lunes, 28 de septiembre de 2009

ENCOMIO DE YOLITA


A la derecha, Yolita. Yo estoy a su lado y en mis brazos mi hijo Manuel. Adelante, mi hijo Ariel está al centro. Mis papás, mi hermano Enrique, su esposa Alcira, sus hijos.
Pues bien, era un 21 de septiembre, día de la primavera, del amor, del estudiante, y mi madre tenía un compromiso para viajar a Pocona. Yo evité viajar y me quedé solo. Un amigo me invitó a una fiesta y me fui con el ánimo exaltado. Recuerdo que bailé haciendo unas contorsiones tremendas para llamar la atención. Eran tiempos del twist, deoml shake y otros subritmos del rock que yo dominaba porque era ágil y flaco y buen bailarín de temas populares. Había una muchacha ojosita que casualmente era la hija de don Raúl, el personaje que nos había invitado a la fiesta patronal de Pocona, poconeño él. Se llama Yolanda y acabó siendo mi esposa y la madre de mis tres hijos mayores.

Esa misma tarde, mientras la acompañaba a su casa, le di un beso. Recuerdo que me reclamó porque “ni siquiera me había declarado”, pero así fue y entonces iniciamos una relación tormentosa. Ella y yo éramos seres solitarios, náufragos aferrados a una sola tabla, que era nuestra pasión, una pasión posesiva y acosadora, con un ingrediente letal de celos de uno y de otro lado. Pronto conocí el sexo y desde entonces desaté todas mis represiones al punto que no hubo un solo día que no hiciera el amor hasta muy entrado en años. Era una compulsión para mí que no sé si echar la culpa a los rigores del colegio de curas, a la extraña excitación que sentía al estar solo o al temperamento de este bicho que tengo en las piernas, que tenía la mala costumbre de entrometerse en mis amores y sacar tajada, a veces a costa de mis amores. Por lo regular dormía, pero despertaba en cualquier momento de muy mal humor y exigía lo suyo. Las cosas que tuve que hacer para saciarlo se parecen a una esclavitud. Cuando al fin se sosegó, pues ya no es una urgencia, sentí tal alivio que ahora vivo solo y yo diría que disfruto de mi soledad, como ahora, Juan, que hablo solo mientras tú me escuchas sin interrumpirme.

Ocurrió lo que era de suponer. Hacíamos tanto el amor que descubrí el encanto de ir a la matinée y sumergirme en algún baño desierto para hacerlo. Así, ella terminó embarazada y en grave problema. Se lo contó a su mamá y ella reaccionó como era de suponer entonces: ese niño no podía nacer porque ella era muy tierna para casarse. Además, no se atrevía la señora a revelarle a su esposo, don Raúl, semejante tragedia. Él, que era tan estricto y celoso, y su joven hija embarazada nada menos que por un mozalbete, un universitario de primer año entrando al segundo. La señora, que se llamaba Celima, vino a casa y se quejó a mi madre. Recuerdo que le decía en quechua: Pay juchayoj, él tiene la culpa, pero mi madre reaccionó con serenidad, porque siempre les tuvo afecto, y me encaró: Yo no podía perjudicar a esa niña y debía casarme. Para colmo, le avisé a mi padre, pero él era un hombre tan manso que me escuchó y se alegró: ¿Cómo? ¿Iba a ser abuelo? Eso merecía unas cervezas, que agotamos entre ambos. Recuerdo que con él estrené mi primera farra, un domingo que mi madre viajó y nos fuimos a comer un chicharrón a Cabo Cañaveral, luego Cabo Kennedy y hoy Doña Pola. Cuando el mozo preguntó qué íbamos a beber, me desanimó de tomar un refresco y me invitó chicha. Luego se puso a contarme las eternas historias de la guerra, que yo las escuchaba con un color y un interés recién estrenado. Qué buen recuerdo me dejó aquella aventura. Años después fui a Doña Pola a festejar las bodas de plata de mi primera farra.

Hubo todavía una posibilidad de escapar del compromiso: viajé a La Paz a pasar navidad y se lo conté a mi hermano Enrique. Él tenía tal influencia en mí que en gran medida fue mi figura paterna. No lo podía creer. Antes de 1964, cuando todavía gobernaba el MNR y él era asesor jurídico de un ministerio, me había prometido una beca a Génova. No sé por qué allá, pero ya en la secundaria yo estaba seguro de que me iría a estudiar a Génova. Cayó el régimen y ya no hubo ofertas. Sin embargo tomó de inmediato un fajo de billetes y me ofreció un viaje a Lima. Entretanto, él se daría modos para arreglar el asunto.
Volví a Cochabamba y me sorprendió todo lo que había ocurrido: le hablé a mi novia y me dijo que todo estaba arreglado y que su papá había aceptado el matrimonio. La verdad es que temblé, pues un matrimonio temprano no entraba en mis planes ni probablemente en los de ella.
Me contó que su padre andaba merodeando a una mujer, y que doña Celima se había armado de valor para buscarla y pedirle que ella le revelara a don Raúl que su hija estaba embarazada. Luego supe que rugió, que salió de esa casa como un león en busca de su hija, pero ella se había refugiado en casa de una amiga y allí permaneció oculta durante una semana, algo así. Entretanto, el viejo reflexionó y dicen que pedía a gritos que su hija volviera, que iba a aceptar el matrimonio pero no quería perderla. Entonces volvió.
Una noche que fuimos a pedir la mano, vi cómo se ocultaba y doña Celima nos dijo que había salido porque tuvo una urgencia. Yo regresé indignado a mi casa porque ése no era el argumento habitual: nadie me ponía una pistola al pecho, al contrario, parecía que yo estaba exigiendo casarme, y me inquietaba que pensaran que yo era un braguetero, un buscavidas, porque el viejo era de tener: por entonces tenía tres camiones de alto tonelaje y era agricultor. Alguna vez escribí su vida en un cuento que titula El Padrino, cuya suerte la contaré después. Total, que tuvimos que volver a pedir la mano y esta vez las cosas se precipitaron. Mi madre propuso que nos casáramos en Copacabana, en una ceremonia privada, pero don Raúl no lo permitiría: su hija se casaría con una gran fiesta que duraría los tres días consabidos y, si no me equivoco, con orquesta.
El día de la boda, tres compañeras mías de la Facultad espectaron impotentes la ceremonia. Mucho más tarde me contaron que querían intervenir a último momento, pues yo era demasiado joven para casarme; pero todo se consumó. Fue un 31 de enero y mi primogénito nació un 17 de mayo. Lo salvó de la muerte inminente la piedad de mi madre, que era una mujer muy creyente y practicante, y el carácter de mi padre, que amaba la vida y jamás ofendió a nadie.
Un capítulo decisivo ocurrió veinte días después, en mi cumpleaños, que cae el 20 de febrero. Todavía vivíamos en el pequeño departamento de mi tío Jorge, en la Villa Galindo, que ya dije que parecía un gallinero. Allí vino el suegro con una buena provisión de comida y chicha y nos pegamos una farra. En algún momento se enterneció, como era su costumbre cuando bebía, y me ofreció ayuda para que saliera adelante. Para qué lo diría, porque yo era, o me creía, un furioso comunista; desde el primer día asistí a la Facultad de Derecho armado con un tomo u otro de las Obras Escogidas de Marx u otros libros de la Academia de Ciencias de la URSS, que leía obsesivamente, acaso como venganza de los años de ayuno en el colegio. De modo que le dije que jamás iba a aceptar un solo centavo de una persona que explotaba a los campesinos, y que si había una revolución, me ocuparía de intervenir sus propiedades para socializarlas. Textual. Don Raúl me miró en silencio y cumplió su promesa, porque nunca en quince años nos ayudó con nada y estableció una marcada diferencia de trato entre sus dos hijos, que fueron criados como príncipes, y su hija, mi mujer. A ellos los vestía en Cole Parker, una tienda de ropa americana y cara, y a ella le daba unos pesos para que se comprara una telita y la llevara a doña María, la costurera, que le confeccionaba vestidos. Sin embargo, años más tarde me salvó de una, y muy grave, hay que ser justos, aunque tal vez lo hizo a ruego de mi mujer, que fue una mujer heroica en los peores días de persecución y exilio.

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