domingo, 27 de septiembre de 2009

EL ORIGEN DEL CH'AKIGRAMA

Otra anécdota milagrosa fue el descubrimiento de una fuente inesperada de ingresos: el crucigrama y la revista de humor y gastronomía que se llamó Viernes de Soltero.

Realmente fue un descubrimiento inesperado y venturoso. Yo acostumbraba leer en el baño hasta que se me enfriaba el culo, y como Rosy se quejaba de estreñimiento, le enseñé la mana: debía darle tiempo a su organismo sentándose, relajándose, leyendo algo que le gustara. En un arrebato le dije que si un día construía la casa de mis sueños, no olvidaría un baño grande, con varios inodoros, uno de ellos rosadito y hecho con el molde de mis manos abiertas para recibirla. Añadí algunos refinamientos: un frigobar, una cocineta, una bandeja de bocadillos, un estante con libros y revistas favoritos, un tocadiscos, un televisor con, por entonces, videocasetera… Incluso soñaba con hacerme construir un inodoro pupitre. Así podíamos invitar a hijos e hijas, amigos y amigas íntimos para compartir un momento de paz y relajación incluso de esfínteres. Una de nuestras costumbres era resolver geniogramas en el baño. El geniograma era un autodefinido que hacía Mario Lara Carrasco, un boliviano radicado en Lima, fallecido hace muchos años, que se hizo famoso y vivió de su invento, que se publicaba cada semana en tres países. Me tocó entrar al baño y resulta que no había un solo geniograma que no estuviera lleno. Tomé entonces unas hojas de papel copia, puse una de ellas sobre la cuadrícula del geniograma y me di a escribir leseras, tonterías, groserías, frases criollas, en fin, lo que se me ocurría. Y de pronto llené un crucigrama, y luego otro y otro. Me levanté con las hojas sueltas y casi grito Eureka. Salí volando en busca de mi buen amigo y pariente Fito Gonzáles, gerente de Taquiña, irrumpí en su despacho y le mostré las hojas. No entendía nada y le expliqué que era acaso el único crucigrama en el mundo escrito con humor y picardía popular. Le pedí auspicio y me lo concedió de inmediato.

Un primer crucigrama salió en cuarto de página estándar ese mismo viernes. Se llamaba Crucigrama del Viernes de Soltero, pero no bien salió, los amigos lo bautizaron como Ch’akigrama, porque decían que llenarlo daba sed, incitaba a refugiarse en un boliche para comer bien y beber mejor. Feny Canelas me propusó que hiciera una revista y la siguiente semana nació Viernes de Soltero, que fue un éxito periodístico. El año pasado revisé una colección empastada y me conmovió que destilara días de vino y rosas. Esa revista era una fiesta. Contenía una guía gastronómica y chupística diurna y nocturna, con inclusión de moteles, cabarets y cualquier otro centro de diversión. Era una revista del tiempo libre, pero con fuerte acento criollo regional. El Ch’akigrama era el alma, la chuyma, el ajayu de la revista. Para resolverlo era inútil consultar diccionarios: había que tener cultura chupística y popular, ser del montón y no flor de invernadero. Años después una periodista me preguntó por qué hacía yo una revista tan chusca y le contesté: Qué quiere que haga alguien como yo, un cholo democrático y popular.

Los juegos de palabras sumaban cientos; el registro de la picardía popular seguía la inspiración de aquel otro que hizo Armando Jiménez con la picardía mexicana, coleccionando apodos, dichos, coplas y anécdotas. Los chistes eran frescos, actuales, y los recogía de preferencia en El Tornillo, un boliche pequeñísimo, donde servían deliciosos platos mañaneros, al cual le habían puesto ese nombre porque uno entraba y al rato se entornillaba. Era minúsculo, a tal punto que de inicio tenía una sola mesa. La bautizamos como La mesa de la nobleza, porque uno se sentaba a ella y recibía de inmediato un vaso de cerveza. Así, como nobleza obliga, uno pedía seis botellas más, y otras seis y otras seis, hasta acabar iluminado. La gente que se reunía allí era la más graciosa de Cochabamba y del planeta. Yo conocí El Tornillo por obra y gracia de mi carnal Alfredo Medrano, que me presentó a Armando Antezana, el Gordo Ja Ja, a quien lo ordenamos como Obispo del Buen Humor. El Gordo era un calacaleño formidable, ocurrente, pícaro a morir. Otro amigo de excelente humor era Hernán Martínez, el Negro, que andaba con dos edecanes de lujo: los hermanos Roncal, a quienes había tomado a su cargo para que le cantaran. Los Roncal se iniciaron con versiones del folklore argentino; imitaban a Los Visconti, pero pronto encontraron su estilo y sus propias voces. Allí en El Tornillo nunca era temprano para que tomaran la guitarra y cantaran. El pretexto para reunirnos era la excelente cocina de una valerosa dama chuquisaqueña, doña Amalia Cortés, la esposa de don Walter Delgadillo, viejo profesor normalista, también chuquisaqueño, gloria del fútbol nacional en su tiempo. Ellos tenían dos hijos deportistas: Omar, un gran futbolista que murió joven, y Armandito, que hoy es profesor y entrenador de fútbol. Yovanka era hermana de ellos y también practicaba atletismo; se casó con Luis Hinojosa, un jugador de fútbol, y ahora tiene hijos gallardos.

El Viernes de Soltero se convirtió pues en el órgano oficial de El Tornillo y lo hizo famoso al punto de que se trasladó a un local espacioso en la Avenida Ayacucho, que tenía salida trasera a la calle Esteban Arze. Allí llegaban ministros, militares y policías de alto rango, autoridades y gente rica de espíritu criollo, que nunca antes se había aventurado en esos barrios. Había un amigo ministro de Aeronáutica, que los sábados llegaba en avión propio desde La Paz tan sólo para comer dos platos de mondongo chuquisaqueño y llevarse una olla del mismo manjar para congelarlo y servirse toda la semana. Otros manjares eran la chanfaina, el ají de seso, el asado en olla, el habas pejtu, pero sobre todo la llajua molida con un generoso manojo de suico, quilquiña, con pequeños cubos de cebolla.

El Viernes de Soltero se convirtió en una utopía posible, la utopía del pequebú, del hombre de clase media. En efecto, ¿con qué sueña el burgués? Con acumular. ¿Y el obrero? Con ganar mejor salario. ¿Y el campesino? Con producir más. ¿Y el pequebú? Con consumir… sin pagar. Eso me pasó con una generosidad que nos mantuvo como reyes durante casi tres años, y sin embargo no teníamos un puto duro en el bolsillo.

Todo lo que teníamos era un intercambio de bienes y servicios por publicidad. Eso incluía pase libre a todos los restaurantes en los cuales ocurría un fenómeno que divertía a los testigos casuales: a la hora de pedir la cuenta, en vez de cobrarme, me pagaban. El platillo destinado a que yo pusiera el monto del consumo se llenaba, más bien, con el dinero que me enviaba el dueño: el precio de un contrato de publicidad. Podía ir a comer y a beber solo, con mi familia o con una legión de amigos, igual no me cobraban. Teníamos radiotaxis, pasajes en avión, hoteles y abarrotes gratuitos. Incluso si necesitaba ropa, me bastaba visitar una boutique anunciante y escogerla. En ese período me vestía con ropa de marca y calzaba finos zapatos Cremer de exportación, que me convertían en un tío pijín y puto: eran zapatillas de torero, que estaban de moda, pantalones claros y deportivos, y camisas oscuras. Un importador de gorras quería que las luciera, porque me había convertido en una valla e propaganda. No faltaban dueños que me pagaban porque me exhibiera en sus restaurantes, porque la gente me veía y entraba. Me había convertido en un certificado de garantía, condición que hasta hoy me dura con quienes me conocen: si está el Ramón, seguro que la comida es buena, es el razonamiento que se hacen.

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