domingo, 27 de septiembre de 2009

Mi hijo Ramontzin



Ramontzin cuando se iniciaba en la guitarra, junto al músico cubano Eduardo Martín

Mi hijo menor (¿dije que tengo hijos? Son cinco, pero ninguno vive conmigo) estudia en el colegio. Un día el profesor leyó el artículo que publiqué sobre la frase de González Bravo y naturalmente le preguntó a mi hijo qué cartel tenía yo frente a la computadora y qué decía. Mi hijo recordó que dice Hay tiempo y el profesor preguntó qué más había en mi cuarto. Mi hijo recordó que un Dumbo gigante pintado en la pared (producto del jardín de niños), y el buen maestro se dio a especular sobre las intenciones ocultas de ese elefante volador, bicho pesado, de hecho el que tiene con más énfasis los pies en la tierra y sin embargo vuela, y se largó otra perorata sobre el arte de volar, o de vivir volando. Tiempo y vuelo, grandes temas para 45 minutos de clase.

¿Habrá tiempo? Es mejor no sentirlo, como es mejor no sentir la respiración. Cuando uno toma consciencia de que respira, se angustia de inmediato y trata de olvidarlo, igual que cuando uno toma conciencia del paso del tiempo.

A ratos extraño una pareja junto a mí. ¿Por qué me dejaron? Evidentemente por mi condición de nómada. Las mujeres son sedentarias, inventaron la agricultura, la domesticación de animales, el erotismo, la cocina, el vestido, los abalorios, todo lo que hace dulce y llevadera la existencia. En cambio los hombres cojudos inventaron la guerra, el poder, la caza, el dinero, la pesca, las armas… Las mujeres, cosas vitales; los hombres, cosas de muerte. División del trabajo. ¿Cómo sería el primer free lance? Un puente entre el nómada y el sedentario, entre la cueva y la intemperie. Quizá un día se quedó dormido y despertó espantado porque los hombres de su tribu se hacían matar allá lejos con un gigantesco mamut hundido a medias en el lodo, y las mujeres habían salido a sus labores mientras él descabezaba un sueño mañanero. Probablemente se puso a cocinar y al retorno de los hombres de la tribu los sorprendió con un platillo de su invención que las propias mujeres elogiaron. Así inventaría la primera fonda, el primer figón, ya que no el primer restaurante porque no tendría platos a la carta.

Juá. La cueva y la intemperie. Quizá la vida se reduce a una dialéctica entre esos dos momentos existenciales: uno está en la cueva y extraña la intemperie; uno sale a la intemperie y extraña su cueva. Es esa sensación de no estar del todo, de extrañar lo ausente, lo que nos jode. Habría que estar contento y a plenitud en la cueva como también estar contento y en plenitud a la intemperie. Pero no tenemos remedio: por eso los cretinos que se sientan contigo en un restaurante, tan pronto como sienten ese no estar del todo toman sus celulares y llaman a otra gente porque quieren huir o estar en otra parte.

La cueva. Hoy trato de rescatar la memoria de mis cuevas y conté 69. Lo que jamás podré precisar es la memoria de mis intemperies, o más bien, de esos estados de ánimo de no estar en mi cueva, o de andar rebotando entre varias cuevas.

Cierro los ojos y me veo a mí mismo cargando una bolsa de traslado. Alguna vez pensé que si existe la eternidad se limita a que uno repita incesantemente el acto más importante de su vida. Así el héroe sube una y otra vez al cadalso y dice su frase histórica; y Otelo asesina a Desdémona, y Ulises mata a los pretendientes del trono de Ítaca y de su mujer, y a Tupac Amaru lo descuartizan cuatro caballos. Toy seguro de que yo me trasladaré por toda la eternidad. Mudanza: he ahí la danza de mi destino. Ya me imagino tomando un departamentito en el cielo, para trasladarme luego al limbo y pasar enseguida una temporada en el infierno. Llevando en todo momento mis libros como la roca de Sísifo, como una maldición de los dioses que no merece redención.

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