domingo, 27 de septiembre de 2009

SOLEDAD




Trece años hace que cultivo mi soledad y la preservo en un bastión de dos habitaciones donde vivo. Tengo varios emblemas de mi condición de solitario, como el resuello de los libros, el silencio o la costumbre creciente de hablar y reír a solas, pero ninguno se iguala al que conservo en la memoria de mis días en La Paz. Un día me compré en la Eloy Salmón el televisor más pequeño y barato que encontré, con una pantalla de diez centímetros en blanco y negro. Lo había analizado en los puestos de venta de dividís y no resistí la tentación de comprarlo. Me serviría para ver las noticias. Como la imagen era demasiado pequeña me acostumbré a tenerlo entre mis rodillas, pero la postura me cansaba, y entonces hallé la solución haciéndole campito en mi almohada, de costado, como yo me echaba, y así veía las noticias. En algún momento me atacaba el sueño y sentía la urgencia de darle la espalda para descansar, pero me resistía a silenciarlo. Entonces le daba un beso, como si le diera las buenas noches a mi pareja, y lo dejaba hablando a mis espaldas, mientras me sumergía en el sueño. Despertaba y seguía hablando, como esas mujeres desveladas que no se compadecen de tu cansancio y confunden el lecho del amante con el diván del psicoanalista. Entonces lo miraba con ternura, le daba un beso postrero y lo apagaba. Hoy lo tengo en mi cocina y lo uso para oír los informativos radiales, pero le tengo una ternura especial porque me recuerda aquellas noches de celibato en las cuales compartíamos almohada y lecho.

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