lunes, 28 de septiembre de 2009

MANÍAS DE DACTILÓGRAFO

Tiempo después, cuando preparaba mi tesis de grado, leí Crisis de la razón dialéctica, de Jean Paul Sastre, y entonces descubrí, si recuerdo bien, que no soy un lector conceptual sino más bien impresionista, pues fijo en la memoria lo que me gusta, más que lo que me hace meramente pensar. Así, no tengo una idea global de ese libro casi ilegible, pero se me quedó grabada una imagen: cuando dice que las obreras que trabajan en la producción en cadena tienen sueños eróticos, y que los obreros que repiten toda la jornada un solo movimiento, durante el sueño repiten inconscientemente el mismo movimiento. Se me quedó grabado porque desde entonces tengo la costumbre de abstraerme leyendo letreros y escribiéndolos mentalmente en dactilografía, pero a tal punto que a veces, con sólo mover los dedos, me doy cuenta de qué letrero leía y qué decía, en especial los números telefónicos. Lo grave es que muchos años después, mi segunda mujer se fatigaba conmigo porque durante el reposo escribía cosas en su espalda. ¡No escribas en mi espalda!, era una de sus protestas características.

Escribía muchas hojas, quizá demasiadas. Ya había nacido mi segundo hijo, Manuel Cruz Rocamadour, que así se llama, y se me acercaba pidiendo mi atención cuando tenía unos tres años. Yo le explicaba que tenía que trabajar, porque si no trabajaba no tendría para comprarle leche ni juguetes. Y el niño decía: Cuando sea grande, voy a ganar harta plata, y movía sus deditos como si escribiera a máquina. Gravísimo error, porque en este oficio no se gana un puto duro, aunque no debería quejarme porque el periodismo me salvó y hasta ahora me mantiene.

En algún momento regresé discretamente a la Facultad, donde procuraba pasar desapercibido, sentado en el último banco y sin hablar. No entiendo cómo nos habían permitido escoger cuantas materias quisiéramos por semestre, que en principio era un régimen de cuatrimestres, y claro, yo escogí todas las que pude, como doce materias por semestre. Recuerdo que, entre otros, José Nogales Nogales tuvo la misma decisión y los alumnos hablaban con sorna de nosotros y nos tildaban de sabios. De ese modo comenzamos a confundirnos con alumnos de un curso superior, entre los cuales había un sólido grupo de fachos, incluido uno de ellos que caminaba con sobaquera, y aunque no mataba una mosca, luego se suicidó con la misma arma con que alardeaba. Esos tipos se rieron de mí en una clase de Derecho Penal, cuando el profesor pidió en clases un ejemplo de alguien sujeto a libertad condicional, y dijeron mi nombre y se rieron. Nada más gráfico para describir mi situación de entonces.

Mis obligaciones me impedían ir a clases y no tenía el menor estímulo para hacerlo, de modo que a fines de cada semestre solía buscar a los profesores para pedirles que me tomaran exámenes parciales y me habilitaran para el examen final. Cierta vez fui a un juzgado en busca de uno de mis profesores a quien no conocía. Vi a un muchacho flaquito en el mostrador y le dije: Oye, ¿cuál es la oficina del doctor? Me señaló la contigua. Le pregunté si podía verlo y me dijo que pasara por la puerta que daba al pasillo. Ingresé a la oficina del juez y vi al mismo muchacho sentado al escritorio. Le digo: ¿Y el doctor? Para mi sorpresa me dijo que era él, y entonces me identifiqué: Doctor, yo soy su alumno en la Facultad de Derecho. Fue cómico y hasta me podía costar un aplazo, pero era un hombre bueno que comprendió mi problema y me tomó exámenes. Todavía lo veo y lo saludo con cariño especial.

Cuando egresé, me di modos para sortear una maniobra ramplona y artera de los alumnos que comandaban el curso, que eran mayores que yo y todos unos fachos. El que los comandaba sugirió en una reunión de curso que la promoción llevara el nombre de Mario Gutiérrez, jefe de la Falange Socialista Boliviana, que por entonces era Canciller del régimen de Banzer (hablo de 1972). En mi desesperación por evitar la maniobra, recordé que poco antes había fallecido el Dr. Lucio Zabalaga, nuestro profesor de Derecho Romano, a quien cariñosamente le dábamos el mote de Lucius Cincius Alimentus, un tratadista romano. Advertí que teníamos una oportunidad de honrar la memoria de tan ilusre profesor, y de ese modo, con ayuda del alma bendita, pude conseguir que mi promoción llevara su nombre.

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