domingo, 27 de septiembre de 2009

UNA CONJURA POLICIAL



El Ojo junto a René Zavaleta Mercado en el fuerte de San Juan, Puerto Rico. La foto no tiene nada que ver con esta historia, pero la pongo para que no se pierda.
Era casi la medianoche cuando ella despertó asustada porque yo dormía a su lado. Me dijo que por nada del mundo podía quedarme en su lecho y me urgió a que me fuera. Permanecimos en su casa después de un copioso almuerzo y allí bebimos buen whisky. Lo que vino después fue seguramente consecuencia de la embriaguez compartida, porque en sana razón ella no hubiera cedido a mis impulsos. Pero la cosa estaba consumada y yo pedía, por capricho, que me permitiera dormir hasta el amanecer, y ella se resistía. Recuerdo que busqué los restos del whisky, que me los bebí de la botella, en un trago largo y suicida, que me vestí y tomé un taxi para irme a casa.

De pronto recordé que era la última noche de La Guadalupana y le pedí que torciera el rumbo. Era noche de viernes y quizá de luna llena, porque los jóvenes habían invadido El Prado y se los veía como desquiciados. La Guadalupana era una cantina mexicana muy reducida y repleta de gente, pero a tal punto que no pude acercarme al mostrador. Un buena amigo me invitó cerveza en su vaso, la bebí de golpe y entonces comenzó la cosa. Fue un rumor de alarma y un súbito escozor en los ojos, señal de que nos habían echado gas lacrimógeno en spray. Salió la gente en estampida y entonces vino la segunda sorpresa: llegó mi hija quejándose de que un policía le había echado gas en el rostro. El motivo era alarmante: en ese momento bajaba mi hijo de su furgoneta y los policías lo agredieron. “lo patearon en el piso y se lo llevaron”, según me contó una amiga de mi hija. Usualmente los jóvenes se reunían en la puerta de La Guadalupana y allí afuera consumían bebidas alcohólicas. Esto porque no se les permitía el ingreso ni su bolsillo daba para otra cosa que comprar bebidas adulteradas en las licorerías. Un grupo de policías de élite llegó en motos patrulleras e inició el operativo para dispersarlos; alguno de ellos roció con spray lacrimógeno el interior de La Guadalupana y provocó la dispersión de los clientes. Los jóvenes callejeros ganaron la esquina de la calle La Paz y se ampararon en la oscurana. Era demasiado. Entonces vi una camioneta de la policía estacionada del otro lado de la avenida, en la puerta del Banco de Crédito, y corrí a reclamar por mi hijo. Me siguió el dueño de La Guadalupana, que es mi otro hijo y, naturalmente, no reclamé como si jugara qué quería, Su Señoría, mandandirumdirumdán, sino que reclamé muy airado por mi hijo. El oficial a cargo me tomó de la camisa y ayudado por sus jenízaros me condujeron a la camioneta, donde encontré a mi hijo.
Momentos después nos condujeron a los tres a la policía. Llegamos e intenté escapar pero me redujeron muy pronto y acabamos hacinados en una celda. Media hora después nos sacaron de allí para los interrogatorios.

Se trataba de una batida. En las oficinas había como medio centenar de jóvenes y, entre ellos, el único viejo, como si yo fuera el profesor y ellos mis alumnos. Los interrogaban y los largaban, y así pasaron las horas y a nosotros nada, no nos llamaban. Por fin llegó una mujer fiscal y me llamó a declarar. Entonces me llevé la sorpresa: me dijo que mi caso la había demorado porque tenía una acusación por intento de homicidio contra un coronel que se hallaba en estado de coma con 32 puntos en la cabeza. Yo se la había partido con un ladrillo o una piedra, según constaba en el certificado oficial de la policía de élite.

No nos pusieron en libertad porque mis hijos aparecían como cómplices; al contrario, nos prontuariaron y entonces me tomaron una fotografía de frente y de perfil que quisiera recuperar, porque decía mi nombre, y como alias mi seudónimo Ojo de Vidrio. Eso y el número de expediente del prontuario.

Pasó el sábado sin que nadie nos diera noticia de nuestra suerte, pero por la tarde reconocí a un amigo penalista y le pedí que me defendiera. Pasamos sábado y domingo encerrados, y el lunes a primera hora nos llevaron al juzgado, a la audiencia de medidas cautelares. La víctima no se presentó, según decía el fiscal por su delicado estado de salud. Al final a mis hijos los soltaron sin garantías y a mí me obligaron a permanecer en la ciudad y a firmar una vez por semana un libro en la Fiscalía.

Al día siguiente visité a mi abogado y recibí una tercera sorpresa: la víctima había tomado otro abogado, y éste se había comunicado con el mío para decirle que el asunto era muy serio, pero que se podía arreglar con unos diez mil dólares. Salí contrito de esa oficina cuando sonó mi celular. Me habló un tercer abogado. Me dijo que pedirme diez mil dólares era inadmisible, que tuviera cuidado con ese abogado extorsionador porque estaba prevenido contra mí, y que en todo caso él podía arreglar las cosas por cinco mil dólares. Le pregunté qué debía hacer para concretar el arreglo y me citó esa misma tarde para hablar con “su cliente”. Fui a las cuatro a su bufete y entonces apareció la víctima. Era un hombre corpulento, con cara de hombre manso, que me llevaba como quince centímetros de estatura. Debo decir que estando encerrado pedí que me condujeran al Hospital para verlo y preguntarle si necesitaba algo. Fui y lo vi con la cabeza completamente vendada y en estado de reposo que no le impedía hablar, porque me recomendó que hablara con su abogado. Así le había recomendado su comandante. No parecía estar en estado de coma, pero mucho menos en el bufete aquel, porque fue correctamente vestido de civil, con una camisa blanca con motas azules, bien planchada, y ni la menor huella de los 32 puntos que me endilgaban, pues tenía apenas un pequeño algodón a un costado entre el frontal y el parietal izquierdo. Me dijo que me conocía y que no quería perjudicarme, doctor, que todo se podía arreglar con tres mil quinientos dólares. Salí de allí resignado a hacerlo e incluso busqué a mi amigo prestamista, pero me dijo que no tenía dinero, y que además por ese monto exigían hipoteca. De ese modo perdí un trabajo que tenía en La Paz, firmé el libro de la Fiscalía durante seis meses y al cabo se extinguió la causa porque no habían encontrado ningún indicio de imputación.

El coronel se había apostado junto al monumento a Bolívar, en El Prado, rodeado por toda su compañía. Los jóvenes habían tomado la calle La Paz y allí encontraron cascajo. Alguno de esos proyectiles le impactó al coronel en la cabeza, y eso fue todo, y seguramente se arregló con un par de puntos. Pero hubo allí una mano negra que digitó mi incriminación por intento de homicidio, nada menos.

Antes de irse, el coronel me rogó que también publicara una solicitada, para aclarar que yo no tenía nada contra su institución y un pedido de disculpas a él. Luego se quejó en estos términos: “Es que los camaradas me gozan porque dicen que me he hecho pegar con un “fraile” cuando estaba rodeado por mi compañía”. Frailes dicen a los civiles. Bonita escena: yo me acercaba a un policía corpulento, rodeado por los suyos, que eran de élite, y le partía el cráneo al punto de dejarlo en estado de coma, con una herida que demandaría 32 puntos.

Pasaron los meses y yo estaba en El Prado, compartiendo una mesa con los amigos, cuando se levantó un muchacho que presidía una mesa ruidosa, se presentó como dirigente universitario y me rogó que lo acompañara porque los muchachos querían conocerme. Uno de ellos se puso de pie con alguna dificultad, me abrazó y me dijo: “Lo conozco. Es pues el señor que le dio una paliza a un ministro.”

Me espantó la posibilidad de que alguien escribiera alguna vez mi biografía y consiguiera la certificación de la policía sobre el hecho, y asegurara que yo efectivamente había intentado matar a ese coronel de un tremendo golpe en la cabeza.

Lo peor sucedió dos años después. De pronto vi un aviso necrológico que anunciaba la muerte del coronel. Alguien me dijo que había sido por un paro cardíaco y entonces recordé que estaba pasado en kilos. Poco después tomaba yo un té con cuñapés en Niña Moza, cuando mi hijo menor me hizo notar que una señoras vestidas de negro me miraban con insistencia. Las vi en bulto y las saludé, pero sólo entonces reconocí a la viuda del coronel, a sus hijas y seguramente hermanas o parientes. ¡Todas ellas me miraban con furia! Lo que más me dolió fue la mirada de dos señoritas que, al parecer, eran sus hijas. El coronel había muerto y nadie les quitaría de la cabeza que yo había intentado matar a su padre. Tal vez me echaban en cara el infarto que sufrió dos años después.

Fue un episodio inesperado que cambió mi vida y estuvo a punto de destruirme. Sólo atinaba a repetir el poema de Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes, yo no sé, golpes como del odio de Dios… ¿Quién maquinó semejante intriga en mi contra? Lo dejo como una pregunta que no me preocuparé en averiguar, pero tarde o temprano se conocerá la verdad.

Digo que cambió mi vida porque me encerré en mí mismo y me volví discípulo de Diógenes, como algún día lo contaré.

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