y fuerte. Allá en el hotel de Puerto Rico me sorprendía cómo hacía flexiones y otros ejercicios matutinos luego de una noche de tremendos rones y amanecida. Pasaron algunos años y un día llegó a Cochabamba para dar una conferencia a la cual no fui. Me contaron que preguntó de mí en vano, porque no lo vi más. Días o semanas después murió. Recuerdo que llamé a México para darle el pésame a su compañera. Cuando me habló me dijo: Habla Alma de Zavaleta, que es como se llama esta noble amiga, pero me sonó como si me hubiera contestado el alma de Zavaleta.


En otra ocasión, me mostró un cuaderno grueso, de tapas negras, donde escribía notas personales y se llamaba Bitácora del exilio, tal vez un proyecto de libro que habría que rescatar. No olvido un apunte de los días posteriores al golpe de Banzer, en 1971. René había huido a Chile. Noche antes de cruzar la frontera, se había refugiado en la casa de un compañero, y lo acompañaba Jorge Ríos Dalenz. Ambos fundarían el MIR en Chile, junto a Jaime Paz Zamora, Antonio Araníbar y otros dirigentes. El apunte que dejó Zavaleta es muy ilustrativo de las tendencias intelectuales de dos generaciones. Dice: “Inicio mi lectura de Althusser mientras Chichi Ríos devora su décimo D’artagnan.” Este último era el nombre de una famosa revista argentina de historietas.

Ya tenía desarrollada la parte fundamental de mi tesis y había cursado todos los créditos cuando me llegó un telegrama con la orden de repatriarme de inmediato. Teníamos una idea de partido que se basaba en la disciplina, de modo que, aun con la opinión adversa de Yolita, retornamos al país. Esto de la disciplina tenía también algo de manipulación. Recuerdo, por ejemplo, que un año después que me hiciera cargo del Canal universitario, me tocó viajar a Chile, a filmar lo que ya dije: los sitios históricos que fueron bolivianos. Al retornar, mi madre me dijo que todos los días me habían llamado de La Paz, de la oficina central de mi partido. Llamé y hablé con uno de los líderes máximos y me dijo que se había reunido un ampliado, porque había llegado una invitación a Londres, para asistir a la conmemoración del centenario de la muerte de Marx, y el ampliado había decidido que yo hiciera la ponencia oficial, pero que nos habíamos atrasado mucho y quizá ya no había tiempo. Le dije que podía empeñarme y trabajar esa noche para enviarle la ponencia en el primer avión del día siguiente, y me aceptó. Yo pensé que tenía el pasaporte al día y que viajar a Londres valía la pena aunque perdiera mi trabajo. Pero el líder me desengañó al decirme que el ampliado también había decidido que viaje él, por eso de hacer contactos y aprovechar para conseguir dinero de la cooperación a las ONGs del partido, algo así. Cosa que yo admití como lo más natural. Así pues, trabajé la ponencia sobre la significación del marxismo y de Marx para nuestra organización hasta muy entrada la noche, y a la madrugada me fui al aeropuerto para enviar el escrito. Apareció Toto Arévalo, el mejor comentarista de fútbol de Bolivia y de otras latitudes, entre ellas México, excepto quizá Buenos Aires, donde son verdaderos maestros, y así el líder pudo viajar y presentar la ponencia. Pues bien, a su retorno hubo otro ampliado al cual asistí, y el líder informó sobre el éxito que había tenido, pues en la memoria oficial de la reunión, publicada en un tabloide, habían destacado entre cientos de ponencias un resumen de la nuestra, que como todos sabían la había escrito el compañero Ramón. Pidió un voto de aplauso y con eso yo me sentí más que satisfecho. Ya habría ocasión de viajar a Londres, fue lo máximo que pensé y la cosa terminó así. A la distancia pienso hasta dónde llegaba la lealtad y dónde comenzaba la manipulación, sobre todo ahora que veo a ese y a otros líderes que se acomodaron muy bien como expertos internacionales, ellos y sus hijos, y abandonaron a su tropa. ¿Dónde se ha visto un general que abandone a su tropa? ¿No vieron la película Gladiador? Nadie tiene derecho de salvarse solo, como me repetía el Pájaro Mérida, frase que se ha convertido en filosofía de mi familia: si alguno de nosotros anda mal, retrocedemos todos para rescatarlo y seguir avanzando juntos. Pero estos líderes se salvaron solos, tienen el puto quivo y les importa un pepino la suerte de su tropa.

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