lunes, 28 de septiembre de 2009

NUEVA HIPÓTESIS SOBRE LA MUERTE DE SIXTO

En 1981, mi padre me visitó en el exilio, en México. No bien llegó me di cuenta de que la edad había hecho estragos en él. No salió más de mi departamento y al mes le dio una embolia y horas después murió en el Hospital General. Aquello me afectó mucho. Lo visitaba continuamente en el Panteón de Dolores y me llevaba un six pack de cerveza y de tanto en tanto le echaba un chorrito allí en el suelo, donde tenía su tumba. Pudimos enterrarlo en ese Panteón histórico, de privilegio, gracias a las gestiones de Mario Guzmán Galarza, un boliviano de lujo que fue embajador, exiliado después de 1964 y muy allegado a gente influyente del PRI, el partido de gobierno. Así consiguió que los restos de mi padre descansaran en ese Panteón histórico donde fueron enterrados Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Jorge Negrete, todos los presidentes revolucionarios y muchos personajes, como Amado Nervo. En Dolores habían enterrados sólo dos bolivianos: mi padre y el general Juan José Torres, asesinado en Buenos Aires en ejecución de la Operación Cóndor.
En 1982, para retornar al país, hice trámites para cremar sus restos y sufrí peripecias sin cuento. Para empezar, el día indicado no fueron los sepultureros y tuve que cavar la zanja junto al chofer de la funeraria de barrio que contraté con ese propósito. Sacamos el cajón y llevamos los restos a un foso recubierto de mármol, donde tenía que hacer cola para ser cremado. Cada mañana iba yo, lo veía por una compuerta en el piso, allí al fondo, y le daba una mordida al panteonero para que le hiciera avanzar unos puestos. Su rostro estaba intacto, según lo recuerdo. Únicamente tenía un polvillo como de azufre en la frente. Una mañana fui y ya lo habían cremado. Apenas pude reconocer, en el montón de ceniza, un fierro que le pusieron en la tibia cierta vez que se fracturó.
Pero la anécdota central ocurrió cuando sacamos su cadáver. El chofer de la funeraria notó que me había afectado y compró un brandy en una botillería. Así regresamos a Tlalpan, donde vivía, en viaje de una hora que cumplimos bebiendo el brandy. Le pregunté al chofer sobre su oficio y me dijo que lo fuerte estaba en llevar cadáveres a la provincia. Que llevarlos legalmente era muy caro, por las contribuciones municipales y de sanidad, pero que él los llevaba sentados en el carro como si estuvieran vivos. Nada más que había que esperar que el carro se llenara, porque si no costaba muy caro. Así viajaba, siempre de noche, con cuatro siniestros pasajeros en el asiento de atrás y dos adelante. Le pregunté si no tenía miedo y me dijo: Pos miedo de qué, si están muertos. Además te escuchan tus penas calladitos, no te interrumpen, y cuando más se te vienen encima en alguna curva y entonces les dices: Ya échate pa’llá cabrón, y vuelven a su sitio, y no molestan. Sospecho que la policía en las trancas conocía muy bien el negocio, y no es que el chofer los engañaba, sino que les pagaba cumplidamente su mordida.
Un día, mi hijo Manuel, que tenía como 9 años, me hizo un comentario: Por qué no viviremos al revés, o sea, nacemos viejos y morimos niños. Lo miré con ojos desmesurados y corrí a encerrarme en una habitación, a escribir la historia de mi padre, que se me había quedado atorada por más esfuerzos que hacía. Así escribí un cuento que titula Nueva hipótesis sobre la muerte de Sixto, que luego se publicó en la década del 80. Lo curioso es que se parece mucho a la película El extraño caso de Benjamín Button, película del 2008, pero basada en un cuento de Scott Fitzsgerald, escrito, creo, en los 30. Nadie plagió a nadie; únicamente tomamos el mismo tema y lo solucionamos de manera distinta. A continuación, el cuento que escribí.

NUEVA HIPOTESIS
SOBRE LA MUERTE DE SIXTO

Al amanecer del 28 de febrero de 1981, quedé a solas con el cadáver de mi padre. Allí, en la sala cubierta de flores, a la luz temblorosa de los cirios, la ligera sonrisa de paz de Sixto y mi desesperado afán de revivirlo, sabiendo que la memoria es la inmortalidad de los seres queridos.

De pronto se recortaron en el vano de la puerta el compadre Quinteros y el Manapuede, que oficiaban de sepultureros.

--No nos dió mucho trabajo el coronel --dijo el Manapuede--. A las cinco terminamos de cavar la tumba, tomamos el ataúd y lo trajimos.

-- ¿Tardará mucho en recobrarse? --pregunté.

Se acercaron al féretro, examinaron el rostro de Sixto, murmuraron un par de conjeturas y se sentaron frente a mí.

-- En un par de horas tendremos novedades --dijo el compadre Quinteros.

Compartimos unos tragos de singani y acabamos sumidos en una modorra imprecisa, en la cual flotábamos como figuras desdibujadas por la niebla. Yo repetía en sordina ciertos pasajes que escribí años atrás sobre unos ceibos de mi valle que se achicaban, perdían grosor y flores, decrecían a la condición sucesiva de árbol joven, arbusto, almácigo, semilla, nada... y sólo quedaba el torrente del río en su eterno fluír, en su constante cosecha de recuerdos. Río de la memoria, río del tiempo, río eterno.

Me levanté para mirar el rostro de Sixto y lo primero que noté es que había cambiado la sonrisa por un tenue gesto de angustia. El Manapuede me apartó con suavidad y abrió los párpados de mi muerto. Me desconsolaron los iris mustios y ya meneaba la cabeza pensando en que todo era inútil, cuando Quinteros pidió atención. En efecto, había como el atisbo de un ritmo interior que estremecía imperceptiblemente esos ojos, y de pronto, como una crisálida que se desperezara, los iris comenzaron a inflarse y a recuperar brillo. Ante la mirada satisfecha del Manapuede, Sixto exhaló el primer suspiro.

Lo tomamos de brazos y pies y volamos a la clínica. Cruzamos un pasillo estrecho como un esófago, capturamos una camilla con ruedas, nos precipitamos a la sala de emergencia y antes que pudiéramos explicar nada a la azorada enfermera, el Manapuede aplicó el tubo de oxígeno al cuerpo exánime de Sixto, y Quinteros, que había sido barchilón durante la guerra del Chaco, aprontó el equipo de suero intravenoso y ahora sí urgió a la enfermera que se alistara para una transfusión.

Con el lento fluír de la sangre por la vena conductora que me unía a su cuerpo, sentí que, casi imperceptiblemente, Sixto recobraba el resuello y hacía movimientos leves como tics nerviosos. El proceso sería largo y el Manapuede consultaba con el médico interno sobre la penosa contusión que Sixto tenía en el costado. Viejo curandero de la Villa Montenegro, el Manapuede se resistía a la opinión del médico bisoño que meneaba la cabeza a cada frase, y hurgando en el bolsillo de la chamarra, sacaba una bolsa de hojas de coca y preparaba un emplasto en el mortero. Dos costillas rotas, pero sobre todo la conmoción del golpe: tal el diagnóstico del médico, pero el Manapuede sonreía mirándome con sus ojillos de comadreja y me ofrecía un pijcho y un tabaco negro para nutrir la paciencia.

La recuperación duró algo más de una semana. Era el amanecer de un sábado, Quinteros, el Manapuede y un servidor en la pieza 305 del hospital, bebiendo a hurtadillas del pico de una botella de singani, fumando y pijchando coca, cuando Sixto se incorporó en el lecho, como si retornara de un mundo agitado, y dijo:

--Escuchen. Ya no suenan los disparos.

A esa hora, efectivamente, un silencio espeso y adormecedor se desplomaba sobre el hospital.

--Ya no hay disparos. ¿No escuchan? ¡Ha terminado la guerra!

De ese modo supimos que Sixto cruzó el umbral de la vida y que nos acompañaría un trecho por los vericuetos de este mundo.

Lo dieron de alta al día siguiente y lo llevamos de retorno a la casita de Villa Montenegro. Sixto inspeccionaba con ojos llorosos ese universo que debía resultarle peculiar, y escuchaba, desde el dormitorio, desnudo y en reposo, murmullos regulares, caseros: sonaban los trastes de la cocina, la voz de Carmelita llamando a perros y gatos, pronunciando sus nombres con ternura, imitando el maullido de la Chungarita, el ladrido seco de Borges, y echando a correr el agua del grifo. Y por las noches, acechaba los rezos de mi madre a la enorme Santa Rita, a San Judas Tadeo y el Corazón de Jesús puestos de pie en el altar, con las canicas de sus ojos fijas en el patio, como si escucharan los rumores secretos de la huerta. Cada casa tiene sus propios murmullos y Sixto aprendió a reubicar los de su propia morada.

Una noche, Sixto se levantó del lecho con la vena de la frente hinchada y los ojos brillantes. A Carmelita no le costó comprobar por esos signos que su marido había descubierto la guitarra y quería tocar una cueca. De algún recoveco de la memoria le salían parrafones sueltos, versos mal amañados, quimbas soñolientas. ¿Cuántas cosas contenía su memoria y de cuántas se acordaba? ¿Por qué le resultaba conocido ese militar joven del retrato oval y ese otro vestido de novio junto a una mujer que no podía ser otra que Carmelita, pero tan joven, tan indefensa?

Adiós me dijo mi negra,
no me dijo nada más,
pobre mi negra querida,
se fue para no volver...

Su mano izquierda buscó la cachimba y su derecha la bolsita de tabaco. Pero ahora no sentía al alcance de la mano nada de eso y, un poco por memoria del tacto, revolvió los cuatro cajones del peinador y los seis del escritorio y en el último encontró la cachimba y el tabaco. Llenó con manos acostumbradas la boca enhollinada de la cachimba y mientras taqueaba el tabaco con el pulgar, se sorprendió viéndose en el espejo. Desorbitó los ojos, desvió la mirada, pero poco a poco comenzó a contemplarse minuciosamente: esos ojos cansados, esas cejas pobladas, esa nariz combada y chueca y esas canas... Se abrió la camisa y las yemas de sus dedos descendieron al moretón del costado. Sigilosamente se desnudó, doblando cada prenda y acomodándola en la silla, de cara al espejo. Eso era él, ese cuerpo macilento y viejo, y ese miembro fláccido y esas cicatrices de la guerra, y esa boca sin dientes. Pero sus ojos brillaban y los labios se le iban distendiendo en una risilla alegre, cómplice, amiga de sí misma. Tomó la cachimba, encendió el tabaco y aspirando una buena bocanada ensartó en su imagen una argolla maciza de humo.

Todo conocimiento,
es sólo olvido.

Bajo los cuidados solícitos de Carmelita, mi madre, que le renovaba el emplasto de hojas de coca en la contusión del costado, un buen día Sixto se bañó solo, con tutuma, como camba, para no mojar los cardenales que le dejó el golpe; vistió traje oscuro y corbata y se fue a dar su primer paseo matinal por la ciudad. Carmelita lo despidió en la puerta y se persignó tres veces con una inocultable aprensión.

No se equivocaba en sus angustias, porque no bien llegó al río Rocha y se animó a cruzarlo saltando sobre las piedras, resbaló y se fue de bruces sobre la saltana más rotunda y filosa y se golpeó justamente el costado adolorido.

Pero cuenta el compadre Quinteros que corrió a auxiliarlo y lo vio levantarse sin ayuda y con una expresión de alborozo, porque luego se abrió el chaleco y la camisa, y el enorme cardenal había desaparecido por completo.

--¡Quinteros, hijo! Tú eres testigo. ¡Estoy completamente sano!

Carmelita ya sabía en qué paraban estas epifanías. Los vecinos de Villa Montenegro amaban a Sixto, porque no se distinguía, según resumió alguna vez Quinteros. En efecto, más tardó en levantarse de la caída con el costado intacto, que tomar del brazo a Quinteros y encaminarse a la casa del Chingolo, para darle la noticia al Manapuede, porque ese sí que era un motivo para mandar por un buen balde de chicha de Las Palomitas y libar dulcemente sentado en un poyo de adobe, de espaldas a la humilde choza, bajo la sombra de una higuera y contemplando los hilos de agua del río.

Bella ocasión para desenfundar la vieja guitarra construída por el propio Chingolo en el frente de batalla, y recordar juntos la sed y la quemadura de la arena que los redujo durante tres años a la condición de lagartijas.

Si aún queda llanto en tus ojos
para llorar mi partida,
no llores mientras la vida
cede un minuto al amor.

Ese minuto de vida
a la orilla de la muerte,
tiene el encanto de verte,
resignada ante el dolor.

Llorarás cuando mañana
ya nadie de mí se acuerde
porque del infierno verde,
sólo Dios se acordará


--¿Te acuerdas de Melitón Brito? --rememoraba Sixto--. ¿El que mucho después lo mataron en Caquena? Ese fue el hombre que me hizo imposible la vida.

--No recuerdes cosas tristes, mi coronel --decía el Chingolo, que había sido su asistente durante la guerra.

--Ya me tenía ojeriza en el Colegio Militar --continuaba Sixto--. No me dejaba en paz. Un día, cuando formábamos en el patio, desenvainó el sable para darme un planazo, pero no esperé a que me golpeara. Le di un puñete y el sable voló por los aires. "¡El sable se hizo para defender a la Patria, no para vejar a los cadetes!", le dije en su cara. Y luego me encerré yo mismo en el calabozo. Pero todas las noches levantaba una hoja de calamina, y me chorreaba a ver a mi madre. Al amanecer volvía con una buena ración de queso y tostado de maíz, porque me tenían a pan y agua.

--En la guerra nos jodía más que el enemigo --recordó el Chingolo--. Como él no combatía en el frente, cada vez que inspeccionaba la línea, repartía un rosario de castigos.

--¿Recuerdas, Chingolo, la llegada de las carretas? --se ponía nostalgioso mi padre--. Venían detrás del habilitado que nos pagaba los sueldos. Pero como nadie tenía la vida comprada, yo me gastaba todo el dinero en alcohol, cigarrillos y coca. Y luego, por las noches, llamaba escuadra por escuadra a mi tropa, y les daba su ración.

--Me acuerdo clarito --estimulaba el Chingolo--. ¿Pero cuánto duraba la alegría?

--A veces intercambiábamos coplas con los pilas. Coplas y maldiciones, pero a esas horas de la noche no había odios. Parecía únicamente que ellos eran de otro regimiento del mismo ejército, y que cruzábamos bravatas y bromas como en un partido de fútbol.

--Un seis de agosto, hasta tomamos caña paraguaya ¿no, mi coronel?

--Esa sí que fue buena --rió Sixto--. A fines de julio parlamentamos con el enemigo, a espaldas del comando, porque esos viejos cojudos no entendían nada de la guerra. Y es que por las noches yo cantaba ¿recuerdas, Chingolo? Y había un teniente Galeano, que me respondía. Al principio coplas duras, pero luego guaranias dulces y nostalgiosas.

--Pero si yo te acompañé, mi coronel, ¿no te acuerdas? Una noche lo citaste: "Galeano, a que no te atreves a visitarnos". Y el pila contestó: "¿Y por qué no vienes tú?" Era un desafío de caballeros.

--Lo recuerdo como si lo viviera ahorita: creo que nos levantamos juntos de la trinchera y nos encontramos en el pajonal. Nadie disparó un solo tiro. Galeano era casi un niño, los ojos claros le brillaron cuando le ofrecí un cigarro y le di fuego. Sacó de su alforja una botella de caña...

--...Y yo le llevé una de alcohol, pero del mejorcito.

--Y al día siguiente, ¡meta bala, carajo! --resumió Sixto.

Quinteros era muy joven para haber ido a la guerra, pero le refulgían los ojos, y el Manapuede, que era omiso, como bien decía su nombre, se encargaba de escanciar la chicha mientras su mujer afilaba el cuchillo para matar unos conejos.








--Pero ahí vino Brito. Alguien le chismearía, porque su propósito era darme de baja --se amargó Sixto--. Me llamó la atención y ahí sí que perdí los estribos. Saqué la pistola y le dije: "Mi coronel, mida los pasos si es hombre". Y como no quiso medirse, le dije: "¡Usted es el anhidrido carbónico que envenena mi vida!"

La mujer del Manapuede cocinó una chanka como sólo la saben preparar las mujeres humildes: conejos como húsares, engalanados con charreteras de cebolla verde y condecoraciones de habas tiernas sobre una montaña de papas blancas y bajo el intenso aroma de la llajua de locoto mezclado con suico y quilquiña. Pero los ojos de Sixto recordaban, acuosos, la silueta de Carmelita en el año que estalló la guerra, y luego de apurar una tutuma de chicha sobre las presas de conejo, pretextó la hora y tomó el camino de retorno.

Le preocupaba el mal humor de Carmelita, que a esas alturas ya estaría enterada de la francachela en casa del Chingolo, "bebiendo con un vago, un curandero y un zapatero", como solía quejarse porque, era cierto, a la hora de la amistad, Sixto no distinguía jerarquías. Pero allí, en el fondo de sí mismo, lo esperaba una mujer joven y risueña, unos ojos zainos y sombreados por espesas cejas. Carmelita lo miraba desde la tribuna de honor erigida en la avenida Villazón de la ciudad de La Paz, y Sixto hacía caracolear su caballo, penacho al viento sobre yelmo de cobre, cabalgando desde la avenida sombreada de sauces que conducía a Obrajes, hasta la puerta del Colegio Militar donde el Presidente Salamanca saludaba a los jóvenes oficiales y cadetes en el desfile del 6 de agosto de 1931, un año antes de la guerra.

Carmelita era casi una niña, pero llevaba su preñez con dignidad y dulzura, del brazo de Conchita, su madre, comprensiva por ráfagas del entusiasmo de la hija por el teniente de caballería que la conoció en traje blanco de marinera, cuando salía del Colegio Inglés Católico del brazo de su prima Juanita, y le urgió casarse con ella como si le quitaran el aire que respiraba.

Sixto paseaba gallardo sobre sus botas de caña alta y enfundado en el uniforme prusiano que había impuesto al ejército el general Hans Kundt. Caminaba por la Alameda, rumbo a la antigua calle Recreo, del brazo de Carmelita, saludando con la diestra en la visera al General Peñaranda que lo felicitaba por tener una esposa tan joven y tan guapa.

Y cuando retornaba de la calle Recreo, donde había dejado a Carmelita, y ascendía la calle Oruro, Sixto ya no era el gallardo teniente, era un muchacho de pantalón corto, con una bolsa de arpillera donde llevaba seis botellas de Soda Water. Antes de llegar a la esquina, se colaba por la puerta de la caballeriza, y allí dentro, en la herrería, veía el torso de José, su padre, lágrima de perla en la corbata, ligas de seda suspendiéndole las mangas, casimir inglés en el amplio pantalón y botas de fina cabritilla compradas en Buenos Aires.

El de la herrería, donde Sixto torneaba sus propios juguetes, era un ambiente febril: la boca del horno diseminaba vaharadas de calor, mientras los herreros, combo en mano, moldeaban las verjas y ventanas de las quintas de Sopocachi y Obrajes. José, su padre, daba las últimas instrucciones y caballero en yegua tordilla, desde su altura, saludaba a Sixto con el fuete y salía a pasear por las empedradas calles del barrio de San Pedro, para inspeccionar el enverjado de la Plaza de Obrajes, que llevaría por siglos su anagrama.

Sixto apenas podía con el peso de la bolsa cuando Vicenta, su madre, lo alzaba en brazos y le urgía a beber leche hervida con cacao virgen del Beni, para que creciera fuerte como su padre.

A la mañana siguiente, pero en una cuenta del tiempo imposible de precisar, llegaba José R. Rocha, el abuelo coronel de ingenieros, enfundado en el uniforme francés de principios de siglo, y sin quitarse el quepis lo conducía de la mano por la antigua calle Chirinos, y ya en la Plaza de Armas, desde la torre de Loreto y luego desde la pila de berenguela, le mostraba al General José Manuel Pando los mejores ángulos y perspectivas de la Catedral que no terminaba de erigir un ejército de albañiles, en ese terreno expuesto a tantas vicisitudes que en tiempos de Melgarejo fue destinado a caballeriza del palacio contiguo.

El abuelo coronel de ingenieros recordaba al general Pando, su dilecto amigo, que gracias a un donativo personal que le entregó el Presidente Aniceto Arce, él pudo preparar nuevos planos que fueron visados por el Conde Francisco Vespignani, arquitecto del Vaticano, cuando fue portador de ellos el obispo Bosque. E insistía en averiguar dónde habían parado los cuarenta mil bolivianos del impuesto a la coca que el Presidente Alonso destinó a la terminación del edificio neoclásico.

Sixto escuchaba las palabras del abuelo como si viera pasar cometas, y entonces Pando decía, riendo, que el día que se terminaran de erigir las torres de la Catedral, sería el fin del mundo, según pronosticaban las beatas que rezaban el triduo en La Merced.

La vida para entonces era una sucesión amable de arrumacos y golosinas. Sixto perdía la noción lineal de las horas y se restituía a la sucesión circular de las noches alumbradas por el calor de la madre y los días deslumbrados por la imagen ecuestre del padre.

Reviviendo esos paseos, Sixto se dejó ganar por la ciudad. Su memoria no le abastecía para ordenar los rincones donde sus ojos extrañaban el esqueleto mondado de esos enormes edificios que habitaban su memoria como una pálida reminiscencia de otros mundos; ni para recomponer la imagen de esos monoblocks cuya presencia por encima de las quintas solariegas todavía no se sospechaba.

La Paz era una ciudad dominada por la presencia omnímoda del paisaje: un cráter infinito que ofrecía a sus ojos reconocedores cada pulgada de greda, cada pino, cada hilera de adoquines, cada piedra labrada de los templos; calles casi desiertas y paredes y puertas desoladas, sin el torbellino de cholos
encorbatados de los ministerios.

Al bajar a Obrajes, sus labios repetían el nombre del río que corría paralelo al camino: Orkojahuira, Orkojahuira...y sus ojos se abismaban en esa cordillera gótica que alzaba sus agujas terrosas y cárdenas al cielo como una plegaria; y en esa catedral lejana y sombría que su padre señalaba con el dedo repitiendo su nombre, la Muela del Diablo; y muy cerca de La Muela, la esfinge de nieve y triple joroba que acechaba la ciudad mirándola de soslayo.

El camino ondeaba sobre sí mismo como un látigo, y penetraba, más que en Obrajes, en los años inaugurales de Sixto.

A mediados de 1902, Sixto se tambaleó y cayó de bruces. Vicenta lo encontró llorando y creyó que era por el pañal mojado y las escaldaduras. Muy dada a las tradiciones aymaras, le calzó bayeta de la tierra, franela blanca y cabezal, y lo fajó como una huminta. Así envuelto, entre cólicos y diarreas, berridos y largos sueños, al paso de los meses se fue convirtiendo en un pequeño trozo de vida prendido de boca al pecho materno. Su alma se perdía a veces en estas exploraciones y Vicenta convocaba al yatiri para que tomara la bayeta mojada en orines, corriera al río y convocara el ajayu del niño y lo llevara, sacudiendo el trapo, de vuelta a su cuerpo.

Sixto entreveía que el fruto vuelve al carozo, y el río a la nuez, y que el hombre camina en pos de su origen. Bebiendo el suero de las ubres de Vicenta, sentía írsele la memoria como si bebiera las aguas del Leteo. Sabía esa palabra y en las noches, mientras Vicenta y José dormían, quería pronunciarla y de su garganta sólo brotaban quejidos que despertaban a su madre y convocaban para sus pequeños labios el licor de la vaga remembranza, del olvido.

En abril de 1901, se le cerraron los ojos y como lloraba mucho y dormía poco, fue visto por la laika, que aparte de bruja, oficiaba de comadrona. Alguien ayudó calentando agua y Sixto fue desnudado y bañado enérgicamente. Tres, cuatro, diez huevos crudos formaron el caldo con el que la laika frotó el cuerpecito del niño. A poco, Sixto comenzó a cubrirse de sangre y a untarse con una sustancia viscosa. De su ombligo emergió un largo cordón azulado. La laika no esperó más para izarlo de los pies y azotarle las nalgas, en esa hora del parto, la hora más rotunda de la vida, cuando estalla el reloj poblado de un niño sonoro.

Eran las siete de la mañana del 6 de abril de 1901. Vicenta yacía sudorosa y pierniabierta cuando la laika comenzó a incrustar a Sixto en la boca del vientre materno, primero los pies, luego el cuerpo, luego la cabeza, mientras Vicenta prorrumpía en alaridos, convulsiones, quejidos, leves retortijones y al final molestias pasajeras. Al cabo logró incorporarse y no mostró señal alguna de dolor, pero tenía tenso el vientre y lleno como una calabaza.

Con los meses, la hinchazón fue desapareciendo del vientre de Vicenta. Si al principio le deparó entuertos y acomodamientos, poco después no fue mucho más que un latido. Y cuando apenas fue una nuez, Vicenta perdió el apetito, tuvo mareos y antojos, y las náuseas en estómago vacío le obligaron a usar el bacín de porcelana con alguna frecuencia. Pero acabó por no sentir sino un ligero desasosiego.

Y cuando sospechó que la hinchazón era efectivamente sólo un latido, sintió un estremecimiento de gozo un amanecer en que José, su marido, el que velaba con el torso desnudo los trabajos de la herrería y cabalgaba los domingos en su mejor tordillo, volvióse en el lecho, izó el largo camisón de Vicenta y la penetró casi entre sueños.



FIN

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